Un desarrollo rural alternativo debe incluir la agricultura familiar. El punto de partida conceptual indica que la agricultura familiar es algo mucho más amplio que una opción productiva y económica. Por lo tanto un «productor familiar es aquél que trabaja la tierra con mano de obra predominantemente familiar y reside en el predio (o en […]
Un desarrollo rural alternativo debe incluir la agricultura familiar. El punto de partida conceptual indica que la agricultura familiar es algo mucho más amplio que una opción productiva y económica. Por lo tanto un «productor familiar es aquél que trabaja la tierra con mano de obra predominantemente familiar y reside en el predio (o en un lugar cercano a él). Más allá esté interesado en la obtención de ganancias, su lógica de producción pretende, en primer lugar, asegurar la reproducción de sus condiciones de vida y de trabajo, es decir la de la propia unidad de producción» (1).
La agricultura como una «forma de vida», tiene (por sobre todas las otras dimensiones), un enorme peso de la dimensión social y cultural, y sostiene una «identidad del campo». Cabe subrayar que si nos remitimos a lo que últimamente han sido los reclamos o las reivindicaciones de los pequeños productores, éstas no se centran únicamente en aspectos como rentabilidad económica y/o productiva, sino que se exigen opciones y condiciones mínimas de desarrollo que posibiliten a estos actores su permanencia en el campo. Por lo tanto el peso social y cultural, la identidad y pertenencia de estos ciudadanos al medio rural, adquiere una relevancia central en el problema que muchas veces es sesgada y reducida.
En Argentina un estudio de Walter Pengue (Universidad de Buenos Aires) mostraba con cifras contundentes que los incrementos en el área sembrada con soja han provocado la pérdida de 60 mil establecimientos agrícolas. El modelo además promueve enormes inequidades en lo que refiere al acceso a la tierra. La tendencia a la concentración de ésta, en manos de unos pocos, es cada vez más evidente.
Tomando datos del propio Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca del Uruguay, y citando al propio ministro José Mujica; «del año 2000 al 2006… la superficie que cambió de propietarios o se vendió en el país anda casi por 3.500.000 hectáreas. Y hace cuatro años que andamos siempre por arriba de las 600.000 y pico (has) anuales que cambian de propiedad». Esa es una cifra enorme para un país como Uruguay que tiene una superficie total de 17 millones y medio de hectáreas.
El proceso de cambios en la tenencia de la tierra ha generado enormes distorsiones en la composición sociodemográfica del Uruguay. Es así que actualmente solo el 8% de la población vive en el medio rural (266.289 personas). El restante 92% (2.974.387 habitantes), habita en zonas urbanas. Impresionan los datos si consideramos que hace 41 años casi el 20% del total de la población del país residía en el medio rural.
En las últimas tres décadas se han producido además enormes impactos sobre los tejidos sociales y familiares de aquellos predios que se dedicaban a la agricultura en pequeña escala. Se asocia a este proceso de fragmentación, la permanente migración poblacional campo – ciudad, que ha generado un vaciamiento de la campaña y un engrosamiento de las periferias urbanas. Uruguay es el país con mayor población urbana de Latinoamérica.
El Uruguay es además un país tradicionalmente agropecuario. La economía y el Producto Bruto Interno tienen a dicho sector como un pilar. Entre los años 1984 y 2004, el PBI agropecuario creció a una tasa anual del 3%, superando incluso la media de crecimiento de toda la economía uruguaya. En el año 2005 el PBI agropecuario representó el 15% del PBI total.
Este proceso de pujante crecimiento, que se vio parcialmente afectado por la recesión económica y la crisis que golpeó al país y la región entre 2000 y 2002. Después de esa crisis, se retomó el crecimiento al influjo de un modelo agroexportador, donde se destacan la carne, la lechería, el arroz y los granos. Pero este modelo no contempla a la tradicional agricultura familiar, practicada por pequeños productores y que principalmente está orientada al abastecimiento del mercado interno.
Las transformaciones que operaron en el sector agropecuario, lejos de responder a estrategias de políticas de desarrollo del sector, en buena medida han sido consecuencia de una tendencia a la retracción por parte de los Estados que han favorecido procesos de trasnacionalización, con un énfasis claro en una lógica empresarial para la exportación. Lamentablemente se ha entendido que el crecimiento económico, en este caso del sector agropecuario, traerá como consecuencia automática un «desarrollo rural», mejorando las condiciones de los que viven en el campo. Pero si examinamos los indicadores, verificamos que el llamado «agronegocio» no incluye a sectores del campo que se encuentran fuera de sus cadenas productivas.
Esta tendencia, donde crece el PBI del sector y al mismo tiempo se engrosan las cifras de pobreza rural, ha sido la regla en el Cono Sur agropecuario. Un intento de medidas alternativas se observa en Brasil, donde el gobierno Lula ha favorecido medidas específicas para atender la situación de la agricultura familiar.
En Uruguay, entretanto, la enorme mayoría de los productores agropecuarios no están incluidos en el modelo agroexportador. En efecto, el relevamiento de la Oficina de Programación y Planificación Agropecuaria (OPyPA), del Ministerio de Ganadería y Agricultura de Uruguay, encontró que sobre el total de 49.316 productores del país (datos al año 2000), 39.120 son productores familiares. Esto significa que el 79% de los productores agropecuarios, una enorme mayoría, no está incluido en la estrategia agroexportadora. Por otra parte esa investigación es una muestra categórica de la enorme concentración existente en el sector agropecuario, en la medida que los productores grandes (el 9% del total), explotan la enorme mayoría de las superficies y son los que se ven beneficiados por la rentabilidad del sector. A pesar de la importancia de la agricultura familiar, escasos han sido los avances en materia de políticas diferenciadas y específicas para dicho sector.
Cabe destacar que la incidencia de la pobreza en Uruguay, que se sitúa en el entorno del 20% de los hogares y afecta a más del 30% de las personas (Instituto Nacional de Estadística), no abarca la pobreza rural. La mediciones oficiales de pobreza no incluyen al medio rural, ya que el INE realiza sus relevamientos en localidades de más de 5000 habitantes y esa es una gran restricción. Pero de todos modos, el IICA estima que en Uruguay «el ingreso promedio de los hogares rurales no ha aumentado (y se ha registrado) un aumento de la tasa de actividad femenina».
De los dichos a los hechos
Hace apenas unos meses el Ministro de Ganadería y Agricultura uruguayo, José Mujica, describía con la claridad que lo caracteriza, que el sector agropecuario tiene «dos patas … una que controla las cosas imprescindibles, desde el punto de vista empresarial (y otra que comprende) … a pequeños tamberos, granjeros y pequeños ganaderos. Que hay como 20.000 debajo de la línea de pobreza». Esas ideas, que han sido reiteradas varias veces, aún no se han concretado en términos de medidas concretas para los pequeños y medianos productores.
El actual gobierno uruguayo, instalado en marzo de 2005, ha mostrado en su discurso una marcada preocupación y especial sensibilidad hacia el sector de los pequeños productores. Sin embargo hasta el momento ese discurso inclusivo, no se ha traducido en iniciativas concretas aplicadas a estos ciudadanos. Mucho menos en medidas o políticas específicas hacia el sector de la agricultura familiar.
Parece haber llegado el momento las acciones, de aplicar medidas selectivas y focalizadas sobre un sector que indudablemente las necesita. Es preciso e importante considerar que el MGAP ha creado por la vía de un decreto ministerial una Unidad específica para la Agricultura Familiar (AF), que procura «contribuir desde las políticas públicas al desarrollo económico y social de la agricultura familiar y de las comunidades rurales». La resolución ministerial destaca la necesidad de «coordinar, promover y articular el diseño e implementación de una estrategia de desarrollo de la agricultura familiar, fundada en políticas diferenciadas…».
Si bien coincidimos plenamente con la fundamentación y los objetivos de esa propuesta, cabe destacar que no ha trascendido mayormente. Ha sido aprobada formalmente, pero no se han registrado pasos para su instrumentación; aún no ha entrado en funcionamiento y ni siquiera aún cuenta con una estructura de recursos humanos y capacidades para trabajar. Pensamos que resulta impostergable integrarla y ponerla a andar.
Como bien destaca Walter Pengue, «la experiencia acumulada es contundente: la agricultura industrial no resuelve las problemáticas del campo. Tampoco es ese su objetivo…». Por lo tanto, necesitamos urgente una política de desarrollo rural para la agricultura familiar, porque los avances de las experiencias asociativas y cooperativas (que se han impulsado al influjo de la propia sociedad civil, de las gremiales de pequeños productores y otras entidades), no son suficientes. Es necesario que el Estado atienda los desbarajustes que se producen en el sector agropecuario, promoviendo medidas específicas que concilien las demandas de grandes y chicos. Esto debe ser así porque como bien dice el ministro Mujica «el agro tiene dos patas», y para caminar (además de tener dos patas) ambas deben moverse en un mismo sentido…
Referencias:
1. «Algunos elementos para la definición de productores familiares, medios y grandes», Humberto Tommasino e Yanil Bruno, Anuario 2005, OPyPA – Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca, Uruguay.