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Hollywood y el crack financiero

Fuentes: En Lucha

Aunque Hollywood no se ha mostrado especialmente proclive a producir ficciones centradas en un presente de crisis económica, el crítico cinematográfico Ignasi Franch repasa algunos títulos que tratan el crack financiero y sus efectos. Si el cine estadounidense vivió casi una década marcado por los atentados del 11 de septiembre de 2001, no parece que […]

Aunque Hollywood no se ha mostrado especialmente proclive a producir ficciones centradas en un presente de crisis económica, el crítico cinematográfico Ignasi Franch repasa algunos títulos que tratan el crack financiero y sus efectos. Si el cine estadounidense vivió casi una década marcado por los atentados del 11 de septiembre de 2001, no parece que el estallido de la burbuja crediticia haya recibido el mismo tratamiento preferencial. Ciertamente, las respuestas gubernamentales al trauma, en forma de guerras, instrumentalización del miedo y recortes de derechos civiles, facilitaron que el cine popular se empapase de esta realidad poliédrica de maneras diversas. Pero la crisis económica también podría haberse convertido en un macrotema. Al fin y al cabo, ha ido más allá de la quiebra de Lehman Brothers o de la multimillonaria inyección de liquidez a la banca. Ha implicado una nueva e intimidante concentración del sector bancario, dieciocho meses de recesión y un aumento del desempleo que ha tardado más de cuatro años en superarse. Y ha comportado millones de ejecuciones hipotecarias anuales, en un drama multitudinario que apenas ha sido abordado por la gran industria audiovisual.

En medio del drama, la expansiva política monetaria impulsada por la administración Obama parece haber contribuido a diferir los efectos del crack. Y, quizá, ha fundamentado un ambiente de falsa normalidad solo enrarecido por periódicos precipicios fiscales. Todo ello, a pesar de que la riqueza de las rentas medias estadounidenses cayó un 40% entre 2007 y 2010. La misma naturaleza de los desafíos del presente parece inadecuada para una cinematografía poco proclive a tratar conflictos sociales, aunque producciones como In time demuestren que pueden inspirar exitosos espectáculos de acción. Sea como sea, tres ficciones han puesto en primer término el relato de la crisis. Aun con enfoques diversos, todas coinciden en proyectar un impulso crítico limitado: nunca se produce un choque frontal con los marcos conceptuales del neoliberalismo ni con la regulación (o, mejor dicho, desregulación) que se ha tejido alrededor de estos.

Instituciones sin respuestas

Malas noticias ha sido el primer intento del audiovisual estadounidense por hacer una crónica ficcionada del crack financiero. Producido por el prestigioso canal HBO (Los Soprano, The wire), este telefilme trata las medidas impulsadas por la secretaría del Tesoro, desde el rescate de dos antiguas agencias federales del ramo hipotecario hasta una multimillonaria inyección de liquidez en el sector bancario. Y pasando, claro está, por la caída de Lehman Brothers.

El planteamiento tiene algo de sesgo. El enfoque habitual en los thrillers de Wall Street ha sido emplear como protagonistas a veteranos con dudas morales, o a advenedizos que puedan servir de nexo entre la audiencia general y el mundo de las finanzas. Pero en esta ocasión el protagonista es un supervisor: nada menos que el expresidente de Goldman Sachs, y secretario del Tesoro en 2008, Henry Paulson. Él y su equipo son presentados como lo único que separa la economía estadounidense del caos, facilitando que el público empatice con estos héroes improbables venidos del mundo de la gran especulación. Todos ellos son presentados como outsiders por su pretensión de sostener el sistema con dinero público… mientras no osan pronunciar «la palabra que empieza por n» (nacionalización).

Voluntariamente o no, Malas noticias representa a unas instituciones sin respuestas, coartadas por un pensamiento único que loa la autorregulación. Paulson y compañía emprenden una huida hacia adelante y ensayan esa perversión del liberalismo según la cual el estado cubre con dinero público los agujeros contables del lucro privado. Multiplicando, por el camino, el riesgo sistémico de cualquier quiebra al concentrar aún más el sector financiero.

El espectador menos avisado tendrá que remitirse a las imágenes de archivo iniciales para hallar nombres propios (Ronald Reagan, Bill Clinton, Allan Greenspan…) y decisiones políticas que llevaron a esta indefensión. Y los responsables de la función parecen limitarse a acompañar a unos personajes superados: «¿Casi derrumban la economía norteamericana tal y como la conocemos, pero no podemos poner restricciones sobre cómo utilizan los 125 mil millones que vamos a darles?», se pregunta una frustrada asesora de Paulson. Con todo, el desenlace sugiere un impulso irónico rotundo y difícil de digerir… pero incapaz de articular alternativas, más allá de un incremento de la regulación que los protagonistas insisten en descartar.

La crisis como revelación

Con una estética de colores fríos y escenarios gélidos, Margin call juega al docudrama mediante un dispositivo visual marcado por los encuadres oscilantes de sus filmaciones cámara en mano. El producto final puede considerarse sugerente e incluso emocionante. Pero difícilmente se puede asumir como un retrato verosímil del crack, a pesar de que el banco sin nombre donde se sitúa la acción esté inspirado en Goldman Sachs. La premisa argumental ya tiene bastante de artificioso: un analista recién despedido deja en manos de su joven ayudante un estudio parcialmente desarrollado; en unos minutos, este último tendrá ante sí alarmantes predicciones de una catástrofe crediticia inminente. El debutante J. C. Chandor viste lo previsible, lo sabido y predicho (el estallido de la burbuja crediticia), con ropajes de revelación: rostro de sorpresa, llamada desesperada a los superiores, estupefacción general…

La exposición masiva a hipotecas de alto riesgo diluidas en paquetes de deuda subordinada amenaza la supervivencia de toda la banca de inversión, pero nadie parecía haber reparado en ello. Y esa es la excusa, con aires de macguffin hitchcockiano, para plantear un elegante y contenido thriller de interiores. Se incluyen, claro está, diálogos en los que altos ejecutivos se cruzan reproches sobre advertencias previas. Se alude también a salarios abultados, a indemnizaciones millonarias que compran silencios o a decisiones conscientes que implicarán ruinas y caos. Incluso la narración tiene algo de escarnio, al caracterizar a mandos intermedios incapaces de interpretar gráficos o a un presidente que solicita a su interlocutor que le explique la situación «como si se dirigiese a un bebé o a un golden retrevier».

Pero estas apelaciones a una ignorancia impúdica tienen algo de apología más o menos interesada. No se mencionan las connivencias entre la banca y las agencias de calificación de deuda, por ejemplo. La ausencia de tipos humanos ajenos a Wall Street implica que la propuesta tenga bastante de autorretrato de un sector que se presenta y se disculpa a sí mismo. Y que la crítica planteada, además de superficial, pueda ser casi inaprensible para algunas audiencias.

De lo familiar a lo abstracto

Al lado de Margin call, se muestra más mordiente incluso un Oliver Stone (JFK, Salvador) de encargo como el de Wall Street II: el dinero nunca duerme. El filme resulta menos subyugante en lo cinematográfico, probablemente lastrado por una duración excesiva y por una sorprendente orientación hacia el drama familiar. La crisis sirve de excusa para resucitar al broker Gordon Gekko, un hijo de los años ’80 y del elogio de la avaricia. De alguna manera, esta secuela traza una continuidad entre los reaganomics y la situación actual, que los autores presentan a través de una narrativa visual marcada por la posproducción digital.

Stone sí aprovecha para denunciar prácticas delictivas de la banca, más allá de lo planteado en Malas noticias o Margin call, aunque sea presentándolas como actos individuales de un financiero especialmente codicioso. En todo caso, buena parte del discurso crítico con la especulación lo sostiene un ladrón de cuello blanco como Gekko, con el efecto distanciador consiguiente. De alguna manera, las tensiones internas de este escorpión que no sabe vivir de otra manera que atacando, tienen algo de intento de comprender al enemigo. El resultado se acerca a lo shakesperiano, con sus historias de estirpes enfrentadas, sus hijas que quieren matar (simbólicamente) al padre y sus conflictos palaciegos en la sede de la Reserva Federal.

Sin enraizarse plenamente en lo cotidiano, la obra de Stone se opone en parte a Cosmópolis, quizá la más abstracta aproximación a la crisis del capitalismo desregulado. El canadiense David Cronenberg recuperó una novela preexistente de Don DeLillo, publicada originalmente en plena resaca de la burbuja bursátil generada alrededor de Internet. Sin duda, es la mirada más esquiva, filoexperimental y árida, a un futuro (o presente) de incomunicación, dependencia de lo tecnológico y modelos matemáticos predictivos con aires de nueva religión. Una vez ha estallado la construcción de una teoría económica basada en falsas certezas, el planteamiento de DeLillo tiene algo de visionario.

Los costes humanos del crack

La conversión de David Mamet (Casa de juegos) al neoconservadurismo ha dejado un vacío en Hollywood a la hora de explicar el contexto y los efectos de la crisis sistémica. Nadie había mostrado una dedicación tan constante a la hora de relatar los horrores del darwinismo aplicado al mercado laboral. El dramaturgo y cineasta había patentado un modelo expositivo que diluía las fronteras entre el drama y el thriller, mostrando una realidad dinerocéntrica donde las lealtades son tan cambiantes como un balance empresarial. A falta de continuadores norteamericanos de esa pequeña tradición, filmes como The company men parecen meras adaptaciones del costumbrismo idealizado (y normalmente desplazado hacia lo romántico) del drama mainstream.

Aun así, esta obra muestra algunas tensiones interesantes. Sin llegar a los extremos de Up in the air y su protagonista dedicado a comunicar despidos masivos, también se centra en un personaje antipático. En esta ocasión, se reflejan los reveses monetarios y anímicos de un altanero ejecutivo en paro y de algunos de sus compañeros. Sin ofuscarse en flirteos que endulcen la amargura de las situaciones planteadas, la propuesta tiene algo de conformismo neocapriano en la línea de Family man. No apela a la experiencia del working class man, con su aire a juego de rol de un privilegiado que descubre la vida sencilla, pero The company men destaca por trascender el lamento por las deslocalizaciones… proponiendo la reindustrialización del país. Lo hace mediante la figura de un buen ejecutivo, ya veterano, que añora los viejos tiempos de la fabricación y venta de objetos tangibles.

De nuevo, la manera de plantear este debate evidencia una cosmovisión neoliberal. Los autores parecen confiar en un imposible estallido de conciencia corporativa, o en un goteo de grandes mecenazgos. Ni siquiera se contempla la posibilidad de una intervención gubernamental para revitalizar el tejido productivo. No hay respuestas estatales ni colectivas: sólo el empeño individual de un self made man deprimido que relanza un astillero abandonado.

Espejismos de prosperidad: La tierra prometida

De producción aún más reciente, Promised land muestra otra nostalgia: la de la América rural orgullosa y en parte ajena a la contaminación del mundo moderno. La obra se mueve en terrenos muy cómodos, al apostar por el mensaje de conservación ecológica sin proponer alternativas económicas más o menos pragmáticas. Este proyecto personal de Matt Damon, finalmente dirigido por Gus Van Sant (Gerry), está protagonizado por un empleado de una empresa energética. Su cometido es persuadir a propietarios de terrenos para que vendan los derechos de explotación de su subsuelo.

El planteamiento tiene más de una inverosimilitud, pero ensaya un bello y apacible cuestionamiento del desarrollismo a cualquier precio. Sus responsables no responden al discurso defendido por el protagonista antes de su conversión final. Si este afirmaba que solo la explotación de recursos naturales puede salvar de la miseria a la América rural, acaba ensayando un simple y puro rechazo al fracking y sus terribles consecuencias. Ante el cul-de-sac de un nuevo muro discursivo, de un nuevo «no hay alternativas», esta vez se opta por la ruptura. Una ruptura, eso sí, fundamentada en una decisión individual nacida del ámbito afectivo. Anecdóticamente o no, la producción está parcialmente financiada por un fondo de inversión dubaití, hecho que fue aprovechado por el lobby del gas para calificar el resultado como propagandístico.

Aunque Promised land y otros estrenos futuros (caso de la ciencia ficción de Elysium) exploran escenarios de desigualdad económica, el peso del crack financiero en el cine estadounidense sigue pareciendo exiguo en comparación a la magnitud de la tragedia real. Cada observador u observadora podrá señalar múltiples factores que expliquen que no se haya forjado un nuevo ciclo temático que suceda al Hollywood de la guerra contra el terror, más allá de que el malestar ciudadano haya inspirado un par de distopías futuristas (In time, Desafío total) o el traslado de Occupy Wall Street a la Gotham City de Batman. Pueden mencionarse la tendencia escapista de una industria que tiene como objetivo prioritario a la audiencia adolescente, o el dominio del sector por parte de grandes corporaciones. Incluso la victoria electoral demócrata puede haber sedado al mainstream progresista. Quizá solo se vuelva a evidenciar la gran falla que separa la ficción global de la lucha cotidiana por una vida digna, afrontada por las mayorías asalariadas y desempleadas. ¿Crisis? What Crisis?

Ignasi Franch es crítico cinematográfico.

Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra