La «ley habilitante» que, según la oposición, daría al presidente venezolano Hugo Chávez «poderes absolutos», simplifica y acelera la realización del programa socialista para el cual fue votado por el 63% de los electores el pasado 3 de diciembre. Dos meses después, una moderada nacionalización del petróleo y de la energía eléctrica, se realiza en paz, en democracia y sin tirones ni expropiaciones.
Hugo Chávez a menudo es definido por la prensa internacional de manera polémica y objetivamente no correcta: «autoritario», hasta «dictador». Es difícil romper el corto circuito de las vulgatas, las simplificaciones, y la propaganda, pero la verdad es exactamente lo contrario.
En un continente caracterizado por repúblicas presidenciales, donde el poder del presidente es a menudo enorme, la excepción es la Constitución participativa de Venezuela. Ésta establece una serie sin precedentes de contrapesos que reequilibran las relaciones entre elegidos y electores. Hugo Chávez, más allá de la fuerza que le otorgó la mayoría de los venezolanos, y los errores de la oposición, es el presidente americano con menos poderes y con más herramientas constitucionales que limiten su accionar.
El principal ejemplo es el instituto del referéndum revocatorio, con el cual la ciudadanía puede remover el elegido a la mitad de su período. Chávez mismo salió triunfador del referéndum revocatorio del 15 de agosto de 2004, demostrando que esta herramienta funciona en los dos sentidos. La oposición pudo pedir el referéndum y la eventual mayoría logró reafirmar su confianza en el elegido. Si hubiese habido revocatorio, tanto Fernando de la Rúa en la Argentina, como Gonzalo Sánchez de Lozada en Bolivia, hubiesen sido destituidos sin que se derramara sangre. Un presidente como el peruano Alejandro Toledo, que gobernó durante años con índices de aprobación menores del 15%, hubiese vuelto a su casa a la mitad de su mandato. Hasta la crisis de Oaxaca, que costó más de 20 muertos, además de graves violaciones de los derechos humanos, hubiese tenido un escape para solucionarse pacíficamente.
No es provocativo definir a Hugo Chávez como un «reformista» que está transformando el país y la región en paz y democracia. No es provocativo a menos que no queramos violar el diccionario y considerar «reformista» un mero sinónimo de «liberalizador». Un Tony Blair o un Fernando Henrique Cardoso, «reformistas neoliberales» debieran mirar a Chávez con envidia y hasta con una punta de envidia.
Se empieza con el petróleo y la energía eléctrica, las llaves del desarrollo del país, que hasta ahora estuvieron en manos extranjeras. Todo se hace sin expropiaciones, y garantizando los pequeños ahorristas, como en el caso de Electricidad de Caracas, la más grande empresa eléctrica del país. A la electricidad seguirá la remodelación de las relaciones con las transnacionales que explotan el petróleo del Orinoco, una de las mayores reservas del mundo, estimadas en más de 1.3 billones de barriles. La PDVSA, la compañía estatal, hasta ahora ha sido socia minoritaria en las empresas mixtas con las estadounidenses Exxon Mobil, Chevron-Texaco y Conoco-Phillips, la británica British Petroleum, la francesa Total y la noruega Statoil. Desde el primero de mayo la PDVSA pasará a tener una cuota de 60%, pagando lo que hay que pagar pero también ganando lo que hay que ganar.
Los recíprocos insultos que se envían George Bush y Hugo Chávez -pero Chávez jamás ha fomentado un golpe en los Estados Unidos como hizo Bush el 11 de abril 2002 en Caracas- no pasan de eso, aunque es curioso que la prensa internacional se escandalice sólo con los dirigidos de Chávez a Bush y no viceversa. La sustancia es que el programa de desarrollo acelerado de Venezuela no puede prescindir de la paz internacional, en la región y hacia el «gran hermano» que sigue siendo su primer socio comercial. Los datos difundidos recientemente por la ALADI testimonian que, en apenas tres años, el activismo de Chávez y de Lula antes que nada, ha llevado a un crecimiento de 110% en el comercio interno latinoamericano. Hoy América Latina es menos dependiente de los centros económicos mundiales, Estados Unidos en primer lugar, a los cuales estuvo amarrada en los años del «Consenso de Washington». Y esta, seguramente, es una revolución.