Reunirse en Los Cabos, uno de los lugares turísticos más exclusivos del mundo, puede ser considerada una contradicción ética con el motivo por el que el G-20 fue creado: la búsqueda de resoluciones para una crisis global que está causando que miles y miles de personas caigan en la pobreza, que pierdan su empleo, que […]
Reunirse en Los Cabos, uno de los lugares turísticos más exclusivos del mundo, puede ser considerada una contradicción ética con el motivo por el que el G-20 fue creado: la búsqueda de resoluciones para una crisis global que está causando que miles y miles de personas caigan en la pobreza, que pierdan su empleo, que no puedan pagar su hipoteca, que se reduzca su consumo.
De todos modos, esta contradicción, por más que pueda chocar ética y estéticamente, es mínima con respecto a las otras contradicciones (las políticas, las económicas) que chocan al interior del G-20. Muchos países e intereses muy diversos son los que han limitado la capacidad de este grupo para coordinar políticas globales.
Toda una señal, por su parte, de que la época de la hegemonía de Estados Unidos ha quedado atrás. No, por supuesto, en términos de dominio militar, pero ciertamente de nada sirve un misil nuclear para que Frau Merkel cambie en su idea de que sólo la austeridad y el sufrimiento de los países que se excedieron en la fiesta del consumo podrán salvar a Europa de la recesión. O para que Grecia acepte alegremente pagar con el hambre de su pueblo una deuda debida a préstamos generosos de Alemania y Francia, otorgados graciosamente para que los helenos compraran productos… alemanes y franceses.
Las cosas no empezaron bien en este G-20. Se supone que los mandamases del mundo se tienen que abrazar como grandes amigos frente a las cámaras, para después enfrentarse y pelearse mutuamente en el cónclave secreto de varias horas en los que están fuera del escudriño de la prensa. Pero la Cumbre quedó inaugurada por una destemplada carga del titular de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, contra Estados Unidos, echándole toda la culpa de la crisis europea y amonestando -con el dedito levantado- a la concurrencia que recién se estaba desperezando del calor caribeño con un «no hemos venido aquí para que nos den lecciones de democracia o de ortodoxia económica».
Todo muy lindo para el showbusiness, pero una señal negativa para lo que se supone es la regla de oro de este G-20 tan horizontal: alcanzar consenso sobre políticas. Para no quedarse atrás, David Cameron, rompiendo todo protocolo, él tan posh (comportándose peor que Antonio Rattin cuando se sentó en la alfombra real), cargó contra la Argentina en una de las reuniones previas al encuentro de primeros mandatarios e incluso adelantó lo que hizo luego: «urgir vehementemente» a la presidenta Cristina Fernández a «no ser colonialista» (¿?) y a «respetar el referéndum de los isleños», ése en el que obviamente decidirán su fuerte «autodeterminación» como pueblo independiente para «seguir bajo la dominación británica» (¿?).
Y bueno, no por nada Lewis Carroll, el maestro del non-sense, es oriundo de esas Islas. Non sense sobre el que ironizó Héctor Timerman cuando se le preguntó si se sentía aludido por las declaraciones de Cameron de que «un país miembro del G-20 impulsaba políticas contrarias al crecimiento», y él respondió: «No, Cameron seguramente estaba hablando de Inglaterra, que es la que tiene el récord de paraísos fiscales».
En contraste, un par de años atrás, en el G-20 de Londres, Cristina Fernández, pese a la insistencia periodística, se abstuvo de realizar cualquier declaración sobre Malvinas ya que correctamente interpretó que el G-20 no era el ámbito para hacerlo, porque se trataba de un foro para tratar los graves problemas globales. Y la misma postura tuvo en este G-20 en Los Cabos.
Claro que, con semejante clima, quien esperaba que del paraíso veraniego mexi-cano saliera un esquema como el diseñado en Bretton Woods después de la Guerra, seguramente todavía cree en los Reyes Magos. Fue en Bretton Woods donde se crearon las organizaciones internacionales financieras para bombear la economía mundial y expandir el consumo (no por nada, el negociador por Gran Bretaña fue un tal John Maynard Keynes). Claro que, luego, el FMI y lo que después sería el Banco Mundial se convirtieron en celosos cancerberos de la estabilidad monetaria, desvirtuándose su objetivo fundador. No hubo nuevo diseño de las instituciones mundiales, pero que se avanzó, se avanzó.
Barack Obama (esa corrección política encarnada en un presidente) hizo un balance público apenas concluyó la reunión de mandatarios (confirmando sus capacidades comunicativas, cosa que no es lo mismo que ser un estadista, pero que ayuda, ayuda). El presidente de Estados Unidos dijo que estaba «complacido» de que «sus pares europeos comprendieran la gravedad de la situación» y que confiaba en que «con sus tiempos y complejidades» la Comunidad Europea tomara las medidas «que estaban a su alcance» para impulsar el crecimiento. Como para contestarle diplomáticamente a Mr. Barroso, pero también como para sugerir que lentamente Frau Merkel estaría admitiendo que, quizás, (uff, ¡cuántos condicionales!) el ajuste salvaje no funcionara y tuviese que poner la mano en la billetera germana para realizar los salvatajes necesarios.
De alguna manera, el eje que piensa que la solución a la crisis pasa por expandir el gasto público en vez de contraerlo comenzó a tener una luz de ventaja sobre el Club del Ajuste, siendo Cristina Fernández, desde que comenzó a frecuentar el G-20, la más fuerte impulsora de ese cambio en la mentalidad ortodoxa económica.
Pero dejar que la crisis sea la que prepare el contexto para decisiones que hoy no son admitidas por los alemanes es un juego peligroso que los argentinos conocemos muy bien. Finalmente, la situación puede ser inmanejable y la caída de Grecia podría generar un dominó infernal, siguiéndola España, luego Italia, y después Francia. O sea, el fin del europeísmo, y un impacto sobre el resto del mundo impredecible.
Historia a la que Merkel seguramente no quiere quedar asociada aunque todavía sintoniza con el sentido común germano que considera que la hiperinflación de los años veinte llevó a Adolf Hitler al gobierno y a la destrucción de Europa, aunque en realidad fueron las políticas de ajuste del canciller Heinrich Brünning las que generaron la depresión y el desempleo en los treinta, utilizados por el pequeño cabo austríaco para hacerse de la suma del poder público. Hitler resolvió luego el problema de la depresión con el keynesianismo nazi style: fabricar autos y más autos, y armas y más armas. Y, verbigracia, el New Deal languideció porque F. D. Roosevelt, después del éxito inicial de su expansión del gasto público, volvió a la austeridad y la depresión retornó, de la que se saldría luego de la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial y la consolidación del complejo industrial militar (una solución que se sabe tiene colaterales posteriores que no la vuelven demasiado recomendable).
Pero mientras Europa sigue en las indefiniciones que la acercan al abismo, los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), apoyados con vehemencia por la Argentina, demandaron un rediseño de las instituciones internacionales que refleje el nuevo balance de poder global. Tienen razón, pero la pregunta es si este mundo con intereses tan contradictorios puede ser la base de una nueva institucionalidad. Bretton Woods surgió de la hegemonía de Estados Unidos y de sus aliados. La ausencia de un «hegemon», paradójicamente, impide la construcción de instituciones representativas, dado el veto que hoy tiene cualquier país sobre cualquier decisión que signifique resignar una parte de sus intereses.
¿Qué se puede hacer, entonces, aparte de rezar y dar buenos consejos? Practicar una política de alianzas, que nos coloque en la mejor situación frente al futuro estado de cosas (si es que hay futuro) o bien con la mejor postura para capear el tsunami de la crisis. Las bilaterales presidenciales con Dilma Rousseff y Vladimir Putin, la próxima visita al país de Hu Jintao, todo se mueve en ese sentido. Movidas que tendrían que estar sostenidas por una política económica interna que, sin embargo, parece cada día más improvisada. Y que ponen en duda, coyunturalmente, un camino estratégico de crecimiento, cuyas bases han quedado afirmadas, pero sobre el que falta mucho por recorrer.
Luis Tonelli es enviado Especial a la Cumbre del G-20 en Los Cabos, México.
Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2012/06/22/5578.php