Durante un tiempo las calles de Barcelona se han llenado con las imágenes de nuestro Kubrick y de escenas de sus películas. El motivo proviene de las exposiciones escenificadas en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Se ofrece una muestra que comprende un recorrido cronológico por la obra de uno de los cineastas […]
Durante un tiempo las calles de Barcelona se han llenado con las imágenes de nuestro Kubrick y de escenas de sus películas. El motivo proviene de las exposiciones escenificadas en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Se ofrece una muestra que comprende un recorrido cronológico por la obra de uno de los cineastas más identificados con la «generación del 68» cuyo nacimiento en este ámbito -tan bien resumido por Luis Eduardo Aute en la canción «Cine, cine, cine…»- podía ubicarse sin exagerar en el estreno de «Spartacus» (1960), la primera superproducción de Hollywood en la que se glorificaba la revolución y a un personaje que había exaltado la imaginación de Lessing, Marx o Rosa Luxemburg. Un nombre que nos retrotrae a discusiones y controversias interminables en las que se podía hablar nada menos que del sentido de la vida.
El montaje presenta una cuidada selección de más de seiscientos ítems entre imágenes en movimiento (unos cuarenta audiovisuales); objetos y material procedentes de los archivos personales del director (documentos de investigación y producción, guiones, fotos fijas, utillaje, vestuario, maquetas, cámaras y objetivos…), y la correspondencia con el talento que lo rodeó. Toda la carrera del director está documentada y representada, desde sus inicios con los cortos y documentales hasta su última película, Eyes Wide Shut (1999) u obras maestras como 2001:Una odisea del espacio (1968), La naranja mecánica (1971), Barry Lyndon (1975) y El resplandor (1980-1999), obras que permanecen en nuestra memorias, entre los visitantes de todas la edades aunque uno no puede pensar cuánta razón tenía Woody Allen cuando declaró que sentía lástima por los niños que descubrían 2001 desde las pantallas de la televisión
Nacido en Nueva York, en sus comienzos, Kubrick se perfiló como heredero directo de aquel «cine negro,» que tanto odiaba Joe McCarthy. Su estilo conciso, la luz casi expresionista de sus primeros largometrajes, e incluso la singularidad de ese almacén de maniquíes donde se enfrentan Jamie Smith y Frank Silvera en Killer’s Kiss, justifican perfectamente esta opinión inicial sobre alguien que desde «Spartacus» se permitió el lujo de producir sus proyectos, algunos de los cuales que quedaron en el huevo como una adaptación del «Homenaje a Catalunya» de Orwell. Tampoco en sus siguientes obras faltarán las huellas inconfundibles de esa violencia entre expresionista y barroca, de esa tendencia a revestir la muerte de teatralidad -baste con recordar el asesinato de Quilty (Peter Sellers) en Lolita, y los crímenes de La naranja mecánica– heredada tal vez de una ascendencia judía de la Europa central, que enriqueció Hollywood desde que la mayoría tuvo que coger las maletas huyendo del nazismo. Pero Kubrick se zafó rápidamente del encasillamiento en un determinado género. Además, al abordar cualquier tipo de género –thriller, comedia de costumbres, péplum, ciencia (o política) ficción- su creatividad rompe moldes y trastoca esquemas, sometiéndolos a las exigencias de su propia imaginación.
Una vez superada la etapa de aprendizaje, Stanley entabló una partida, difícil pero sin concesiones, con las grandes compañías. Fue uno de los primeros cineastas estadounidenses de los años cincuenta, que trabajó al margen de ellas y, también, uno de los primeros en poder ir aumentando sus exigencias, a medida que crecía la envergadura de sus proyectos. Kubrick ha conseguido, gracias a su obstinación y a un sentido innato de la producción (tanto en los detalles como en los aspectos más amplios), lo que no consiguieron un Fleischer, ni un Coppola, que ha visto su independencia (si no su continuidad) seriamente comprometida. Lucas ha aprendido la lección, pero lo que no puede aprenderse son la fuerza y la originalidad, la noción de autor, e incluso la unidad y autenticidad de una obra a la que acompaña la admiración pero también la controversia.
Entre otras cosas se le reprocha lo que jamás se reprochó a otros: el recurrir a la literatura para crear sus obras (Lolita, de Vladimir Nabokov; 2001: odisea del espacio, de Arthur C. Clark; La naranja mecánica, de Anthony Burgess; Barry Lyndon, de William Thackeray…) pero sobre todo, Kubrick desconcierta, y no suele dar explicaciones. A pesar de todo ello, parece razonable preferir la riqueza de sus obras al análisis de intenciones: doce películas le han bastado para ser considerado, hoy en día, como uno de los más importantes cineastas de la segunda mitad del siglo, incluso si no volviera jamás a rodar. Consumado jugador de ajedrez (como Nabokov), durante cuatro años trabajó como fotógrafo para Look. Debutó en el cine con un corto, que reflejaba un día en la vida de un boxeador (Walter Cartier), y que vendió a la RKO. Más tarde, rodó un reportaje dedicado a un sacerdote de Nuevo México, que volaba de parroquia en parroquia en una avioneta Piper Club (Fliying Padre). Un préstamo de 10.000 dólares, le permitió dirigir lo que apenas podría llamarse un largometraje, Fear and Desire (1953), episodio sangriento y lúdico de una imaginaria guerra. Killer’s Kiss, pudo rodarse gracias al mismo sistema de financiación que la anterior. Fue entonces cuando Kubrick conoció a James B. Harris (productor y cineasta a redescubrir), joven y rico, que le propuso asociarse a la producción de esa joya hustoniana (semblanza subrayada por la presencia común de Sterling Hayden) titulada Atraco perfecto.
Kubrick tenía solamente veinticinco años, y no era ya un desconocido. Había dado incluso prueba de una profesionalidad que no pasaba por alto ningún aspecto de la creación cinematográfica, empezando por su punto clave: la producción. Trabajaba sobre guiones elaborados con gran minuciosidad, y en los que colaboraba: Atraco perfecto, Killer’s Kiss, Senderos de gloría y todos los títulos que siguieron a Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú? En sus películas, la música fue paulatinamente abandonando su habitual función redundante (con la única excepción de la del entierro del pequeño Bryan Lyndon), en provecho de un asincronismo de índole afectiva o mental; la utilización (desechando la creación del maestro Alex North que había compuesto «Spartacus») del Danubio azul en 2001: odisea del espacio, o de la Novena Sinfonía en La naranja mecánica, son ejemplos representativos.
Es importante observar también la importancia que Kubrick concede al vestuario y decorados de sus obras, así como la iluminación; se podría afirmar que no existe, en ninguna de sus películas, una sola luz que no haya sido previamente estudiada. Su marcada preferencia por la cámara móvil, que él mismo maneja, no excluye los amplios movimientos de la grúa, ni del travelling, que representa una recurrente figura estilística cuyos recursos nunca se han apartado, ni desvinculado de un marco soberanamente controlado. Tampoco es frecuente que un cineasta goce de un poder de supervisión concediéndole el derecho, tras las primeras proyecciones, de retirar las copias (todavía escasas), para ajustar el montaje de la película.
El control que tenía Stanley sobre sus obras (incluidos los carteles y la elección de las salas donde van a proyectarse), es sin duda un caso único en el cine contemporáneo. Este poder, arrancado a fuerza de voluntad o – ¿quién sabe?- heredado de su ciencia de jugador de ajedrez, ha permitido a Kubrick, ser en gran medida el «único» artífice de sus películas. Y lo que es evidente cuando se contempla el conjunto de su obra, es que ésta, no sólo no aparece nunca como ilustración de una tesis, sino, muy al contrario por su diversidad y complejidad, como una creación visionaria y pesimista, de rara intensidad poética. Nada de lo que hay de inquietante en la naturaleza humana le es ajeno. El orden y la tecnología, el Estado y la ambición, la intuición (El resplandor) y el amor (Lolita), son destructivos.
Entre los proyectos que Kubrick hubiera querido llevar a cabo, y que diferentes obstáculos le impidieron realizar, citaremos El rostro impenetrable, que recuperaría Marlon Brando, y una «biografía» de Napoleón que se planteaba como una respuesta a la de célebre de Abel Gance redescubierta en los ochenta. El sentimiento que el cineasta guarda con respecto al género humano, merece ser recordado por lo que tiene de lúcido, en una época en que la demagogia falsamente humanista siembra la confusión, y porque corrobora fielmente el análisis crítico de la obra: «A pesar del mayor o menor grado de hipocresía que existe con respecto a este tema, todos nos sentimos fascinados por la violencia. A su parecer, el hombre es el asesino con menos remordimientos de la Tierra. El atractivo que dicha violencia ejerce sobre nosotros revela en parte que, en nuestro subconsciente, no somos tan distintos de nuestros primitivos antepasados.»(Newsweek, 1972).
De la sangrienta escapada de los soldados en Fear and Desire a la locura, igualmente sangrienta, de Jack Nicholson en El resplandor, el individuo lleva la cruz de sus atavismos, o (¿y acaso no es la misma?) la que las sucesivas civilizaciones le han ido construyendo, y en la que llega incluso a morir dos veces, Por el orden y por el ejemplo tropezamos con Espartaco, en realidad obra de la productora de Kirk Douglas que «reveló» a Kubrick en Senderos de gloria, un alegato sin equivalente, a excepción de la implacable Hombres contra la guerra de la subvalorada Francesco Rosi. La mitología heroica se desmitifica con la misma sarcástica serenidad (Barry Lyndon) que la noción, difusa y ambivalente, de progreso (2001: odisea del espacio). Kubrick no prescinde ni de la ironía en esa ópera-espacial en la que precisamente la música borra la ilusión de una nueva «Belle époque», ni del recurso a lo burlesco, retornando incluso al slapstick, como en el caso de las tartas de crema en la «guerra fría» de su película Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú?
En su filmografía, la unicidad y la transparencia son sólo una apariencia: Barry, al igual que Humbert Humbert, o que el capitán Dax, encuentran detrás de cada representación (del éxito social, la pasión o el deber), la casi ineludible trampa de su antítesis. Hay en todas sus historias fracasos espectaculares o amargos: el de Sterling Hayden contemplando, anonadado, como la maleta conteniendo el dinero de su atraco cae al suelo y los dólares vuelan por el viento provocado por las hélices del avión, en la escena final de Atraco perfecto; o el prolongado y humillante calvario de Humbert (James Masón); la vuelta de Alex a la casilla de salida en La naranja mecánica, su rebelión va desde la cima del asesinato y la terapia de vanguardia, al hoyo del lamentable abismo habitual, en el que podrá saciar nuevamente su instinto de violencia; y por último, el fracaso de Jack, asesino petrificado cuya novela no ha sido escrita (El resplandor).
¿Quién puede olvidar el final abierto de 2001: odisea del espacio? Un «cierre» que dio pie a muchas especulaciones. Esta espléndida película nos presenta el crimen más sorprendente y futurista de la historia del cine los grandes logros del cine mundo (Aelita, Metrtópolis) . En ella, vemos a la inteligencia creadora condenada a destruir su propia creación, el superordenador convertido en asesino. La desviación no es más que un reflejo del atavismo humano: ¿cómo paliar, en lo absoluto, la relación edípica que existe entre la creación y su creador? La percepción nunca teorizante de Kubrick, en sus más barrocos aspectos, como la suntuosa destrucción de los valores del siglo XVIII a medida que Ryan O’Neal se encamina al fracaso, a la caída, volviendo a su agujero natal irlandés, sin poder valerse por sí mismo, lisiado, en el primitivo estado de los Barry, ¿no es acaso la visión demoníaca de un mundo considerado como un infierno a veces burlón, y a veces siniestro?
La sorprendente unidad de la obra de Kubrick, que enriquecen las correspondencias o las similitudes estilísticas entre sus películas, extraordinario código de representación en los signos, encuadres, o en la iluminación, con una continua búsqueda de nuevas metamorfosis persigue, y siempre en diferentes campos, al hombre egoísta y arrogante, imaginativo y cobarde, inmutable, tan encarnizado destructor como infatigable constructor. El final, «inexplicable», de la aventura espacial, puede quizá significar la regeneración de Bowman (Keir Dullea), bajo la especie del feto nacido del Padre muerto -más allá del infinito… Ese mismo significado podemos encontrarlo también en la liberación del hijo de Espartaco, al que Laughton convierte en ciudadano romano… o en la regeneración del joven Malcolm MacDowell y la complicada conclusión de La naranja mecánica. Cada uno podrá, sin embargo, interpretar todo esto a su modo. En cualquier caso, Kubrick, inventor de formas, ingeniero de imágenes, coreógrafo del espacio y de nuestros terrores desenterrados y desnudos, ha conseguido que muchos niños de entonces hayan llegado a crear que la historia del cine empieza con Kubrick, aunque en realidad era más bien lo contrario: lo que hacía era culminar una historia que volvía a empezar con una nueva generación en la cual sigue siendo el más conocido aunque posiblemente no sea el mejor.
Ciertamente, vale la pena darse un buen «volteo» visual y mental por la programación del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona que estos días ilumina la Barcelona más inquieta y cinéfila.
Pepe Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento sur.
Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article14483