«La guerra civil ya está aquí», declaró hace una semana el dirigente chiíta Muqtada al Sadr. Lo mismo afirmó el pasado sábado el ex primer ministro iraquí, Iyad Alaui. Pocas afirmaciones pueden resumir de manera tan dramática la situación de Iraq, tres años después del inicio de la guerra de agresión y de la ocupación […]
«La guerra civil ya está aquí», declaró hace una semana el dirigente chiíta Muqtada al Sadr. Lo mismo afirmó el pasado sábado el ex primer ministro iraquí, Iyad Alaui. Pocas afirmaciones pueden resumir de manera tan dramática la situación de Iraq, tres años después del inicio de la guerra de agresión y de la ocupación extranjera. El asesinato o muerte diaria de decenas de civiles se ha vuelto noticia banal, mientras el país sigue sumergiéndose en una espiral interminable de terror, violencia, ruina y desintegración. Con todo, lo más atroz es la indiferencia de eso que llaman «comunidad internacional» y la inoperancia de Naciones Unidas, organización nacida para «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra». Una generalidad de países parece haber asumido, entre el cinismo y la indiferencia, que la ocupación ilegal de Iraq es una cuestión «interna» de EEUU, respecto de la cual no hay nada que decir o hacer.
Según cifras del Departamento de Defensa (DdD) de EEUU, desde marzo de 2003 hasta la fecha, han perecido en Iraq 2.309 soldados estadounidenses, 103 británicos y 103 de otras nacionalidades. Los heridos del ejército de EEUU ascienden a 16.653. Dichas así, las cifras no reflejan la magnitud de lo que acontece. En 2003, año de la invasión, las tropas invasoras sufrieron 486 muertos y 2.409 heridos. La cifra de muertos se duplicó en 2004 y 2005, con 848 y 846 muertos, respectivamente, en tanto la de heridos se triplicó en 2004, con 7.989, y se duplicó en 2005, con 5.944. En lo que va de 2006, el DdD reconoce 129 muertos y 311 heridos, manteniéndose el promedio de 70 muertos por mes. Los policías y soldados iraquíes fallecidos en 2005 ascienden a 4.279. Los civiles suman 7.308 muertos. Los heridos iraquíes no aparecen en las estadísticas del DdD, omisión curiosa, pues sus bajas son tratadas con minuciosidad, incluyen su división por grupos étnicos (10.24% negros, 11.03% hispanos, 1.05% asiáticos, 73.67% blancos…). Las cifras reflejan -eso es lo relevante- que Iraq está inmerso en una guerra implacable que, lejos de amainar con el tiempo, mantiene un enorme nivel de violencia.
No obstante, el dato más dramático es el número de civiles muertos, que asciende a 32.396, según recuentos no oficiales, contando estrictamente a quienes han perecido como resultado de acciones de guerra o terrorismo. Si se incluye las personas muertas por causas imputables directa o indirectamente a la guerra, como hizo la revista The Lancet, la cifra superaría los 100.000 muertos. Si a esta cantidad se agregaran los heridos, el número de víctimas podría acercarse, o incluso superar, las 200.000 personas. Esta enorme cifra de víctimas explicaría la ausencia de informes oficiales pues, como han denunciado varias ONGS, existe un propósito deliberado en EEUU de ocultar su número, para no dar más argumentos a los adversarios de la guerra. Un ejemplo del grado de discrepancia al hacer los recuentos lo encontramos en las víctimas que se produjeron tras el atentado contra la mezquita de Samarra, el pasado mes de febrero. EEUU habló de unos 400 muertos, mientras el depósito de cadáveres de Bagdad, según The Washington Post, registraba más de 1.300 fallecidos. Más allá del juego de cifras, es irrefutable que, desde el inicio de la guerra de agresión, la población civil iraquí padece una sangría inmensa en la que no falta nada, desde bombardeos indiscriminados a escuadrones de la muerte, dirigidos desde ministerios iraquíes.
Otra cuestión relevante es identificar al responsable de tanta mortandad. Una investigación llevada a cabo por los organismos Oxford Research Group e Irak Body Count (A Dossier of Civilian Casualties in Iraq, 2003-2005), arroja resultados que a muchos no sorprenderá. El informe da la cifra de 24.865 civiles muertos y 42.500 heridos los primeros dos años de guerra, con un promedio de 34 civiles muertos por día. La sorpresa llega a la hora de conocer la identidad de los autores. El informe señala que los ejércitos ocupantes son responsables del 37% del total de víctimas, en tanto la resistencia sería culpable del 9,5%. El segundo porcentaje mayor de muertes (35,9%), corresponde a «grupos criminales» sin relación con la insurgencia. Se trataría, por una parte, de los escuadrones de la muerte y, por otra, de grupos delincuentes que medran aprovechando el desamparo en que vive gran parte de la población iraquí.
Otro dato de este informe contribuye a deslindar mejor las responsabilidades en cuanto a la muerte de civiles. Según los resultados de la investigación, el 53% de estas muertes se había producido como consecuencia de acciones con explosivos, de las cuales el 64% correspondía a ataques aéreos efectuados por EEUU. En otras palabras, aunque lo que más se difunde son los atentados con coches-bomba, que suelen suceder en ciudades, el mayor porcentaje de víctimas por explosivos se debe a operaciones aéreas de las fuerzas ocupantes, a las que rara vez acceden las cámaras de la televisión.
Cuestión aparte es el costo material de la guerra. ¿A cuánto ascienden los daños provocados por la agresión y la ocupación militar? La falta de investigaciones impide dar una cifra aproximada. Con todo, no es difícil imaginar que tales daños ascienden a centenares de miles de millones de dólares, sumando desde la destrucción de ciudades como Faluya hasta el saqueo de los museos de Iraq, sin olvidar los contratos leoninos y los cobros ilegales. A ello hay que agregar el costo de cada vida humana que, aunque no tengan precio, sí puede ser fijado a efectos de indemnización. En este punto resalta la valoración miserable que EEUU hace de la vida de los ciudadanos iraquíes. En 2001, el procónsul Paul Bremer emitió un decreto ordenando pagar 2.500 dólares por cada iraquí muerto «por error» a manos de soldados estadounidenses. Pero EEUU exigió a Libia que pagara 10 millones de dólares por cada una de las víctimas del atentado de Lockerbie. El gobierno libio debió entregar 2.700 millones de dólares. Es decir, la vida de un ciudadano de EEUU vale 4.000 veces más que la de un iraquí. Si EEUU tuviera que pagar 10 millones por cada muerte «errónea» de un iraquí, la cifra sería casi impronunciable. Si EEUU tuviera que indemnizar a Iraq por todos los daños causados por la guerra de agresión y la ocupación ilegal, la endeudada superpotencia quebraría.
Hay un tercer aspecto a considerar. La guerra en el país mesopotámico está teniendo una influencia no calculada en otro país ocupado por EEUU, Afganistán. Hace una semana perecieron cuatro soldados estadounidenses, al estallar una bomba artesanal al paso de un convoy. La resistencia afgana está siguiendo el modelo iraquí, de evitar enfrentamientos directos y sustituirlos por un amplio uso de explosivos y la emboscada. El resultado de esta nueva estrategia se revela en las cifras. EEUU tuvo 12 muertos y 35 heridos en 2001, año de la invasión de Afganistán. En 2005, la cifra de bajas fue de 129 muertos y 263 heridos. En lo que va de 2006, los muertos (26) duplican los de todo el 2001. Como en Iraq, la guerra se encona y ambas van camino de convertirse en guerras interminables, con un costo altísimo en vidas humanas y bienes materiales.
Tampoco pueden soslayarse las legítimas preocupaciones de Irán respecto a su independencia e integridad territorial, sobre todo después que EEUU reafirmara su doctrina de ataques preventivos, con la mira puesta en Teherán. Convertido en «bestia negra» por Washington, la enorme campaña lanzada a causa de su programa nuclear tiene el efecto de aumentar el temor a un ataque de EEUU. Esto, a su vez, alimenta la decisión iraní de dotarse de tecnología nuclear, lo que nos sitúa en un círculo vicioso que, si nos guiamos por lo ocurrido en Iraq, puede terminar en bombardeos masivos o en una invasión.
Tres años después de iniciada la guerra de agresión, todo está peor que antes, particularmente los derechos humanos. Iraq ha sido arrastrado a una catástrofe humanitaria, política y militar de magnitudes colosales y todo el Próximo y Medio Oriente es una olla a presión. Pese a ello, ocuparse de resolver la crisis de Iraq no figura en la agenda de ningún país. En manos de EEUU, la situación seguirá empeorando y resultará casi imposible hallar una solución. El riesgo es que, de mantenerse esta dinámica destructiva, el conflicto puede llegar a un punto sin retorno, desbordando las fronteras iraquíes o provocando la fragmentación del país. Esos peligros deberían inducir a los países musulmanes y occidentales involucrados, aunque sólo fuera por fríos cálculos económicos, políticos y militares, a presionar a Washington para que acepte negociar la retirada de sus tropas de Iraq y permita a los iraquíes decidir libremente su futuro.
A estas alturas, parece obvio que EEUU tiene capacidad pero no voluntad para resolver el pozo de horrores que ha creado. En cuanto a lo primero, es evidente que la ocupación de Iraq es la causa principal del desastre, lo que hace de la retirada de las tropas invasoras un paso insoslayable si se quiere restablecer la paz. Sobre lo segundo, el propósito real de Washington es permanecer sine die en el país, para lo cual ha construido 14 enormes bases militares. Esta pretensión lo convierte en el obstáculo mayor de cualquier proyecto de paz. El panorama que asoma es una «palestinización» del conflicto, al menos en las provincias sunitas, y el riesgo de una balcanización de Iraq.
No obstante, Iraq no es Palestina y la situación regional es lo suficientemente volátil como para no especular con la conversión de Iraq en una república bananera. La lógica de las cosas llevaría a reactivar el papel de Naciones Unidas y promover la creación de una fuerza multinacional árabe que sustituya a las fuerzas ocupantes, hasta que el país haya podido reorganizarse. Al mismo tiempo, debería abrirse un diálogo con las fuerzas de la resistencia y los partidos sunitas, en el que deberían involucrarse, de una forma u otra, los países más directamente interesados en la crisis iraquí. El proceso debería desembocar en la constitución de un gobierno nacional que, con el apoyo de Naciones Unidas, los países musulmanes y la Unión Europea, acometa la tarea de reconstruir el país, sin tutela foránea ni tropas extranjeras que condicionen sus decisiones.
En el callejón sin salida en que se ha convertido Iraq pocas opciones hay. En EEUU parece ir dándose cuenta de ello, como muestra la decisión de Washington de abrir conversaciones con Teherán sobre Iraq, paso que prueba la extrema gravedad de la situación en este país. Pero una solución definitiva requiere más: el fin de la ocupación del país y la negociación con la resistencia. No entenderlo así es condenar a Iraq a una destrucción mayor y a la región a una espiral interminable de inestabilidad y guerra. Aunque sólo fuera por cálculos materiales y no por creer en la Paz y el Derecho, no debe prolongarse la indiferencia internacional respecto a Iraq. Si la situación se termina de descomponer, las economías occidentales sufrirán y el mundo con ellas. Incluso desde una perspectiva exclusivamente egoísta, no hay alternativa a la negociación con todos si se quiere la paz.
* Profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]