Existen distintas teorías sobre el papel y el proceso de construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción […]
Existen distintas teorías sobre el papel y el proceso de construcción del sujeto social y político, llámese pueblo, clase o nación. Aquí, tras desechar las doctrinas convencionales, vamos a evaluar las insuficiencias de la teoría marxista tradicional o determinista y los límites del discurso populista. Defendemos un enfoque relacional y dinámico que basa la construcción de un sujeto colectivo en la experiencia de la gente en sus relaciones sociales y económicas y los conflictos sociopolíticos, evaluada por su cultura, en nuestro caso, democrática y de justicia social. (Un desarrollo más amplio está en el reciente libro Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos -ed. UOC-).
No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin vínculos con otros individuos y sectores de la sociedad. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, también tiene insuficiencias. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.
El determinismo economicista o de clase es un idealismo
Nos detenemos en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción -la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, de justicia social, derechos humanos y democrática.
El determinismo es un idealismo. Es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo, con la influencia de Althusser. E, igualmente, el determinismo político-institucional o el cultural de otras corrientes teóricas, desarrollados, muchas veces, como reacción al primero.
En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales…
Aquí adoptamos una visión relacional o interactiva, dinámica o histórica y multidimensional de la configuración de las clases sociales y su actuación como actores o sujetos a través de sus agentes representativos. Hay que partir de la experiencia y el comportamiento social sobre la base de intereses compartidos, demandas colectivas, relaciones sociales y expresión cultural. Estos aspectos son claves para la formación de las ‘clases’ o el ‘pueblo’ en cuanto sujetos colectivos, como pertenencia o identidad y práctica social, o sea los ‘agentes’ o sujetos sociopolíticos. No hay que quedarse en la clase ‘objetiva’ (en sí), considerando que la conciencia puede venir por añadidura de élites políticas, y desde ahí construir la clase (para sí); la existencia de una clase, un pueblo, una nación o un gran sujeto social debe comprobarse en la ‘experiencia’, en el comportamiento público, en la práctica social y cultural diferenciada, aunque no llegue a conflicto social (lucha de clases) abierto o esté combinado con consensos o acuerdos. La conciencia social se ‘crea’, sobre todo, con la participación popular masiva y solidaria en el conflicto por intereses comunes frente a los de las clases dominantes.
El papel de los intereses y las ideas
Veamos un ejemplo ilustrativo del papel de los intereses y las ideas en la construcción del sujeto político, valioso por su carácter sintético y procedente de una personalidad relevante de Podemos, Íñigo Errejón (Twitter, 2-4-2016) y desarrollado posteriormente (Errejón, Podemos a mitad de camino, 2016):
No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos.
Es cierta la primera expresión, los ‘intereses sociales’ (las condiciones objetivas) no construyen el sujeto político. Admitirlo sería prueba de un burdo determinismo económico. Los intereses o las condiciones materiales (por sí solos) no construyen nada y menos una determinada dinámica social u orientación política. Es insuficiente el esquema de la relación entre ‘condiciones objetivas’ y ‘condiciones subjetivas’, y la preponderancia causal de las primeras sobre las segundas, aunque se introduzcan conceptos ambiguos como el de la determinación ‘en última instancia’ (de la infraestructura económica) o la ‘autonomía relativa’ (de la superestructura política e ideológica), que dan por supuesto la prioridad explicativa de la sociedad y su dependencia respecto de la estructura (económica).
Por otra parte, las identidades colectivas no son previas al conflicto, a la práctica social, y las que construyen el sujeto. Ellas mismas se crean en ese proceso y lo refuerzan. Los componentes subjetivos, los mitos, relatos u horizontes, son fundamentales para conformar un movimiento popular… en la medida que son compartidos por la gente. Entonces, con esa incorporación, se transforman en fuerza social, en capacidad articuladora y de cambio. Pero no es la subjetividad, las ideas (por sí solas), en abstracto, las que construyen el sujeto político. Sino que son los actores reales, en su práctica sociopolítica y de conflicto, en los que se encarnan determinada cultura ética y proyectos colectivos, los que se convierten en sujetos políticos y transforman la realidad. Así, esa segunda frase, sin esta precisión, denotaría una sobrevaloración de la capacidad articuladora del discurso, de las ideas transmitidas por una élite, en la construcción del sujeto político. La consecuencia es que se infravalora el devenir relacional de la gente, de sus condiciones, experiencia y cultura; el sujeto no se puede disociar (solo analíticamente) de su posición social y su identidad colectiva.
Es la gente concreta, sus diferentes capas con su práctica social, quien articula su comportamiento sociopolítico para cambiar la realidad. Y lo hace, precisamente, desde una interpretación y valoración de su situación social de subordinación o desigualdad, con un relato o un juicio ético, que le da sentido. Es la experiencia humana de unas relaciones sociales, vivida, percibida e interpretada desde una cultura y unos valores, y teniendo en cuenta sus capacidades asociativas, la que permite a los sectores populares articular un comportamiento y una identificación con los que se configura como sujeto social o político. Su estatus, su comportamiento y su identidad están interrelacionados mutuamente.
Para explicar la conformación de los sujetos sociales y el conflicto sociopolítico, hay que superar esa falsa bipolaridad abstracta (idealista), asentada por el marxismo determinista y estructuralista, y partir de la realidad de la gente, su experiencia y su interacción. Como dice uno de los mejores historiadores, E. P. Thompson (Tradición, revuelta y consciencia de clase, 1979: 39):
Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura.
En sentido estricto, los grandes sujetos colectivos se conforman en los procesos históricos con la participación en el conflicto social de sus componentes más relevantes y desde una posición e intereses específicos. Tienen un carácter relacional: la configuración de un bloque social o un campo sociopolítico se genera por la diferenciación social, cultural y política frente a otro (u otros).
El aspecto fundamental de la investigación sobre las clases o capas y grupos sociales en cuanto sujetos colectivos, de su papel como actor o agente social, debe empezar por el análisis de ese comportamiento sociopolítico de cierta polarización y su interpretación a la luz de sus valores o su cultura en determinado contexto.
Aquí, desechamos el enfoque determinista, dominante en muchos ámbitos, sociopolíticos y académicos, de partir de la situación material de la población, su situación objetiva, para deducir su conciencia social, sus condiciones subjetivas y, por tanto, su identificación de clase y su comportamiento social y político. La crítica a esta posición la expresa bien Thompson en esta larga y clarificadora cita:
Clase es una categoría ‘histórica’… Las clases sociales acaecen al vivir los hombres y las mujeres sus relaciones de producción y al experimentar sus situaciones determinantes, dentro del ‘conjunto de relaciones sociales’, con una cultura y unas expectativas heredadas, y al modelar estas experiencias en formas culturales… El error previo: que las clases existen, independientemente de relaciones y luchas históricas, y que luchan porque existen, en lugar de surgir su existencia de la lucha (Thompson, 1979: 38).
El determinismo, como decíamos, es un idealismo. Hace depender el proceso histórico de una causa explicativa, cuando la realidad es más compleja, multicausal e interactiva. El determinismo economicista, por mucho que priorice un factor material (las relaciones económicas y productivas) y su papel determinante en el desarrollo del resto de las relaciones sociales, es también idealista. Sustituye el análisis concreto, empírico, de la gente, de los pueblos o las clases sociales, en el que se combinan los diferentes componentes y tendencias sociales, por la aplicación de leyes generales abstractas que no facilitan la compresión de la realidad sino que la distorsionan.
Es lo que le ha pasado al estructuralismo más dogmático de Althusser, de amplia influencia en la izquierda comunista europea. Explica también su dificultad para analizar y adaptarse a los cambios reales de estas últimas décadas, particularmente con los procesos de los nuevos movimientos sociales, de las nuevas energías populares por el cambio social y político. La utilidad y la credibilidad política y científica de ese marxismo, funcional para el estalinismo, como ya vaticinaba Thompson (Miseria de la teoría, 1981), ha entrado en crisis, incluso como forma de legitimación de los supuestos representantes de la clase obrera.
Pero de un tipo de determinismo economicista (idealista), a veces, se ha pasado a otro idealismo, incluso en el llamado post-estructuralismo o postmarxismo, en que se desprecia las realidades materiales de la gente y las estructuras económicas, medioambientales o de seguridad y sobrevaloran el papel transformador de las ideas o la subjetividad individual. Es la posición culturalista, dominante en el último Touraine o la discursiva de Laclau, ambas como reacción a su posición estructuralista anterior, pero con la continuidad de un enfoque idealista, aunque de distinto signo. Por tanto, habrá que reafirmar el realismo analítico y desechar el determinismo, integrando la pugna de intereses y los conflictos de valores de la gente en una visión más relacional y dinámica:
Cada contradicción es tanto un conflicto de valor como un conflicto de intereses; que en el interior de cada ‘necesidad’ hay un afecto, una carencia o ‘deseo’ en vías de convertirse en un ‘deber’ (o viceversa; que toda lucha de clases es a la vez una lucha en torno a valores; y que el proyecto del socialismo no viene garantizado por NADA -por supuesto no por la ‘Ciencia’ o el marxismo-leninismo-, sino que solo puede hallar sus propias garantías mediante la ‘razón’ y a través de una abierta ‘elección de valores’ (Thompson, 1981: 263).
En conclusión, se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia popular de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La participación cívica y la conciencia social de una polarización (social y democrática) entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos y la conformación de un electorado indignado, representado mayoritariamente por Podemos y sus aliados. (En la segunda parte valoramos la transversalidad y su relación con la igualdad y la hegemonía).
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.