1. Es en la postguerra cuando se afirma la intuición de Pollock -elaborada en la época weimariana- de que el mercado capitalista no puede ser considerado de manera simplista y retórica como libertad (incluso anarquía) de circulación y realización del valor de las mercancías sino al contrario y fundamentalmente como unidad de mando a nivel […]
1. Es en la postguerra cuando se afirma la intuición de Pollock -elaborada en la época weimariana- de que el mercado capitalista no puede ser considerado de manera simplista y retórica como libertad (incluso anarquía) de circulación y realización del valor de las mercancías sino al contrario y fundamentalmente como unidad de mando a nivel social, como «planificación». Este concepto socialista, aborrecido por el pensamiento económico capitalista, regresaba gloriosamente a las categorías de la ciencia económica. El concepto de «capital social» (es decir, de un capital unificado en su extensión social, dentro y sobre el mercado, entendido como dispositivo de garantía del funcionamiento del propio mercado), en definitiva como seña de una dirección efectiva capitalista de la sociedad, está cada vez más ampliamente desarrollado.
Particularmente importante desde este punto de vista es el debate desarrollado en la izquierda comunista occidental, referido a la Unión Soviética. La disidencia obrerista en el trotskismo elabora en los años 40 el concepto de «capitalismo de estado» para definir al régimen soviético, asumiendo el Termidor de la Revolución Rusa no como pasaje contingente en la transición al comunismo sino como función específica y progresiva de la propia reorganización del capitalismo maduro. En el debate italiano de los años 50, ante la modernización capitalista en el periodo de la reconstrucción, el concepto de «capital social» es elaborado en particular por Raniero Panzieri -traductor italiano del segundo volumen de El Capital de Marx y fundador de los Quaderni Rossi. Basándose en el análisis de los procesos de circulación del capital, Panzieri desarrolla el concepto de «capital social», desmitificando las concepciones del «libre-mercado» y recuperando, además de la citada disidencia trotskista, elementos del pensamiento liberal europeo -que, con Keynes, había hecho del capital social y de la planificación monetaria el centro de la programación democrática del desarrollo fordista. Pero es sobre todo la Escuela de Frankfurt (siguiendo a Pollock) quien asume el concepto de desarrollo capitalista como totalidad y progresivamente elabora la teoría de la «subsunción de la sociedad en el capital» -ya sea desde un punto de vista estructural (toda la sociedad comprendida en el dominio capitalista), o desde el punto de vista espacial (desde el imperialismo al sistema-mundo), o (con más fina intuición) como proceso continuo de traducción recíproca de las tecnologías y de las transformaciones antropológicas. Es sobre este complejo terreno, ante esta ontología social y dinámica que se ha propuesto la temática de la emancipación y las prácticas consecuentes.
Por el contrario, y fuera de aquella fuerte metodología materialista, en el marxismo occidental entre ambas guerras e inmediatamente después, y en los epígonos de Frankfurt el espacio de la emancipación se construye principalmente reducido a un horizonte moral (ético) y el de la liberación se define como utópico, imponiéndose una perspectiva idealista. Las consecuencias de la teoría del «capital-social» son asumidas en una dialéctica que no revive la experiencia de la explotación. Mientras el capital parece constituir lo inhumano y el Aufklaerung se ha traducido en su opuesto, dentro de esta empobrecida lectura nace una tradición que considera la emancipación o la liberación como un «afuera». Estamos en el reino de la metafísica, donde el comunismo se presenta como producto de un pensamiento que de manera absoluta realiza lo universal o como reflejo inactivo de un ser sustraído a la historia. Badiou y Agamben han retomado actualmente esas viejas frustraciones, sustrayendo así el deseo a la vida, sin darse cuenta que aquellas ilusiones llevan las luchas por la emancipación a la impotencia y a la derrota, a un destino de obediencia y de dolor.
Retomamos aquí, en cambio, el pensamiento de los operaistas. En Marx, el concepto de capital se da siempre, contra toda posición idealista que consolide unitariamente la figura, como «relación social». El capital, el capitalismo, las dimensiones del mando social, etc… no pueden darse como totalidad acabada: la subsunción capitalista de lo social es la subsunción de una contradicción, de una relación antagonista que permanece. Pero hay más: toda epistemología del desarrollo capitalista no puede sino darse a partir de una posición antagonista dentro del propio desarrollo. El análisis es siempre «dentro» y para estar dentro será «contra». Y si el mando social implica siempre un otro sobre el que ejercerse, esta relación es «intransitiva», rehúye toda solución de la dialéctica, toda superación del movimiento antagonista, imponiendo un movimiento de resistencia no sólo ético sino epistémico. Apuntamos aquí algunas consecuencias sobre las que volveremos más adelante. La primera es -a nivel «macro»- aquella que nos permite interpretar el desarrollo (y las crisis) del capitalismo como un proceso antagonista cuya dinámica está marcada por continuas, aunque distintas, intensidades conflictuales. Siempre hay quien gana y quien pierde, dentro de este proceso abierto e indefinido. La segunda consecuencia, a nivel «micro», es la continua modificación de la composición social de los sujetos, tanto desde el punto de vista técnico como político -la distinta densidad de la relación capitalista empuja las contradicciones hacia figuras cada vez más singularizadas e irreductibles. La tercera consecuencia consiste en que, a partir de la relación entre la intensidad y la densidad propias del antagonismo, surgen nuevas cualidades de los sujetos que participan en el desarrollo. Cuando, como ocurre en la sociedad postfordista, la relación social que constituye el capital, abarca toda la sociedad y determina la productividad, cuando la productividad deviene cognitiva, inmaterial, afectiva, cooperativa, etc… , en definitiva «producción de subjetividad», entonces el cambio deviene ontológico y asistimos a una profundización del antagonismo que inviste a los sujetos -en particular las figuras del trabajo vivo que son cada vez más capaces de apropiarse partes de capital-fijo y desarrollar autónomamente, de forma cooperativa, eficacia productiva.
2. Antes de avanzar la discusión, permítasenos insistir aquí en la importancia del pensamiento foucaultiano para hacer proceder en este sentido la investigación. Ello ha sido fundamental tanto para redefinir el desarrollo capitalista como desarrollo de una relación «intransitiva» entre biopoderes y resistencias subjetivas, como para introducir el análisis de las transformaciones antropológicas que se siguen de esta intransitividad de la relación. La resistencia (replegándose sobre sí misma, produciendo subjetividades autónomas) se configura cada vez más como producción de singularidad y las instancias ontológicas de singularización, que Deleuze había claramente definido, encuentran concreción en la teoría foucaultiana del «dispositivo». El dispositivo es la tensión productiva que está impresa en el sujeto, es la tendencia al desarrollo de la producción de subjetividad dentro de procesos cooperativos y a su metamorfosis colectiva. El dispositivo foucaultiano es un conatus maquínico y una cupiditas productiva que impulsan la autonomía de los sujetos en la resistencia al capital -dentro y contra, por tanto, la relación capitalista. Cuando se habla del marxismo de Foucault se habla de esta máquina de inmanencia que reencuentra, ya no en las estructuras industriales de la lucha de clases sino en la consistencia social del dominio capitalista, la potencia de la resistencia, de la ruptura, de la alternativa. Es un nuevo mundo que deviene real, donde al biopoder se le opone la creatividad biopolitica.
3. Tengamos ahora presentes las conclusiones extraídas en el punto 1 y profundicemos finalmente en el tema «límites del capitalismo».
En el tercer volumen de El Capital, Marx afirma que el propio capital es el límite del capitalismo. Llega a esta afirmación a partir de la demostración de la caída tendencial de la tasa de ganancia en el desarrollo de la composición orgánica del capital. Si la valorización capitalista (y por tanto los beneficios) viene dada por el empleo de «trabajo vivo» (y por la explotación/extorsión de su creatividad), cuanto más se extiende la mecanización del trabajo (y por tanto la valorización se desplaza y se sitúa sobre los elementos constantes del capital), tanto menos se incrementará el valor del capital porque el empleo (la explotación) de la fuerza de trabajo disminuirá.
En el siglo XIX y a principios del XX esta ley a menudo se ha interpretado como catastrófica para el desarrollo capitalista. Sin embargo, no ha funcionado en estos términos: el límite no se ha demostrado en relación y a medida de la ampliación de la acumulación tecnológica del sistema capitalista y la transformación de las subjetividades puestas a trabajar más bien ha aumentado que restringido el campo de la acumulación, de la explotación y del mando. Esto no significa que el límite haya desaparecido -permanece y los capitalistas siempre sienten dramáticamente su inminencia- pero este límite se ha desplazado y relocalizado ante las nuevas subjetivaciones producidas. De ello se desprende que, como habíamos ya recordado repensando la contribución de la escuela de Frankfurt, el carácter antagonista del desarrollo capitalista no puede ser reconocido ni revelado sobre el terreno objetivo: sólo puede ser interpretado cuando se observa esas nuevas subjetividades que ha producido el desarrollo -o, si se quiere, la materialidad de las nuevas figuras antropológicas, singulares y subjetivamente relevantes- en definitiva, las transformaciones antropológicas introducidas por el propio desarrollo capitalista, las mutaciones de la fuerza de trabajo, y la nueva dialéctica entre fuerza de trabajo inmaterial y reapropiación de capital-fijo.
Quiere decirse con esto que si la catástrofe capitalista ligada a la caída de la tasa de ganancia no se ha producido, no se debe al poder capitalista para evitarla mediante sucesivas oleadas de innovación tecnológica, de expansión territorial y de adecuación y transformación de los instrumentos de mando (la relevancia del mando financiero respecto a las políticas industriales es el ejemplo más reciente). La catástrofe más bien se ha reconfigurado y reenviado a través de la transferencia de la capacidad de producir y de acumular de los patronos a los trabajadores; de la potencia del capital-constante a la difusión de los procesos de reapropiación proletaria de capital-fijo. El límite del capitalismo se revela aquí por la extensión de su dominio, por el hecho de haber subsumido el planeta, pero de este modo, en el curso de este proceso, por haberse visto obligado a ceder a los productores cada vez más singularizados, cada vez más fuertes en su cooperación autónoma, la capacidad de existir y de producir fuera de la obsesión homologante del comando (capitalista) y de construir, caóticamente de manera alternativa, su independencia ontológica.
4. ¿Por qué resurge hoy el problema del «límite del capitalismo»? Parece a primera vista que el problema se limitase simplemente al terreno político, es decir, que surja de la crisis de la relación entre desarrollo capitalista y democracia, esto es de la crisis del Estado democrático, del Estado de derecho, representativo y parlamentario. ¿Verdaderamente son incompatibles capitalismo y democracia entendidos desde el punto de vista constitucional? Lo son y no lo son: lo que es cierto es que, en las actuales condiciones, el capital no es compatible con una democracia igualitaria y progresiva. Probablemente hay que leer la crisis de la socialdemocracia en este terreno.
Estas consideraciones son todavía insuficientes para definir las dificultades que se presentan actualmente en la relación capitalismo-democracia. No cabe duda que la democracia constitucional tiene dificultades cuando se confronta con las instancias de igualdad que surgen de un mundo productivo cada vez más cooperativo, y que el orden económico de la propiedad privada está igualmente en dificultades cuando se confronta a aquellas instancias del «común» que se rebelan cada vez más en la actual condición productiva. Se trata de una fuerza de trabajo cognitiva que no se consume en el uso y que se implementa en la cooperación, que no se utiliza sino en su composición cooperativa y dinámica, en su «excedencia» -por tanto- frente a toda medida y autónoma de todo comando extrínseco. Este es el carácter «común» de la fuerza productiva actual -lingüística, afectiva, cognitiva, inmaterial y cooperativa. El orden económico del individualismo posesivo y de la propiedad privada ya no tiene ninguna consistencia ontológica. En este punto, el constitucionalismo moderno y el mundo de la vida chocan de manera irreductible. Por tanto concluimos que esta relación está en crisis, al menos por dos razones, que van más allá de la crisis del Estado de derecho: la primera es que el dinero ha superado el trabajo; la segunda es que la técnica ha superado la vida.
5. Al término de nuestra intervención veremos como estas dos contradicciones encuentran su causa en la tendencial ruptura de la propia relación del capital: el uno del poder, de la moneda, del capital, se ha dividido en dos y no se puede recomponer. Pero antes de considerar este elemento de fondo, abramos la discusión acerca de la problemática hasta aquí aproximada.
Que el dinero ha superado el trabajo está claro cuando se analiza la estructura del capital financiero que ha introducido claves de control de la fuerza de trabajo que, además de extenderse socialmente, sitúan la relación del capital fuera de toda medida material. El beneficio se separa de manera abismal del trabajo, la ley del valor-trabajo se disuelve por completo. La globalización interviene sobre esta tendencia, distendiéndola en el espacio mundial y haciéndola aún más incontrolable.
La posesión del dinero -la convención financiera- se establece como norma reguladora de las actividades sociales y productivas y, por tanto, como acceso a una «realidad propietaria» cuya eficacia ya sólo se basa sobre la función monetaria más arbitraria. La propiedad deviene papel, monetaria o accionarial, móvil y/o inmobiliaria, tiene naturaleza convencional y jurídica. André Orléan y Christian Marazzi -dos autores que considero fundamentales en la presente coyuntura- han insistido oportunamente sobre esta transformación. Se trata de considerar la convención financiera como un comando independiente de toda determinación ontológica: esta convención fija y consolida un «signo propietario» (en los términos de la «propiedad privada») rigiendo también cuando se presenta como «excedencia» no simplemente respecto a las viejas y estáticas determinaciones del valor-trabajo sino también referida a aquella «anticipación» y a aquel «incremento» continuos que le son propios al ejercer la captación financiera del valor socialmente producido al operar a nivel global. Está claro que, en esta nueva configuración de la regla propietaria, permanece la base material de la ley del valor. Y sin embargo no se trata -al leer la ley del valor- de trabajo individual que deviene abstracto, sino de trabajo inmediatamente social, común, como tal directamente explotado por el capital. La regla financiera puede darse de manera hegemónica porque en el nuevo modo de producción el común emerge como potencia eminente, como sustancia de las relaciones de producción, invadiendo cada vez más el espacio social como norma de valorización. El capital financiero persigue esta extensión del común, pretende traducirlo directamente en beneficio, apremia la renta mobiliaria e inmobiliaria anticipándola como renta financiera. Bien dice otro economista, Harribey, discutiendo con Orléan que si el valor ya no se presenta aquí en términos sustanciales, no se muestra sino como una simple fantasmagoría contable; más bien es el signo de un común productivo, mistificado pero efectivo, que se desarrolla cada vez más intensa y extensamente. Por tanto el dinero ha superado el trabajo y ahora lo ve como una meta lejana que no es necesario conseguir -en la ilusión que esta abstracción pueda durar, que la corrupción de los valores y la especulación monetaria siempre pueda avanzar.
Y en segundo lugar, la técnica ha superado la vida. Cuando se dice esto se insiste en dos elementos: el primero se refiere a la disolución de la homogeneidad funcional que la actividad industrial determinaba entre desarrollo tecnológico y desarrollo de la fuerza de trabajo. Por el contrario, hoy, dentro de las estructuras productivas (ya no sólo industriales) la subjetivización de la fuerza de trabajo se da de manera cada vez menos resoluble en el comando productivo. En efecto no se asiste ya simplemente al robo del plustrabajo por parte del capital-constante, se asiste paralelamente a la apropiación de capital-fijo por parte de la fuerza de trabajo. El comando tecnológico ya no consigue mantener firme la relación con la autónoma socialización cooperativa del trabajo. Estamos aquí frente a una primera paradoja referida a la producción consistente en que el capitalismo financiero representa la forma más abstracta y distanciada de comando en el mismo momento en que concretamente inviste la vida en su conjunto. La «reificación» de la vida y la «alienación» de los sujetos son producidos por un mando productivo que deviene -en el nuevo modo de producción, organizado por el capital financiero- totalmente trascendente, sobre una fuerza de trabajo cognitiva -que, sin embargo, se revela autónomamente productiva cuando es obligada a producir plusvalor, precisamente por ser cognitiva, inmaterial, creativa, no inmediatamente consumible.
La paradoja se presenta completa cuando se considera que, basándose la producción esencialmente en la «cooperación social» (ya sea informática, en la atención, en los servicios, etc… ), la valorización del capital ya no entra en conflicto simplemente con la masificación del «capital variable» sino con la resistencia y la autonomía de una multitud que se ha reapropiado de una «parte» del capital fijo (presentándose por tanto, si se quiere, como «sujeto maquínico») y de una continua «relativa» capacidad para organizar las redes de cooperación social.
Esta paradoja y esta contradicción contraponen de manera violentísima al «capital constante» (en su forma financiera) y al «capital variable» (en la forma híbrida que asume habiendo incorporado «capital fijo») -y, por tanto, implementa tendencialmente la verticalización del mando y la ruptura de las estructuras representativas del Estado de derecho.
Una segunda contradicción la verificamos cuando advertimos que, a causa de estos procesos de apropiación de partes de capital-fijo por parte de los trabajadores, por un lado el comando capitalista se extiende y explota la vida de los trabajadores, la sociedad en su plena extensión -y por tanto se define como «biocapital»-, y por otro encuentra dificultades cada vez más insuperables al enfrentarse con los «cuerpos de los trabajadores».
Aquí, el conflicto, la contradicción, el antagonismo se establece cuando el capital (en la fase postindustrial, en la época en que deviene hegemónico el capital cognitivo) debe poner directamente a producir los cuerpos humanos convirtiéndolos en máquinas singulares, no ya simplemente subsumiéndolos como mercancía de trabajo. Así (en los nuevos procesos de producción) los cuerpos se especializan cada vez con más eficacia y conquistan autonomía de modo que, a través de la resistencia y las luchas de la fuerza de trabajo maquínica, se desarrolla cada vez más expresamente la demanda de una «producción del hombre por el hombre», esto es por la máquina vivente «humana».
De hecho, en el momento en que el trabajador se reapropia de una parte del «capital fijo» y se presenta, de manera variable, a menudo caótica, como actor cooperante en los procesos de valorización, como «sujeto precario» pero «autónomo» de la valorización del capital, se da una completa inversión en la relación trabajo-capital: el trabajador ya no es sólo el instrumento que el capital usa para conquistar la naturaleza -dicho banalmente, producir mercancías-, sino que el trabajador, habiendo incorporado el instrumento, habiéndose metamorfoseado desde el punto de vista antropológico, reconquista «valor de uso», actúa maquínicamente, en una alteridad y autonomía del capital, que buscan ser completas. Entre esta tendencia objetiva y los dispositivos prácticos de constitución de este trabajador maquínico, se sitúa la «lucha de clases» que hoy podemos denominar «biopolítica».
6. Estas paradojas siguen sin resolverse en la acción del capital. En consecuencia, cuanto más fuerte es la resistencia, más duro es el intento de restauración del poder por parte del Estado. Toda resistencia es condenada como ejercicio ilegal de contrapoder, toda manifestación de rebeldía se define como devastación y saqueo. Ulterior paradoja -esta vez pura mistificación- al ejercitar el máximo de violencia, el capital y el Estado tienen la necesidad de mostrarse como figura inevitable y neutra: el máximo de la violencia se ejercita por instrumentos y/o por órganos «técnicos». «No hay alternativa», proclamaba Thatcher. Aquí, en nombre de este mando inevitable (racional en la lógica capitalista), la tecnología supera la vida de forma extrema, no por ello menos típicas y generalizables. Es característico el caso del «estado nuclear»: en este modelo la tecnología se sitúa como garantía forzosa de la soberanía, como chantaje permanente de los poderes públicos contra cualquier fuerza o movimiento (sobre todo en la política interna) que quiera o pueda imponerse al «legítimo soberano». Estos son, probablemente, los fenómenos que extreman la relación de capital y determinan la crisis de la democracia incluso como simple forma de control social-democrático del desarrollo.
Efectivamente, «Estado nuclear» es aquel que quiere imponer la «excepción» soberana en términos físicos y plasmar la autonomía «de lo político estatal» dentro de una insuperable figura tecnológica, como garantía del predominio del capitalismo y de la imposibilidad de ir más allá. Aquí la soberanía moderna se hace definitivamente «biopoder». ¿No se renueva, a través del «poder terrible» del «Estado nuclear», a través de la función tecnológica, aquella tradición de poder del soberano que, en la historia, tanto ha caracterizado la tradición del absolutismo?
En este último caso, El Estado nuclear, se da el límite del capitalismo -es la catástrofe misma de la vida. Pero se trata de un caso extremo -no ontológicamente necesario aunque lógicamente posible. Esta dimensión catastrófica seduce a los espíritus reaccionarios: Heidegger pudo, sobre esta traza, hacer extensible a la vida entera el peligro atómico, generalizar los efectos de la tecnología nuclear en el propio concepto de técnica. Nosotros consideramos que la potencia de la vida y la alegría de la libertad pueden evitarnos estas amenazas trascendentales, oponiéndoles resistencias ontológicas, arrancando la tecnología de las manos del capital, la incorporamos no como hábito de esclavos sino como instrumento corpóreo de emancipación.
7. Entonces, ¿dónde está el límite del capital? Este está siempre en el lugar subjetivo donde la explotación del trabajo se rompe y la esclavitud de la propiedad privada y del dominio monetario desaparece -en el lugar donde nos reapropiamos no sólo de las tecnologías sino del mando sobre ellas. Y puesto que las tecnologías son prótesis de lo humano, el problema es hacer de la tecnología prótesis de nuestra resistencia, de nuestra rebelión y nuestra humanidad. Es en la construcción del «común» donde nos reapropiamos de las tecnologías y devenimos potentes -el proceso histórico del desarrollo capitalista (en el momento mismo en el que ha alcanzado -en la forma financiera- el poder capitalista una exagerada y vacía transcendencia) ha permitido una transformación antropológica que va en el sentido de una singularización cooperativa. No de un proceso de individualización de sujetos posesivos sino de una proliferación de singularidades cooperativas. Intensidades tecnológicas, densidades cooperativas, cualidades singulares son el producto de y producen nuevas figuras antropológicas. El común no es un compacto orgánico sino un conjunto cooperativo de singularidades. Aquí reconocemos el lugar subjetivo donde se sitúa el límite del capitalismo porque aquí se sitúa la intransitividad de la relación que define al propio capital.
Observando sin embargo el proceso que hasta aquí hemos descrito, desde el punto de vista de aquellos filósofos que hemos estigmatizado por haber expresado una crítica idealista y moral de la relación del capital, se podría objetar qué singularidad podrá darse, qué límite podrá darse si se produce de manera tan impura, si se ha contaminado a través de la reapropiación de capital-fijo. Hay que decir claramente, respondiendo a estas objeciones que no hay liberación, no hay subjetividad que no esté completamente llena de historicidad e inmersa en la violencia de la relación del capital. No hay lugar donde la humanidad pueda ingenua o desesperadamente recomponerse o redimirse. El «hombre universal» que interpretaba la idea del común, ¿dónde lo encontraremos después de la catástrofe del «socialismo real»? ¿O el hombre desnudo? Pero el hombre desnudo es sólo un colmo de la abyección, que el poder ha producido, del cual toda dignidad ontológica ha desaparecido. El rebelde, el resistente, el hombre ético está tan contaminado como lo estaba el filosofo cínico (nos recuerda Foucault) y se hace cargo de toda la historicidad. ¿En qué consiste entonces aquel proceso de apropiación que arma la subjetividad? Consiste en hacer propia, en aferrar, en fabricar prótesis corpóreas y mentales, lingüísticas y afectivas, es decir, en reconducir en la propia singularidad algunas capacidades que antes sólo eran reconocidas propias de las máquinas con las que se trabajaba, y en incorporar estas características maquínicas como actitudes y comportamientos primarios de la actividad de los sujetos del trabajo. En la separación establecida entre los dos sujetos de la relación capitalista (el patrón y el trabajador) se da, por parte de las singularidades, una reapropiación di capital-fijo, una adquisición irreversible de elementos maquínicos sustraídos a la capacidad valorizante del capital.
Ahora bien, toda reapropiación es destitución del mando capitalista. Este proceso de reapropiación, especialmente el realizado por los trabajadores inmateriales -actualmente mayoritarios en los procesos de valorización- es efectivamente muy fuerte, eficaz en su desarrollo, y determina la crisis. Pero no se daría esta crisis si considerásemos que la misma surge espontáneamente de los procesos de reapropiación y de destitución. No es así. La crisis necesita de un choque, de una realidad política que se mueva hacia la destrucción no ya simplemente de la relación de explotación sino de la condición forzosa que la sostiene. De hecho cuando se habla de reapropiación por parte del sujeto antagonista, no se habla simplemente de la modificación de la calidad de la fuerza de trabajo (que deriva de la absorción de partes de capital-fijo). Se habla esencialmente de la reapropiación de la cooperación que en la restructuración capitalista de la producción ha sido incentivada y posteriormente expropiada -y que representa el drama esencial de esta fase crítica. Cuando se dice recuperación de capital-fijo, reapropiación -lejos de expresarse en términos maquícos economicistas- el análisis entra más bien en el terreno de la cooperación que hoy se regula en terminos biopoliticos por el capital: destituir al capital de esta función significa recuperar para la fuerza de trabajo autónoma capacidad de cooperación.
[1] Intervención en la Conferencia celebrada en Schaubuehne, Berlín, 25 de octubre de 2013. http://www.euronomade.info/?p=1075
Fuente original: https://n-1.cc/blog/view/1814605/la-accion-comun-y-los-limites-del-capital