ISABEL COIXET / «Conozco América y no me apetece trabajar allí» El Diario Montañés Catalana, cineasta y soñadora. Isabel Coixet (45 años) demuestra en ‘La vida secreta de las palabras’, que hoy se estrena en los cines, su capacidad para crear diálogos con silencios rotundos y engendrar sentimientos con tan sólo una mirada. Los artificios […]
ISABEL COIXET / «Conozco América y no me apetece trabajar allí»
El Diario Montañés
Catalana, cineasta y soñadora. Isabel Coixet (45 años) demuestra en ‘La vida secreta de las palabras’, que hoy se estrena en los cines, su capacidad para crear diálogos con silencios rotundos y engendrar sentimientos con tan sólo una mirada. Los artificios baratos son un pecado mortal desterrado de una filmografía que emana sutileza en cada plano. ‘Mi vida sin mí’, ‘Cosas que nunca te dije’, ‘Demasiado viejo para morir joven’ y ‘A los que aman’ son las películas que la han encumbrado como una de las mejores directoras.
Isabel Coixet contesta desde su despacho en Barcelona con una voz suave y lejana. Está de estreno y le incomoda promocionar su película. «Me gusta hacer cine, pero ‘vender’ lo que has hecho es otro tema», confiesa. Quizás por eso reivindica la figura de Santiago Segura, «para que lleve una camiseta con mi película y la promocione por ahí». La cineasta catalana, que emocionó a la platea hace un par de años con la desgarradora ‘Mi vida sin mí’, estrena ‘La vida secreta de las palabras’, una película en la que Tim Robbins y Sarah Polley protagonizan una bonita historia de amor en una planta petrolífera.
-Hace un par de años dijo que no le apetecía rodar con estrellas, «porque son un coñazo». Ahora va y trabaja con Tim Robbins.
-Porque Tim Robbins, antes que nada, es un actor. Es la estrella menos estrella de la historia del cine. Cuando decía lo de las estrellas me refería a esa gente que viene con maquilladores, estilistas, abogados, mánagers… ¿Eso sí que es un coñazo! Tim es un tipo que se vino a rodar solo y se puso al servicio de la película. Era como cualquier otra persona del rodaje, un tío encantador.
-Menudos elogios.
-Sí, adoro a ese chico.
-Ya, pero por poco le deja ciego. (Le puso unas lentillas que le hacían daño en los ojos.
-Sí, ja, ja, ja. No era yo, lo pedía el guión.
-‘La vida secreta de las palabras’ está ambientada en una planta petrolífera. Ahora que se mata por el petróleo, resulta paradójico ubicar una historia de amor en un sitio como éste.
-La película se desarrolla en una planta petrolífera que está parada porque ha habido un accidente. Una buena parte de la cinta habla de la incidencia ecológica de una plataforma situada en el medio del mar. La misión de uno de los personajes consiste precisamente en lograr que esas plataformas tengan un sentido ecológico. Yo estuve en una en Chile hace varios años y me fascinó completamente, me pareció un lugar alucinante.
-Como un castillo.
-Es un castillo, sí, una fortaleza en el medio del mar. La estética del lugar me dejó muy tocada. Desde entonces pensé que me gustaría hacer una película en un sitio así, pero no se me había ocurrido nada hasta que hace unos años me puse a escribir y… salió.
-Ha vuelto a apostar por Sarah Polley. ¿Le gusta ir a lo seguro?
-Le prometí que haría otra película con ella (después de rodar ‘Mi vida sin mí). No me creyó, pero así ha sido. ¿Qué puedo decir de ella! Ya sé que esto sonará a ‘todo es maravilloso’ y ‘todos son maravillosos’, pero es una tipa extraordinaria. Es un placer trabajar con ella, es muy buena y, antes que defender un personaje, defiende a la película. Está metida en su espíritu y eso es un regalo para cualquier director.
Eastwood y Segura
-La gente que vaya a ver su película, ¿con qué se va a encontrar?
-Ja, ja, ja, una película muy buena y muy bonita. Esto de vender la cinta… no sé. Lo que voy a hacer es regalarle una camiseta a Santiago Segura con el título de mi película para que la vaya promocionando por ahí. Esa desfachatez es admirable, pero no es lo mío. A mí me gusta hacer películas, venderlas es otro tema.
-Ahora que ha mencionado a Segura, ¿ha visto ‘Torrente 3’?
-No, todavía no, pero iré a verla. Oiga, tiene que haber de todo en la viña del Señor.
-Le ofrecieron rodar ‘Million Dollar Baby’ y lo rechazó porque tenía que trabajar con Sandra Bullock. ¿Tan mal le cae?
-No, simplemente no creí que era la actriz apropiada para ese papel.
-Luego llegó Clint Eastwood y la cambió por Hilary Swank.
-¿Eso es otro estatus! Se plantó y les dijo a los productores que lo hacía sólo si era con Hilary. Eso es otra cosa.
-¿Haberse impuesto!
-No lo sé. En aquel momento estaba escribiendo esta historia y me sentí mucho más cercana a ‘La vida secreta de las palabras’.
-Por cierto, ¿ha visto ‘Million Dollar Baby’?
-Sí, me pareció buena película.
-Podía haber sido suya. ¿Se arrepiente?
-No. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Rodar una película para un estudio americano… no me apetece. Conozco muy bien América y no me apetece nada trabajar allí.
-¿Para cuándo una comedia?
-Me encantaría. Pero en mis películas hay muchos momentos de comicidad, como es el caso de ‘La vida secreta de las palabras’.
-En ella mezcla la reivindicación ecológica con la denuncia de las torturas. Un cóctel explosivo.
-Pienso que lo que para mí tiene sentido, lo que me emociona, lo que es poderoso en la pantalla, también lo va a ser para los demás. ‘La vida secreta de las palabras’ es una buena película, que tiene tres interpretaciones antológicas (Tim Robbins, Sarah Polley y Javier Cámara). Narra una historia de amor y tiene ingredientes de misterio. No se sabe lo que realmente ha pasado. Hay una apuesta por el amor como redención y el único camino posible a la superación del pasado.
-En 2003 se fue a Sarajevo a rodar el ‘Viaje al corazón de la tortura’, un documental que le ha inspirado para hacer esta película. ¿Qué recuerda de la ciudad?
-Las caras, las voces, los silencios. Recuerdo a la gente que no hablaba y la que no paraba de hablar. Fue una experiencia que me marcó; todos volvimos diferentes. Me di cuenta de que había un momento en el que, después de escuchar siete historias terribles uno se vuelve invisible.
-Resulta reconfortante comprobar que, después de visitar aquello, no se haya lanzado a la acusación fácil.
-No tengo información para hacerlo. Lo que me interesa es la gente, qué es lo que está pasando ahora y cómo vive esa experiencia.
Nombrar el horror
M. T.
El País
Una fábrica de plásticos, una plataforma de extracción de petróleo contra la que baten al día unos cuantos millones de olas: Isabel Coixet regresa en ésta, su última criatura, al mundo del trabajo y de las clases subalternas en el que se mueven sus mejores heroínas (la Lily Taylor de Cosas que nunca te dije; la Sara Polley de Mi vida sin mí; incluso la Emma Suárez de Demasiado viejo para morir joven) para contar, otra vez, una gran historia de amor y silencios. Para, lo dice con clarividencia el gran John Berger (a quien la película está dedicada, y a quien se rinde en ella cumplido homenaje: su libro Modos de ver aparece como sin querer cada tanto en el encuadre), «sacralizar la vida cotidiana», regresar a su habitual realismo amable. Y para algo más, también: para que sus historias no sean las que viven los personajes del cine, sino las personas ordinarias, nosotros mismos. A cualquiera puede sucederle.
La vida secreta de las palabras (¡qué hermoso, sugerente título!) habla de personas mutiladas, de vidas truncadas, de experiencias en el límite de la humana resistencia. Y lo hace, feliz inspiración, en el lugar menos apropiado para hacerlo (o tal vez por eso mismo), una plataforma en medio de la nada, en la que todo parece haberse detenido, pero en la que viven su vida un microcosmos de personas con un pasado y que, en algunos casos, no saben muy bien qué hacer con él. No es una vida fácil; pero la absoluta soledad del escenario, tan importante en esta película, permite también una extraña condensación afectiva, la creación de momentos en los que los estruendosos silencios que arrastran los personajes se desdoblan en confidencias apenas susurradas, en gestos imprevistos, en pequeñas epifanías. El filme habla de muchas cosas, pero, como siempre en el cine de Coixet, lo hace casi en secreto: nada hay aquí estridente, nada parece fuera de lugar, tal vez porque todos están fuera de lugar: Tim Robbins con su complejo de culpa, el oceanógrafo con sus hábitos de maniático, la pareja de hombres que se besa furtiva en los pasillos. Y Hanna/Polley, maravillosa Polley que jamás está tan bien como cuando la dirige Coixet, la dueña del mayor, del más siniestro secreto. Con ellos, la directora catalana baila una danza callada, un baile en el que la música es el pasado y en el que el futuro es tal vez, quién sabe. Unas peripecias marcadas por un tono de discreta distancia, pero también de inocultable empatía. De ahí la fuerza con que los sentimientos se despliegan ante nuestros ojos, pero sin estridencias (¡ese reencuentro Polley /Robbins, sin una sola nota de música, como contado casi sin querer!), mostrados con respeto, con una delicadeza exquisita. De ahí, también, que la empatía que el filme provoca en el espectador se demuestre capaz de pasar incluso por encima de algunas flaquezas narrativas, de alguna incongruencia de guión (como la visita de Robbins a Christie, difícilmente consecuente con lo que sabemos hasta entonces).
Porque lo que importa, al fin y al cabo, es suscitar esas emociones que no ocultan nada, ni siquiera el innombrable horror. Y cuando el filme acaba, la catarsis es casi absoluta: hemos asistido a una impresionante historia de amor, hemos comprendido, también, el desgarro de la guerra, de cualquier guerra; y se nos ha dejado en el aire algún que otro interrogante que, como querría cualquier narración compleja, remite ante todo al trabajo del espectador para su correcta dilucidación. Es una película adusta y sutil, bella hasta el dolor, sabia como pocas: es una deliciosa, callada hermosura.