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José K. Torturado, nunca se puede justificar la tortura

Fuentes: La isla inexistente

Llega a los escenarios José K. Torturado, el texto de Javier Ortiz para contarnos que la tortura no es nunca admisible. No hay casos excepcionales

Hace algún tiempo escuché a Sandra Toral hablar sobre unas conferencias organizadas por la Coordinadora para la Prevención de la Tortura a las que ella había asistido como oyente unos años atrás. Contaba que pensaba que todos los presentes en aquellas charlas estaban contra la tortura. Entonces, el periodista Javier Ortiz tomó la palabra para venir a plantear un caso hipotético y debatirlo. A la puerta de un colegio un individuo ha colocado una bomba que va a causar una gran masacre. La policía le detiene. «¿Qué hacemos con ese individuo?», preguntó el periodista. La gente se enfureció, grito que era una pregunta con trampa, algunos asumieron que era lícito usar la tortura por un bien mayor… Sin duda es una pregunta tensa. Pensó entonces Sandra que aquella hipótesis debería convertirse en una obra de teatro porque quien está contra la tortura lo está en todos los casos. Así que persiguió a Javier Ortiz para que la escribiera. Lo hizo, le dio profundidad a lo que solo era un ejemplo explicativo y así surgió el texto de José K. Torturado, del que se hizo una lectura dramatizada en 2005 y se terminó publicando en 2010 por la editorial Atrapasueños. Desde aquellas conferencias viene Sandra Toral peleando por llevarlo a los escenarios, algo que finalmente logró el pasado 7 de octubre de 2011 en Girona.

Javier Ortiz, el autor, fue un columnista ejemplar a quien leí a diario en su blog El dedo en la llaga hasta el mismo día de su muerte, que él personalmente se encargó de minimizar con un artículo lúcido, cargado de sueños sencillos y de vida. Un hombre reflexivo que siempre sabía encontrar el punto de vista que distorsionaba la foto, capaz de desmenuzar cualquier pensamiento e incluso darle la vuelta, desde el respeto y la inteligencia. Aquellas lecturas me sirvieron para fortalecer argumentos propios y para encontrar fisuras y grietas en ellos que debía reparar. Me obligaba cada día a apuntalar mis ideas, haciéndolas más fuertes, más completas, más razonadas. Han pasado casi tres años de su fallecimiento y aún echo de menos su mirada crítica que siempre iba un paso más allá.

No es extraño que estuviese deseando ver José K. Torturado sobre los escenarios. Hace tiempo que lo esperaba y la representación cumplió las expectativas.

Cuando se descubre el telón, aún a oscuras, flota en el aire una cierta tensión. Vemos una caja de metacrilato transparente, de pequeñas dimensiones. En su interior hay un hombre desnudo, sentado sobre un cilindro metálico. Lleva las manos esposadas a la espalda, cadenas en los pies. Se enciende un luz dentro de la caja que ilumina parcialmente al preso. El público se encuentra a su espalda y sin tiempo para procesar lo que va viendo escucha decir al reo: «Mi nombre es José. Mi apellido no importa. Me llaman José K. Soy José K. y he sido torturado». Su voz suena con un ligero eco que la amplifica, encerrada como está dentro de una caja.

Quien dice estas palabras no es un hombre bueno, es un terrorista experto, con treinta años de práctica, con muchos atentados sobre su espalda, con sangre en las manos. No es inocente, pero no por ello ha perdido su condición de ser humano. El dilema está planteado y servido; por un lado tenemos al terrorista que acaba de poner una bomba en la Gran Plaza y por otro las fuerzas de seguridad del Estado que tienen la «obligación» de extraerle la información para evitar la masacre. Y el factor del tiempo que se va haciendo más decisivo según va transcurriendo.

La obra no presenta el discurso del Estado, que viene siendo plano y nos lo sabemos todos: sólo se aplicará a terroristas, es una necesidad de estado que salva vidas, hay casos en los que el fin justifica los medios, no supone nunca torturar inocentes… Es necesario ver el otro lado, pero ¿cuándo antes se había dado voz en un escenario a un terrorista?, ¿quién se había atrevido a presentar a alguien que siembra el terror y dejarle hablar? Javier Ortiz, en José K. Torturado, lo hace y consciente de la dificultad trabaja con mayor profundidad para lograr la intensa construcción del terrorista como personaje. Es inteligente la forma de elaborar el discurso, resultando siempre realista para obligarnos a ver las contradicciones de nuestra sociedad sobre la tortura. Sorprende la crudeza con la que se nos cuenta, sin buscar remansos de tranquilidad. Es un puñetazo tras otro.

Estamos frente a lo peor de la sociedad, enfrentados a un monólogo donde el terrorista va esgrimiendo sus argumentos, donde va hablando de los errores del Estado, de la necesidad de combatirlo, de su elección de la vía violenta, del esfuerzo que eso supone, de la conciencia, de sus comparaciones… Es un hombre equivocado, repulsivo incluso, pero no deja de ser humano, con sus derechos intactos. El mal que hace no justifica que se le aplique la menor de las torturas.

Según avanza la obra, se hace más directa. Su monólogo busca de oídos que lo escuchen, su cara aparece en la pantalla para que veamos en primer plano cada una de sus expresiones. La caja se va empañando con el sudor del reo, con el vapor de quien está encerrado que se va concentrando en las paredes y haciéndolas cada vez más opacas. Esa caja nos oprime a todos, nos enfrenta en soledad con lo que no queremos ver y nos hace preguntarnos si todo vale, si hay excepciones.

La historia, como la escenografía, resultan impactantes. José K. Torturado estremece y sobrecoge. Es una sacudida a la conciencia para saber que es lo correcto. Y en esa conmoción mucho tiene que que ver el actor Pedro Casablanc que se luce, pues su trabajo es generoso y potente para sostener a un ser repulsivo que mata y que defiende su postura asesina, algo que resulta espeluznante. Su excelente interpretación resulta esencial para sostener la fuerza del texto y sus intenciones. El desgaste y el sufrimiento se hacen tangibles a través del actor e inundan al espectador.

Independientemente del debate sobre si la tortura es eficaz o no, que la obra bordea, nos lanza preguntas directas: ¿Qué hacemos, justificamos el uso de la tortura? ¿Es lícito aplicarla para evitar un mal mayor? Si respondemos que sí es que creemos en la tortura y estaremos justificando una pequeña grieta que la ampare. Cierto que es duro, pero lo correcto es pedir que a José K. no se le torture. Ni a él ni a nadie. No podemos ser tan despiadados.

A modo de pequeño anecdotario: El texto de Javier Ortiz tuvo una lectura dramatizada el 11 de abril de 2005. Fue su verdadera puesta de largo como autor teatral. Entonces, aquella lectura la dirigió Sandra Toral, que también produce la representación actual, y la dramatizó con su voz Ramón Langa, al que acompañaron Paco Merino, Andoni Ferreño y Juan Jesús Valverde. El lugar, Madrid, en la Sociedad General de Autores.

Fuente: http://islainexistente.javialvarez.es/2012/01/jose-k-torturado-nuca-se-puede.html