Sobre José Carlos Mariátegui y su obra bien podría decirse aquello que Bernard Shaw formulaba sobre la figura de Juana de Arco y que el propio Mariátegui recoge en su comentario sobre el autor irlandés: «No es imposible que una persona sea excomulgada por herética y más tarde canonizada por santa». El pensamiento de la […]
Sobre José Carlos Mariátegui y su obra bien podría decirse aquello que Bernard Shaw formulaba sobre la figura de Juana de Arco y que el propio Mariátegui recoge en su comentario sobre el autor irlandés: «No es imposible que una persona sea excomulgada por herética y más tarde canonizada por santa». El pensamiento de la izquierda latinoamericana, aun reconociendo siempre y de manera más o menos (más) paternal y «generosa» la importancia de su obra dentro de la tradición marxista y revolucionaria, ha efectuado todo tipo de lecturas, balances e interpretaciones acerca del significado y lugar de su obra. Desde los que hallaron o hallan en ella sostén y sendero para la defensa de la «ortodoxia» marxista-leninista hasta los que cuestionan «la pureza» de su marxismo pasando por los que recaban su pensamiento como fuente para legitimar líneas troskistas o pensamiento Mao-Tse-Tung. No falta incluso quien ve en el peruano un precursor del relativismo postmoderno. Aun sin entrar en las discusiones canónicas ni en la tratadística de tan polémico campo, da la impresión de que la diversidad de interpretaciones corresponden más a lecturas de oportunidad, todas acaso explicables desde las diferentes visiones que cada grupo hace de la coyuntura política, que a la ausencia de un territorio propio o de un sentido riguroso y coherente en su pensamiento y quehacer revolucionario. Rigor y cohesión que en el espacio dialéctico donde su producción tiene lugar nada tienen que ver ni con la rigidez ni con la parálisis que parecen buscar en su obra quienes pretenden encerrarla bajo una mera etiqueta. El acercamiento a su pensamiento, como sucede con el mismo Marx, Lenín o Gramsci, no admite ni la receta ni la fórmula ni los manuales pret-a-portèr y fácilmente se equivocará quién busque en ellos y en sus obras meros conocimientos, olvidando que su conocer hay que situarlo en la asumida aserción marxista de que conocer y transformar deben conformar una misma actividad y donde un conocimiento ajeno al transformar no es conocer en el sentido revolucionario del término. De ahí que tantos viajeros de la revolución se extravíen cuando les da por confundir la guía de viajes con el propio viaje desconociendo que la ruta de la teoría a la praxis y de la praxis a la teoría es una línea de acción que nada tiene que ver con el falaz deseo de encontrar, ya completado, el mapa del tesoro. Es necesario «leer» a Mariátegui desde su condición de revolucionario en un momento concreto histórico y entender que, como revolucionario que era, Mariátegui entendió que su obligación, su tarea primordial, como nos recuerda Nestor Kohan, «consistía en construir políticamente un sujeto social para la revolución», (1) una praxis esta que evidentemente chocaba con determinados aspectos de la «ortodoxia» materialista, determinista y economicista que el oficialismo soviético de la III Internacional quería imponer en las izquierdas latinoamericanas formadas o en tiempo de formación entre los años 1920 y 1930, la década de la madurez de Mariátegui. Sólo desde la voluntad de llevar a cabo esa tarea se puede entender la trayectoria y los recorridos de su obra. Sólo desde esa actitud se puede comprender -abarcar- su pensar sobre el indigenismo o lo religioso, su pensar sobre el papel de la voluntad y de las condiciones subjetivas en la lucha revolucionaria o su entendimiento de la literatura y de la crítica literaria.
Porque si los zarandeos interpretativos sobre su pensamiento político no dejan de ser llamativos, en lo que corresponde a su pensamiento literario, y más en concreto a su labor de crítica literaria, tampoco faltan los bandazos. Desde quien lo ve como legitimador del más grosero realismo soviético a quien agradece su radical escepticismo estético. Las reflexiones que siguen nacen de la lectura atenta de los textos de crítica literaria y reflexión estética que Mariátegui publicó en diversos medios en los años posteriores a su viaje a Europa, y de su puesta en relación tanto con el contexto cultural, político y literario en el que se producían como con el proyecto global que el autor trataba de llevar a cabo. Se trata en resumen de indagar sobre el qué (los textos) el desde donde (contexto) y el para qué (proyecto) pues entendemos que sólo con la conjugación conjunta de estos tres aspectos estaremos en condiciones de comprender (o de intentar de entender) sus coordenadas estéticas, entendiendo estética en el amplio sentido de campo del pensamiento que toma como objeto de reflexión aquello que en un determinado momento histórico una sociedad califica y nombra como tal. Añadir que aun cuando los escritos sobre literatura o arte correspondientes al período juvenil y modernista del peruano, su llamada «edad de piedra», apuntan o avisan sobre determinados gustos e inclinaciones del autor, no entran en nuestro análisis que, como hemos señalado, se centra en la producción mariáteguiana que tiene lugar a lo largo de la década de los años 20.
Son años caracterizados por la conjunción en Occidente de tres movimientos críticos (en cuanto que ponen en crisis los valores establecidos en cada uno de los planos sobre los que inciden): el bolchevismo triunfante de la revolución soviética con la ola de convulsiones políticas que provoca, expande o exporta vía III Internacional; el cuestionamiento radical del pensamiento artístico burgués que el estallido de las vanguardias ejemplifica e intensifica, y el fuerte desarrollo del sistema capitalista de producción, circulación y consumo que se ve apoyado por la extensión acelerada de las energías del petróleo y de la electricidad y reflejado en unos medios de comunicación que aprovechan con eficacia las ventajas que las revoluciones tecnológicas ponen a su alcance. Aspecto este último que podemos cobijar bajo el rótulo «futurista» de «el descubrimiento de la velocidad». Tres movimientos que chocan y rebotan mutuamente creando fricciones y sinergias al tiempo que se enfrentan con las resistencias propias de lo que nace.
Sería simple afirmar que cuando Mariátegui regresa al Perú trae ya en su equipaje un proyecto plenamente delimitado de tareas políticas y culturales para poner en práctica de modo inmediato pero, al menos como hipótesis operativa, me voy a permitir afirmar que regresa con tres ejes de praxis-teoría bien perfilados: la revolución es el horizonte necesario y la revolución soviética es ejemplo de la validez del marxismo como herramienta de transformación social; la literatura y el arte burgués corresponden a un momento histórico y cultural anterior que las vanguardias han desterrado al tiempo que exploran y despiertan nuevos caminos que pueden coincidir y fusionarse con los caminos de la revolución, y, el salto del Perú a la modernidad solo puede producirse vía revolución socialista y sin etapas intermedias lo que hace necesaria y urgente la construcción de un sujeto revolucionario combativo. Estos tres ejes determinan la mirada de Mariátegui. Un mirada que se singulariza, se «mariáteguiza», por ser un mirar siempre hacia adelante. Cuando mire hacia el pasado o el presente ese adelante será lo decisivo, lo que marque la personalidad de su mirada. Y esos tres ejes, puestos en marcha, marcarán el espacio de las resistencias y fricciones en el que su pensamiento madurará y crecerá. Contra la burguesía oligárquica pero también contra la tentación socialdemócrata; contra el populismo pero también contra el proyecto de la revolución con etapas intermedias; contra el realismo literario burgués y a favor de las vanguardias pero también contra las vanguardias sin compromiso revolucionario; contra el determinismo economicista y a favor del optimismo de la voluntad; contra la alienación pero a favor de la «fe» o » religión» como virtudes revolucionarias; contra la nostalgia arqueológica pero a favor del «indigenismo» como aliado objetivo de la revolución. A favor de lo «inverosímil» contra «lo verosímil» anquilosado y paralizante; a favor del «milagro» frente a la prosa de la resignación. Contra el dogma pero a favor de la firmeza. Analizando las condiciones objetivas pero sin olvidar el peso de las condiciones subjetivas.
Que en este programa la literatura y el arte, lo estético, ocupe lugar tan señalado no deja de ser singular y llamativo. Sólo en un pensador como Gramsci se da un hecho semejante y quizá eso explique la comparación entre ambos que tan a menudo retoman algunos de los estudiosos de su obra que coinciden en unir en los títulos de sus ensayos ambos campos, así: Poética e ideología en J. C Mariátegui, de Eugenio Chang Ramírez (2), El itinerario y la brújula. El vanguardismo estético-político de J. C. Mariátegui, de Fernanda Beigel, (3) o Estética, crítica literaria y política cultural en la obra de José Carlos Mariátegui de Antonio Melis (4) entre otros. Sin duda el hecho de que el Amauta hubiera «entrado» en la sociedad peruana vía literaria y a través de ella hubiera intervenido en la vida cultural logrando reconocimiento y prestigio antes de su viaje a la ebullición europea de postguerra, abunda para entender la permanencia de ese interés acorde con su formación, gustos y aficiones. Si antes de su viaje y de su encuentro con las vivencias de la revolución , en su «edad de piedra» limeña, Mariátegui sintió que lo estético era un buen lugar desde donde hacer la Crónica de la realidad, no en vano Jean Croniqueur había sido su seudónimo más utilizado, ahora, a su regreso, añade nuevos ángulos a su visión pero mantiene su interés por esa parcela donde la batalla de las ideas tiene lugar con especial relevancia e intensidad dadas las características de la sociedad peruana y el importante papel que en ella juega lo estético como boletín de enganche y promoción para los productores de ideología: los intelectuales. Mariátegui entiende que el proyecto revolucionario debe y tiene que contar con el compromiso y el trabajo de una parte significativa de esos escritores y artistas que con sus obras construyen las señas de identidad de la «peruanidad» del futuro Perú y otorga así a la literatura una función social que lo aleja de sus coqueteos juveniles con las literaturas decadentes o ensimismadas. Lo que Mariátegui plantea es la responsabilidad del escritor y la responsabilidad de la literatura y lo plantea como una doble responsabilidad: ante lo literario en cuanto trabajo que cuenta con su propia escala de valores: lo bien hecho y ante el proyecto revolucionario que incorpora también una escala de valores que – y esa es la clave de su pensamiento literario- no sólo no coarta a aquella sino que la dinamiza e impulsa. Mariátegui reclama responsabilidad y explicita, frente al compromiso abstracto, los tribunales desde donde el buen o mal uso de esas responsabilidades serán juzgada. De ahí que cuando en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (5) aborde, en el séptimo y último, la historia literaria del Perú significativamente lo titule El Proceso de la literatura y se cuide bien de explicitar desde la primera línea que está utilizando el concepto de proceso en su exacto sentido jurídico: juicio entre partes: «La palabra proceso tiene en este caso su acepción judicial. No escondo ningún propósito de participar en la elaboración de la historia de la literatura peruana. Me propongo, sólo, aportar mi testimonio a un juicio que considero abierto… Mi testimonio es convicta y confesadamente un testimonio de parte».
Claramente este ensayo en registro de juicio encierra los fundamentos de su pensamiento literario y las claves de su actividad como crítico y así ha sido señalado por todos los exégetas de su obra. No en vano se abre con una introducción que recoge toda una declaración de principios que podemos inventariar: «Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión.», «Mi crítica renuncia a ser imparcial o agnóstica, si la verdadera crítica puede serlo, cosa que no creo absolutamente. Toda crítica obedece a preocupaciones de filósofo, de político, o de moralista… Croce ha demostrado que la propia crítica impresionista o hedonista … que se suponía exenta de todo sentido filosófico, no se sustraía…al pensamiento, a la filosofía de su tiempo». «Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis pasiones e ideas políticas, aunque, dado el descrédito y degeneración de este vocablo en el lenguaje corriente, debo agregar que la política en mi es filosofía y religión. Pero esto no quiere decir que considere el fenómeno literario o artístico desde puntos de vista extraestéticos, sino que mi concepción estética se unimisma, en la intimidad de mi conciencia, con mis concepciones morales, políticas y religiosas, y que, sin dejar de ser concepción estrictamente estética, no puede operar independientemente o diversamente». «Mi explícita parcialidad revolucionaria o socialista. No me atribuyo mesura ni equidad de árbitro: declaro mi pasión y mi beligerancia de opositor. Los arbitrajes, las conciliaciones se actúan en la historia, y a condición de que las partes se combatan en copioso y extremo alegato».
Y en las páginas siguientes, mientras da cuenta de debe y el haber de la literatura peruana, podemos continuar recogiendo más claves de su poética de crítico: «Sólo a partir de la producción de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en español, italiano y francés, aparecen respectivamente las literaturas española, italiana y francesa», «La suerte bien distinta de una y otra (se está refiriendo a las obras de Felipe Pardo y Ricardo Palma) se explica fundamentalmente por la diferencia de calidad; pero se explica también por la diferencia de espíritu. La calidad es siempre espíritu.» «Para una interpretación profunda del espíritu de una literatura, la mera erudición literaria no es suficiente. Sirven más la sensibilidad política y la clarividencia histórica. El crítico profesional considera la literatura en si misma. No percibe sus relaciones con la política, la economía, la vida en su totalidad. De suerte que su investigación no llega al fondo, a la esencia de los fenómenos literarios. Y por consiguiente, no acierta a definir los oscuros factores de su génesis ni de su subconsciencia.», «More parte de un principio que suscribe toda crítica profunda. La literatura-escribe- sólo es traducción de un estado político y social.».
Este rosario de citas y principios no se debe entender, menos utilizar, como una especie de manual de Poética de la Crítica Literaria. Sólo situándolas en el contexto de los Siete ensayos y sólo situando los Siete ensayos en el contexto político y cultural en el que el autor lo escribe y publica, puede hacerse su adecuada lectura. Los siete ensayos encierran tanto un testimonio negativo acerca de cómo la literatura peruana ha respondido de modo conservador a la realidad en que venía produciéndose como un llamamiento claro para que el presente literario cambie sus puntos de vista y, lo más importante, sus puntos de llegada. Llaman particularmente la atención en El proceso a la literatura dos actitudes: el valor de su claridad pues en todo momento pone las cartas encima de la mesa aun siendo consciente del riesgo que ello supone (el mismo avisa del «descrédito» de un discurso político como el que está llevando a cabo) y la insistencia en recordar que la literatura encierra sus propio código penal lo que le lleva a hablar de «valores perdurables». Que no es lo mismo que «valores permanentes» ni mucho menos que «valores eternos o inmanentes».
Pero que nadie pretenda encontrar en estos u otros textos de Mariátegui una Estética en el sentido de un corpus que exponga reflexivamente qué se esconde detrás de frases como «valores perdurables», «calidad», «principios artísticos» «la esencia de los fenómenos literarios» o «los oscuros factores de su génesis ni de su subconsciencia». No creo que la serie de principios que hemos inventariado ni otros de semejante corte que se encuentran en los textos más concretos de crítica literaria o arte, que habremos de mencionar más adelante, conformen una estética en el sentido tradicional y académico del término. En todo caso, de su lectura lo que parece desprenderse es una interpretación de lo estético como un campo de lo político (estudio de la «polis» y de los sistemas y subsistemas que la caracterizan en un momento dado) pero como un campo propio, con su propia «materialidad» -en el sentido en que Raymond Williams utiliza el concepto (6)- , que no se diluye simplemente en un magma indiferenciable. Que Máriategui recurra a términos como espíritu para nombrar esa «materialidad» no creo que haya que leerlo como una contradicción sino como el resultado de intentar resolver metafóricamente una dificultad semántica donde espíritu, en lenguaje del autor, es trasladable a fuerza y capacidad para producir, descubrir, despertar y transformar la realidad. Por otro lado Mariáteguí, a quien las apuestas de «el arte por el arte» siempre le han parecido una falacia, tampoco se deja engatusar por el cómodo – comodín- recurso a la «autonomía» de la obra artística y así, en su juicio sobre Alberto Hidalgo enuncia sin reparos: «Hay un síntoma sustantivo en el arte individualista, que indica mejor que ningún otro, un proceso de disolución: el empeño con que cada arte, y hasta cada elemento artístico, reivindica su autonomía» (7). Aunque también haya que recordar que poco antes de su muerte y en su artículo El balance del suprarrealismo (8), en un contexto de defensa de ese movimiento, podemos encontrar el siguiente aserto que literalmente parece contradecir en parte el enunciado anterior: «Pero nada rehúsan tanto los suprarrealistas como confinarse voluntariamente en la pura especulación artística. Autonomía del arte sí, pero no clausura del arte. Nada les es más extraño que la fórmula del arte por el arte.» Fernanda Beigel en el excelente ensayo ya citado, El itinerario y la brújula. El vanguardismo estético-político de José Carlos Mariátegui, ha abordado la ardua cuestión de «la autonomía» del arte en su pensamiento analizando alguno de sus textos más significativos al respecto como Contribución a la crítica de Eguren (9) o sus notas sobre el film La quimera del oro en Esquema de una explicación de Chaplin (10), pero sus conclusiones al respecto, que siguen la línea del clásico estudio de Antonio Melis ya citado no parecen despejar la cuestión: «La noción mariateguiana de la autonomía del arte queda hasta aquí relativizada, pues no implica la consideración de una obra como resultado ahistórico y aislado de todo vínculo social, ni responde al interés por determinar una esencia inmanente de la producción artística». Personalmente entiendo que abordar el tema desde la aceptación del término «autonomía» es un modo de entrar en un callejón sin salida: ¿autonomía frente a quien? ¿qué grado de autonomía? ¿autonomía suficiente para legislar sus propias leyes? Autonomía es un concepto «defensivo» – una especie de aduana contra la injerencia de otros poderes- y al respecto Mariátegui parece moverse entre la apuesta por un arte revolucionario, arte para la revolución, y el rechazo a la subordinación de las reglas de la producción artística a la lógica de la política, para defender una crítica que sin desatender los aspectos materiales de la obra – adecuación entre la técnica constructiva y la visión del mundo, eficacia de los recursos retóricos, etc- pusiera el acento en «la lectura» que la obra hace del momento histórico. De ahí su capacidad para reconocer méritos a obras o autores que pertenecen a otro momento: «Arte de una decadencia, arte de una disolución; pero arte vigoroso y original el de Pirandello es, en el cuadro de la literatura contemporánea, el que más debate merece.»(11).
Nada mejor que acercarse ahora a los textos concretos de crítica literaria que Mariátegui publicó en distintos medios de prensa para determinar las categorías literarias que en el concreto ejercicio de la crítica sobre determinados autores y obras utiliza y, al utilizarlos, perfila y define. Cómo se ha señalado corresponden a trabajos realizados fundamentalmente entre 1925 y 1930 en los que atiende bien a una obra concreta de un autor concreto: Manhattan Transfer de John Dos Pasoss , Nadja de Breton o El Cemento de Fedor Gladnov por ejemplo, o bien abordan el significado global del conjunto de la literatura de un autor como en los casos de Anatole France, Romain Rolland o Henriquez Ureña . Ya la nómina de obras y autores que enfoca pone de relieve que en las preocupaciones literarias de Mariátegui, en sus intereses literarios, apunta una clara voluntad de intervenir en los debates literario- políticos que se estaban produciendo en tiempos en los que la política y el arte parecían conformar un mismo campo de batalla. Si tenemos en cuenta que son los años en que se están planteando, desde Moscú a Buenos Aires pasando por Berlín, París, Madrid, Lima o Montevideo y casi en tiempo simultáneo, debates de enorme intensidad acerca de tres cuestiones de largo calado: el cuestionamiento del realismo, la posibilidad de una literatura revolucionaria y el compromiso de los escritores, comprobaremos que Mariátegui elige como objeto de sus críticas precisamente aquellos materiales, obras o autores, que le permiten intervenir y tomar postura en cada uno de ellos.
Para la cuestión del realismo en literatura el peruano fija su atención en autores como Zola, Anatole France o en obras como El baile del conde D`Orgel de Raymond Radiguet y Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque. Cuando Mariátegui escribe su comentario sobre Zola y la nueva generación francesa (12) comienza por indicar que «El nombre de Zola vuelve a ser un emblema en el debate literario de Francia» y expone las claves de la contienda: mientras los escritores de las capillas donde se venera a Proust o Gide condenan inapelablemente su obra, los populistas identifican la causa de Zola con la revolución: «Zola es también nuestro maestro, por haber escrito sobre el pueblo novelas que lee el pueblo.» Mariátegui no escatima el reconocimiento debido a su potencia y pasión pero, desde su posicionamiento de marxista revolucionario, se coloca muy lejos de las posiciones populistas que en su opinión «se aprestan a explotar la cantera del pueblo» y después de ubicar el naturalismo dentro del realismo burgués aclara que «La impotencia de la burguesía para producir un arte verdaderamente realista no se manifiesta menos en la obra de Zola que en las otras obras del mismo ciclo literario» ni mucho menos puede ser tomada como ejemplo a seguir por una posible literatura que se quiera revolucionaria: «su obra es extraña, o simplemente anterior, al espíritu de la revolución proletaria…. Zola conocía bastante al pueblo; pero ignoraba al proletario. Su concepción del socialismo era una concepción humanitaria, sentimental, saturada de romanticismo, del culto a las masas, ajena radicalmente a la concepción energética y heroica de los marxistas. El proletariado, como Malraux recuerda no es la misma cosa que el pueblo. Y el primer deber de la nueva literatura es negarse a todo retorno…. Las tendencias, las esperanzas de Zola no son hoy las nuestras«. Que «el realismo» de Zola le parece una amenaza, un ejemplo no válido para la literatura «realista» que el presente (y el futuro, es decir, la revolución) reclama se constata en la insistencia con que el maestro del naturalismo aparece en otras críticas del peruano para reafirmar, una y otra vez, que ese realismo no es «el realismo»: «En Los Artamanov caben holgadamente tres generaciones, 55 años, la historia de la Rusia campesina y provinciana, desde la abolición de la servidumbre hasta la Revolución bolchevique. Zola no habría podido narrar todo esto sino en una serie como la de los Rougon Macquart, con muchos raptos románticos y mucho diletantismo sociológico entre etapa y etapa de su biografía. Gorki desmiente con esta novela que haya muerto el realismo. ¿No tendrá razón René
Arcos cuando nos dice que el realismo está ahora naciendo? Ciertamente, la tiene.
La literatura de la burguesía no podía ser realista, del mismo modo que no ha podido serlo la política, la filosofía. (La primera teoría y práctica de realpolitik es el marxismo.) La burguesía no ha logrado nunca liberarse de resabios románticos ni de modelos clásicos.» (13). «El pseudo-realismo burgués- Zola incluido- había habituado a sus lectores (no deja de ser llamativo que decenios antes de que la teoría literaria consagre el término de «horizonte de expectativas», ya Mariátegui llame la atención sobre aspectos de la literatura ligados a la «construcción del público») a cierta idealización de los personajes representativos del bien y la virtud. En el fondo, el realismo burgués, en la literatura, no había renunciado al espíritu del romanticismo, contra el cual parecía reaccionar irreconciliable y antagónico. Su innovación era una innovación de procedimiento, de decorado, de indumentaria. La burguesía que en la historia, en la filosofía, en la política, se había negado a ser realista, aferrada a su costumbre y a su principio de idealizar o disfrazar sus móviles, no podía ser realista en la literatura… El rechazo del marxismo… es en la burguesía una actitud lógica -instintiva-, que no consiente a la literatura burguesa liberarse de su tendencia a la idealización de los personajes, los conflictos y los desenlaces.»
En relación estrecha con el problema del realismo aparece en la obra de Mariátegui su defensa apasionada de las vanguardias artísticas y muy especialmente del surrealismo o suprarrealismo y en esta defensa se esconde tozuda una de sus concepciones más profundas sobre lo literario: su capacidad para revelar los aspectos escondidos o usurpados de la realidad. Usurpación a manos de las clases sociales – la burguesía- interesadas en ofrecer una lectura de la realidad que no ponga en cuestión sus modos de ser, estar y representar el mundo. A la vista de sus textos parece evidente que «desenmascarar» esas usurpaciones forma parte prioritaria de su programa como crítico literario. Hablando de Raymond Radiguet y del éxito póstumo de El Baile del Conde D`Orgel escribe: «Personajes, cosas, gustos y emociones de una época de decadencia. Ambiente y mundo de Proust, menos mórbidos, más sanos; pero con la misma tibia temperatura lánguida. Radiguet ha hecho a su modo novela psicológica. Novela de matices que analiza minuciosa y finamente el proceso de un sentimiento, la trayectoria de una pasión generalmente moderada y contenida. Novela que no enfoca sino un episodio, en vez de enfocar, como el folletín, toda una vida que se enlaza a cien vidas diferentes y confusas. Novela en la cual cada hombre es el protagonista de su propio drama y es el eje de su propio mundo. El literato de este estilo no intenta jamás aprehender un vasto paisaje humano. Su arte es como el de esos pintores modernos, que, con un gusto un poco ascético, repiten en innumerables cuadros la misma naturaleza muerta» (14). Realismo muerto frente al realismo vivo de Bretón y los suprarrealistas: «no me sentiré nunca lejano del nuevo realismo, en compañía de los suprarrealistas. La benemerencia más cierta del movimiento que representan André Breton, Louis Aragon y Paul Eluard es la de haber preparado una etapa realista en la literatura, con la reivindicación de lo suprarreal….Proponiendo a la literatura los caminos de la imaginación y del sueño, los suprarrealistas la invitan verdaderamente si no al descubrimiento, a la re-creación de la realidad. Nada es más erróneo en la vieja estimativa literaria que el concepto de que el realismo importa la renuncia de la fantasía. Esa es, en todo caso, una idea basada exclusivamente en las experiencias y en las creaciones del sedicente realismo de la novela burguesa» (15). Para Mariátegui la función que debe cumplir la literatura es la de restablecer los derechos o los valores de la realidad. Este pensamiento está en consonancia con su interpretación de la realidad como producto, como el resultado de una determinada «producción de realidad«. Su insistencia en la necesidad de ir más allá de la realidad burguesa, en su transformación, en su desbordamiento, en su desvelamiento le lleva, en literatura, a ponerse del lado de obras y autores (Bernard Shaw, Pirandello) que, estando o no estando explícita o ideológicamente en el camino de la revolución, o bien ponen en evidencia en sus obras la reducción del término que tiene lugar en la literatura burguesa o bien rompen con ese «pacto de realidad» haciéndola saltar por el aire (el suprarrealismo), o, librándose » de la enfermiza herencia que alimenta sus raíces«, son capaces de ofrecer una nueva lectura de la realidad (Los Artamanov de Gorki, Manhattan Transfer de John Dos Passos). Desde esa concepción, tan concreta y tan abierta a distintos modos y surcos literarios, Mariátegui prefiere «el disparate» (Bergson) al cartón piedra del realismo decimonónico, el sueño ( Freud) a la rutina, el milagro (El difunto Matias Pascal) a la psicología de salón, la escritura automática (Breton) al sentimentalismo caritativo.
El pensamiento bienpensante actual ya de derechas ya se reclame de izquierdas, se espanta (con ese gesto paternalista de quién vive en una esfera superior ) ante los elogios que José Carlos Mariátegui dedicó a la novela El cemento de Fedor Gladkov que desde su suma ignorancia y desconocimiento identifican con el «realismo socialista» literario que después de importantes y muy singulares debates se convirtió en la doctrina literaria oficial en la URSS a partir del Congreso de la Unión de Escritores de 1932. Una novela, por cierto, que a pesar de la supuesta libertad y riqueza del mercado capitalista no se encuentra en ninguna librería española ni hay de ella edición disponible alguna. Una novela que ocupa uno de los primeros lugares en la lista de los libros más leídos «de oídas» (categoría en la que habría que encuadrar a la inmensa mayoría de las obras de ese «realismo socialista» tan denostado sin que nadie acabe de citar títulos concretos – salvo este, Asi se templo el acero de Korolenko y el semi- incómodo El Don apacible del que «ya se sabe» Sholojov sólo escribió la parte «mala» – y que permanecen anatemizadas y desconocidas en un extraño lazareto cultural, dado que no se han reeditado desde hace varios planes quincenales del capitalismo editorial.
No deja de ser curioso que Mariátegui inicie su comentario sobre El cemento defendiéndola de aquellos que, desde posiciones revolucionarias, la ven como «poco edificante» y «desalentadora», para añadir que «Las peripecias espirituales, los conflictos morales que la novela de Gladkov describe, no serían, según esta opinión, aptos para alimentar las ilusiones de las almas hesitantes y miríficas que sueñan con una revolución de Agua de rosas. Los residuos de una educación eclesiástica y familiar, basada en los beatísimos e inefables mitos del reino de los cielos y de la tierra prometida, se agitan mucho más de lo que estos camaradas pueden imaginarse, en la subconsciencia de su juicio» (16). Luego de advertir que la novela no es una obra de propaganda señala que se trata de una novela «realista» y que frente al falso realismo de la literatura burguesa y del folletín que pugnan «por mantener en la pequeña burguesía y en el proletariado la esperanza en una dicha final ganada en la resignación más bien que en la lucha» la novela de Gladkov, para Mariáteguí, es parte de una nueva literatura que está devolviendo al término realismo su verdadera dimensión estética. La fuerza que en ella aprecia – fuerza artística, estética, humana- proviene de su cumplido esfuerzo por crear una expresión del heroísmo revolucionario sin omitir ninguno de los aspectos desagradables – fracasos, desilusiones, desgarramientos, deslealtades- en medio de los cuales la acción heroica se construye. Lo que el nuevo realismo acepta como pacto es la honestidad narrativa: no hurtar la realidad no conveniente, no ocultar con idealismo el barro y la sangre con que se construye la narración – «La Revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del renacimiento»- y esa honestidad – «Todos los destinos, los más opuestos, los más íntimos, los más distintos, están justificados»-, es lo que Mariátegui llama su «verdad literaria», la fusión equilibrada entre «los elementos primarios del drama individual y la epopeya multitudinaria del bolchevismo».
Para tantos y tantos críticos que consciente o inconscientemente leen novelas desde el manual dominante, el famoso ensayo Aspectos de la novela de E. M. Foster donde la «complejidad» es el valor supremo y donde la única complejidad verosímil es la correspondiente a la de un pequeño burgués «sensible», las figuras de Glieb y Dacha, la pareja protagonista de Cemento responderán sin duda a esa inverosimilitud inevitable con que lo político «mancha» a toda literatura que toque y, por mucho que puedan leer en Mariátegui su rechazo hacia las novelas de tesis – «Esta eficaz y aguda receta no le sirve, sin embargo, a Bernard Shaw para ofrecernos en su drama una imagen cabal de Juana de Arco. En su drama, Shaw más que de explicaros a Juana, se preocupa, en verdad, de explicarnos su tesis relativista» (17)- verán en su lectura de la novela soviética sólo la obcecación estética de propagandista de la revolución. Es fácil «no leer» El cemento y es fácil «no leer» la crítica de Mariategui o leerla con el paternalismo de quien le perdona un pecado ideológico. Pero está ahí.
Más difícil es no leer Manhattan Transfer de Jonh Dos Pasoss (aunque ciertamente desde la postmodernidad «tener que leer algo»es una imposición dogmatizante y superada) y por esa razón cuesta aceptar que esta novela junto con El cemento son para Mariátegui las dos novelas, en tanto que rompen la máscara del realismo burgués y por tanto transforman la realidad, que conforman, juntas, un nuevo paradigma narrativo. La molestia proviene de ese paralelismo que el peruano encuentra y argumenta entre una y otra, lo que hace difícil bendecir la una y condenar la otra, aunque seguramente los que precisamente hablan siempre de que lo importante no es el qué sino el cómo acabarán por argumentar que la novela Dos Passos es más «artística» porque contempla un final pesimista mientras que la de Gladkov cojea y se despeña estéticamente por esa «aura roja» tan negativa de novela con héroe positivo. Mariátegui obviamente señala esa diferencia pero no juega con ella a la hora de establecer un juicio. El crítico literario que hay en Mariátegui , más allá de las diferencias lee que lo que ambas están proponiendo es la re-creación del realismo: «Manhatan Transfer es una nueva prueba de que el realismo no ha muerto sino en las rapsodias retardadas de los viejos realistas que nunca fueron realistas de veras. También, bajo este aspecto hace pensar en El cemento.» (18). Si en la novela soviética la trayectoria de la pareja protagonista está atravesada por el ritmo de la revolución en marcha, para Mariátegui la vida de Jimmy Herf y Ellen Thatcher va a estar marcada por el tran-tran acelerado de la expansión de New York, imagen de la sociedad capitalista (el mismo día que nace Ellen -subraya Mariátegui- se firma el proyecto de ensanche que hará de New York la segunda metrópoli del mundo). En ambas narraciones las vidas que se cuentan no son vidas aisladas con un destino propio ajeno al tiempo histórico que les sale al encuentro. Y si en la soviética la nueva realidad se asoma en la nueva semántica de la revolución: reconstrucción, planificación, requisa, nacionalización, en la norteamericana la opresión que la expansión económica origina también deja ver su rastro semántico: «La octava Avenida estaba llena de una niebla que se les agarraba a la garganta. Las luces brillaban mortecinas a través de ella, las caras se esfumaban, se perfilaban en siluetas y desaparecían como peces en un acuario turbio». La historia rompiendo vidas, parejas, lealtades. Rompiendo la historia.
Como crítico literario Mariátegui estima y valora la literatura que tiene capacidad – literaria- para narrar ese romperse de la historia y el papel, pasivo o activo, de hombres y mujeres dentro de esa ruptura. Mariátegui no toma por literatura revolucionaria la literatura de propaganda – sin que reniegue de la función de ésta – ni la que trufa historias populistas de pobres, obreros, discursos y manifestaciones sino la se construye con rigor e imaginación. No deja de señalar que la literatura revolucionaria no nacerá del mero intento de escribir «literatura revolucionaria», que el «arte revolucionario no precede a la revolución» y que difícilmente puede sospecharse como será el arte de una sociedad plenamente socialista.
En alguna otra ocasión he propuesto una clasificación en tres modalidades de los críticos literarios: impresionistas, literatos y tribunos. Los impresionistas que parecen juzgar las obras desde la mera escala de su gusto – me gusta, no me gusta – sin interrogarse sobre las raíces de su gusto; los literatos que construyen sus juicios a partir de la historia literaria y desde ese campo acotado enjuician obras y autores, y los tribunos que, entendiendo que la literatura es un discurso público con unas características singulares, evalúan las obras en razón a sus efectos sobre la «salud narrativa» de la comunidad donde se producen y consumen. A esta estirpe, hoy en vías de extinción, pertenece el crítico literario Mariátegui. Un crítico que no renuncia al gusto como criterio pero que trata de argumentarlo, que no desatiende la materialidad del «artefacto» literario aunque sabe que «el procedimiento corresponde a un estado de ánimo» (como Godard sabe que detrás de cada plano hay una elección moral), que nos muestra como la verosimilitud es una construcción ideológica, que nos enseña que el crítico revolucionario debe tener valor frente a las estéticas dominantes, que no hay que dejarse llevar por la trampa de los formalismos, » el equívoco y artificial dualismo de la esencia y de la forma» (19), que el arte revolucionario se significa por su carácter transformador y que, en definitiva, hay que leer lo que la obra literaria dice y, sobre todo, «lo que dice con lo que dice». Como también sabe, con Lenin, que el momento en que «se dice» forma parte de ese decir pues no sólo sirve tener razón sino tener razón en el momento oportuno. Que la brújula sólo sirve si se sabe a donde se quiere llegar.
Notas.
- Nestor Kohan. Marx en su (tercer) mundo. Hacia un socialismo no colonizado. Edit Biblos. Buenos Aires 2002.
- Eugenio Chang-Rodríguez. Poética e ideología en José Carlos Mariátegui.Ediciones Porrúa Turanzas, S.A. Madrid 1983.
- Fernanda Beigel. El itinerario y la brújula. El vanguardismo estético-político de J. C. Mariátegui. Edit Biblos. Buenos Aires 2003.
- Antonio Melis. Estética, crítica literaria y política cultural en la obra de José Carlos Mariátegui. Rev Textual. INC. Lima 1973.
- J, C, Mariátegui. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Biblioteca Amauta. Lima 1995.
- Raymond Williams. Marxismo y literatura. Edit Península . Barcelona 1983.
- J.C. M. Siete ensayos.. Ob cit
- J.C M. El balance del suprarrealismo. El artista y su época. E. Editorial Amauta. Lima 1970.
- J.C.M. Contribución a la crítica de Eguren. Rev Amauta nª21. Lima 1929
- J.C. M. Esquema de interpretación de Chaplin. Rev Variedades Lima 1928
- J.C.M. El caso Pirandello. Ensayos Literarios. Edit Arte y Cultura. La Habana 1980.
- J.C.M. Zola y las nuevas generaciones francesas.
- J.C.M .Los Artamanov. Signos y obras. Empresa editora Amauta. Lima 1985
- J.C.M El caso Raymond Radiguet. El artista y la época. E. E. Amauta. Lima 1970
- J.C.M Nadja de Breton. El artista y la época E. E Amauta. Lima 1970
- J.C.M, Elogio de El cemento y del realismo proletario. El Alma Matinal.E. E Amauta. Lima 1970.
- J.C.M . Bernard Shaw. El Alma Matinal. Biblioteca Amauta. Lima 1970
- J.C.M Manhattan Transfer. En sayos Literarios. Edit Arte y Cultura. La Habana 1980
- J.C.M .Siete ensayos. Ob cit.