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Indignación a la brasileña: una mirada comparativa y global

Fuentes: redseca.cl

Las masivas movilizaciones que empezaron a sacudir Brasil en Junio de 2013 pillaron por sorpresa a casi todo el mundo, dentro y fuera del gigante sudamericano. Más allá de la complejidad en hacer ejercicios prospectivos y de tendencias en el análisis de coyunturas políticas, dos son los motivos principales de la estupefacción. El primero de […]


Las masivas movilizaciones que empezaron a sacudir Brasil en Junio de 2013 pillaron por sorpresa a casi todo el mundo, dentro y fuera del gigante sudamericano. Más allá de la complejidad en hacer ejercicios prospectivos y de tendencias en el análisis de coyunturas políticas, dos son los motivos principales de la estupefacción. El primero de ellos es que en los últimos años Brasil se ha ido forjando como un «país emergente» que viene jugando un liderazgo fáctico en el contexto regional y también simbólico en el contexto internacional, avalado por su crecimiento económico unido a políticas sociales. De forma paralela, hay un segundo motivo importante para la sorpresa por la emergencia de las protestas y movilizaciones recientes: aunque Brasil tenga movimientos sociales ampliamente organizados y territorializados, como el Movimiento de los Sin Tierra, no hay en el país, sobre todo si se compara con los vecinos latinoamericanos, una tradición de acción colectiva conflictiva y de movilización popular masiva.

Pero no todo lo que brilla es oro y hay que buscar elementos de análisis que permitan reconsiderar las dos dimensiones mencionadas. En lo que se refiere a la primera cuestión, es cierto que el cambio de siglo marcó un reposicionamiento de Brasil en la geopolítica mundial. Con la llegada de Lula al gobierno hubo una apuesta por la profundización de la integración sudamericana, una aproximación con socios estratégicos y tácticos, un refuerzo de las negociaciones multilaterales y una participación mucho más proactiva en diversos temas y agendas en el escenario internacional. Es así como Brasil se convierte, para muchos, en modelo a seguir al lograr compaginar crecimiento económico, incluso en el escenario post-crisis financiera de 2008, con éxitos sociales, frutos de sendas políticas públicas. Sin embargo, no se puede olvidar que la política del Partido de los Trabajadores en el gobierno (en lo que algunos autores, como André Singer, vienen denominando como «lulismo») sólo existe bajo el signo de la contradicción. Se ha avanzado en muchos aspectos y sectores (los índices de popularidad de Dilma siguen altos incluso con la manipulación mediática tras la emergencia de las protestas), pero siempre de forma ambigua. Esto se debe a una política esquizofrénica de «conciliación nacional» donde el gobierno, a través de amplias coaliciones, busca agradar a fuerzas y actores antagónicos en una sociedad marcadamente desigual. Esto tiene sus limites, tal como veremos más adelante.

Por otro lado, la emergencia de las protestas en Brasil sorprende porque en las últimas dos décadas en la mayor parte de la sociedad brasileña (con excepción de algunos movimientos sociales y sectores de izquierda) primó la cooperación y no el conflicto. La participación social existía pero era canalizada fundamentalmente a través de mecanismos y espacios institucionales, llevando a que los actores sociales se preocuparan mucho más en incidir en la «Política» (con mayúsculas, efectivamente) que en la «sociedad». Esto generó grandes ausencias y déficits de la izquierda brasileña en las disputas por el tejido social y en el trabajo de formación de base. Y explica, parcialmente, que el sentimiento de indignación emergente en el país no se articule políticamente de manera más estructurada.

La emergencia de la «indignación a la brasileña»

La indignación no es un movimiento social. Es un estado de ánimo. Y, como tal, se puede expresar de maneras muy diversas. En el Sur de Europa, por ejemplo, el sentimiento de indignación social en los últimos dos años tuvo fuentes múltiples, pero uno de los principales hilos conductores fue el rechazo a pagar las consecuencias directas de la crisis, que deberían ser asumidas por quienes la causaron. Banqueros y especuladores se convirtieron, de este modo, en los blancos centrales de las movilizaciones sociales. En Estados Unidos, «occupiers» dirigieron en general sus reivindicaciones a estos mismos actores, bajo el argumento indignado de que el 1%, totalmente alejado de los anhelos de la población, no puede decidir el futuro del 99%.

En el Brasil de hoy (y la coyuntura cambia con una rapidez asombrosa durante los últimos días) la indignación todavía es extremamente difusa y crecientemente polarizada. Coexisten en las calles, actos y manifestaciones sentimientos, argumentos y sentidos diversos y contradictorios. Algunos expresan su descontentamiento con el funcionamiento del transporte público (lo que, de hecho, fue el punto de partida para las protestas, al tratar de frenar, con éxito, la subida de las tarifas de los autobuses); en la línea de la reivindicación de derechos, otros exigen más y mejor servicios públicos de forma más general (principalmente educación y sanidad); también hay aquellos que apelan a los altísimos costes (no solo económicos, sino también sociales, ambientales, culturales y políticos) de la realización del Mundial de Fútbol de 2014 y de otros mega-eventos en el país; jóvenes de clase media-baja, que vieron como las políticas sociales del gobierno no les sacaron de su «ciudadanía de segunda categoría», se indignaron por la persistencia profunda de las desigualdades; finalmente, también hay aquellos que se movilizaron contra cuestiones más especificas y/o sectoriales, aunque no menos importantes, como, por ejemplo, la Propuesta de Enmienda Constitucional 37/2011 que, si es aprobada dotaría a la policía de poder exclusivo para las investigaciones criminales, quitándole esta atribución a otros órganos públicos.

El mayor contingente de la población, en su mayoría jóvenes, que ha participado de estas movilizaciones sociales todavía tiene un sentido de la indignación poco articulado políticamente, dado que para la gran mayoría este es su «bautismo político». En otras palabras: la indignación, la ira, la rabia y el odio no se han cristalizado todavía en una acción política estructurada. Estos jóvenes, así como buena parte de la ola de indignación global que ha «viajado» por diversos países del mundo en los últimos años, asocian su insatisfacción a un rechazo a los sistemas políticos, los partidos tradicionales y las formas convencionales de organización política. Quieren participar de la vida política, pero no encuentran canales apropiados. Antes de criticar a los jóvenes por eso, algo que se ha hecho tanto en Brasil como en otros países, habría que preguntarse qué es lo que (y por qué) no funciona.

Las movilizaciones sociales son termómetros de la sociedad y no siempre revelan los rumbos que uno desea. Suelen difundirse de los sectores más movilizados y organizados (en el caso brasileño, un movimiento social autónomo, el Movimiento Pase Libre, actuó como propulsor) a sectores menos movilizados y organizados. En Brasil, este grupo iniciador se vio totalmente desbordado por movilizaciones de masa que escaparon al control de las organizaciones sociales y políticas, difundiéndose viralmente por toda la sociedad.

Indignación en perspectiva comparada

Si tenemos en cuenta la ola de indignación global contemporánea, el caso brasileño asume especificidades que deben ser llevadas en consideración. Sugiero que, para ello, es crucial entender las espacialidades de la contestación social en, al menos, tres dimensiones. En primer lugar, al contrario de algunos de los procesos vividos en Europa, en África o en Estados Unidos recientemente (y a pesar de las solidaridades despertadas en algunos rincones del planeta y del uso de herramientas comunes), no hay una difusión directa, permanente y sistemática de las protestas, marcos, repertorios y formas de acción con otros lugares fuera de Brasil. Esto es importante, ya que refleja un escaso aprendizaje compartido de experiencias de luchas sociales recientes que mucho podrían contribuir para el actual momento en Brasil.

En segundo lugar, a diferencia de las demás contestaciones de la indignación contemporánea que articularon dinámicas escalares complejas, vinculado lo local a lo global (con centralidad de lo regional en el caso de Europa), en las movilizaciones ocurridas en Brasil, la escala nacional sirvió como un dispositivo de bloqueo político que permitió, en algunos casos, avivar posiciones nacionalistas de derecha. En tercer lugar, los lugares importan. Cada manifestación, en cualquier capital o pequeña ciudad del país, se revistió de demandas particulares y de críticas específicas a la políticas local y regional, unidas y a veces condicionadas por las diversas culturas políticas. Esto es común a la ola global de indignación y a las protestas en general. Sin embargo, estas especificidades locales también revelan cambios en el perfil de las reivindicaciones, bien como en la composición social de los manifestantes. Esto lleva a que, por ejemplo, ciertos grupos que no estaban presentes en São Paulo o en Ribeirão Preto actuaran en Río de Janeiro o en São Gonçalo; pero también a que las correlaciones de fuerzas sean distintas en estos lugares.

Cabe subrayar, asimismo, que los actos de vandalismo y violencia vividos en muchas ciudades brasileña no siempre expresan un uso político de la violencia, tal como se había justificado en el movimiento altermundista por grupos como el Black Block. Revelan, eso sí, las fracturas, las desigualdades profundas, las segmentaciones y el clasismo de la sociedad brasileña. Oportunistas e infiltrados no faltaron (secuestradores, policías, racistas, xenófobos y ultraderechistas), pero también es necesario entender que hay en las movilizaciones recientes una indignación de clase y de opresión que converge con esta indignación difusa y crítica.

La cuestión clave enfrentada en Brasil no es novedad para muchos de los países que han vivido en los últimos meses y años los gritos de la indignación: ¿cómo canalizar la indignación en movimiento social? La respuesta no es sencilla, dada la profunda disputa de significados por las movilizaciones recientes. El primer bloqueo viene de los medios de comunicación hegemónicos que, con la ausencia de un pluralismo informativo, ha pautado la interpretación de los sucesos. Las redes sociales son una herramienta importante, pero insuficientes ya que, en general, no generan contra-información sistemática, ni tampoco interpretación de amplio alcance. De este modo, la creación de plataformas más abarcadoras de información alternativa que puedan llegar a un espectro más amplio dela población se presenta como uno de los grandes desafíos para los movimientos sociales brasileños.

Otro desafío tiene que ver con la inversión en actividades pedagógicas de formación política dentro del proceso de movilización. Dotar de significado transformador la indignación exige formación y concienciación política. Este elemento es central para frenar la capitalización de las protestas por la derecha, que viene utilizando ideas simples y conservadoras, muchas de ellas enraizadas de forma casi naturalizada (reproducidas, claro, por la educación y por los medios de comunicación convencionales) en la sociedad brasileña.

Como consecuencia de lo anterior, vale la pena echar la mirada una vez más a la ola de indignación global. En todas estas contestaciones se crearon espacios de convergencias, macro-asambleas y foros de discusión donde las personas empezaron a hacer política desde otras bases; discutieron, compartieron y maduraron sus ideas. También podríamos (y deberíamos) tener nuestra propia Puerta del Sol y nuestrasokupaciones permanentes en Brasil, algo que permitiría profundizar el proceso abierto en las calles. Debemos no sólo disputar las plazas, sino también ampliar los espacios colectivos de construcción. Brasil ha sido en los últimos años un importante «laboratorio democrático» en todo el mundo, expresando una amplia diversidad de mecanismos de participación y deliberación de la sociedad, en su mayoría institucionales. Reinventemos y profundicemos esto también en los espacios públicos. Convertir nuestras ciudades en una gran ágora puede ser el primer paso para canalizar la indignación dispersa y fragmentada en potencial transformador. También es una buena oportunidad para renovar nuestras formas y fuerzas de izquierda y las sensibilidades comprometidas con la justicia social y la emancipación.

Breno Bringel es profesor de Sociología del Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad Estatal de Río de Janeiro (IESP-UERJ) y editor de DADOS – Revista de Ciencias Sociales (http://www.scielo.br/dados).

Este texto es una versión ampliada de un artículo publicado originalmente en portugués el día 27/06/2013 en el Periódico Brasil de Fato (http://www.brasildefato.com.br)

Link original: http://www.redseca.cl/?p=4219

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.