El pasado siglo XX experimentó una de las grandes revoluciones de la creación: la transformación de la apariencia. El mundo circundante ya no era representando tal como era sino como lo veía el artista que lo interpretaba. Muchos años antes otro pintor, Giotto, fue el impulsor de otra revolución: las formas dejaron de ser planas […]
El pasado siglo XX experimentó una de las grandes revoluciones de la creación: la transformación de la apariencia. El mundo circundante ya no era representando tal como era sino como lo veía el artista que lo interpretaba. Muchos años antes otro pintor, Giotto, fue el impulsor de otra revolución: las formas dejaron de ser planas y rasas para adoptar volúmenes y perspectivas: el relieve y la distancia entraron a formar parte de la pintura.
El próximo cambio significativo tendrá lugar cuando, finalizando el siglo diecinueve, Paul Cezanne proclama que todo en la naturaleza puede reducirse a un triángulo, un cubo y un cilindro. En los años siguientes veremos la explosión del color y la liberación del contorno.
Las condiciones austeras de su vida en París inspiraron a Picasso el período azul, en el cual un triste decaimiento sostiene apenas sus figuras. La aparición de un gran amor cambió su paleta y comenzó el período rosa. El salto fundamental de su obra se producirá con Las señoritas de Avignon, que deja estupefactos a los demás pintores y críticos de arte de su generación. Allí comienza la separación entre lo que vemos y lo que se representa. Poco después, cuando realiza el Retrato de Gertrude Stein, se le reprocha el poco parecido entre la escritora y el óleo y Picasso replica ‘no importa, ya se parecerá’.
Otro impacto significativo se produce cuando el poeta Guillaume Apollinaire comienza a mostrar piezas de arte negro a sus amigos artistas. La visión deformante y creativa de la figuración primitiva abre otro capítulo de las posibilidades que se despliegan ante quienes están dispuestos a llevar adelante la transformación de la apariencia. Con la fundación del cubismo, ya maduro en cuadros como Horta del Ebro, se produce la auténtica revolución de las artes plásticas que marca los últimos cien años.
No menos importante es la amistad de Picasso con André Breton y el surgimiento del surrealismo, que inicia la exploración del subconsciente y la creación automática. En Picasso sus cambios siempre
coinciden con un choque emocional, con períodos de regocijo y ternura tras el hallazgo de una nueva compañera.
Se divierte con los ballets rusos de Diaghilev y hace el telón del ballet Parade, de Cocteau y Massine. Después viene un período de serenidad y un neoclasicismo hipertrofiado. Quizás su obra cumbre sea el Guernica, cuando en 1937 pinta la devastación de la aldea española por los bombardeos nazifascistas.
Tras la angustia y la incertidumbre emerge, definitivo e invencible, el ser humano. De la misma manera que en sus minotauros, arlequines y faunos siempre esta presente su fe en el hombre. Sus cambios frecuentes de estilo justificaron su frase: ‘yo no busco, encuentro’. Y el secreto de la creación nadie lo expresó mejor que él: un cuadro no se termina nunca, simplemente se abandona.
Picasso ha sido, desde su maduración, un artista altamente cotizado, sus cuadros se venden por cifras millonarias. Las grandes casas de subasta consideran una ocasión de gala cuando alguno de los grandes coleccionistas se deshace de una pieza suya para ser puesta en venta.
Fue un inconforme que rompió tradiciones y creo escuelas. Sus rupturas le consagraron como un rebelde fructuoso, sus hallazgos le coronaron como un insurrecto santificado, sus contradicciones le condujeron a una síntesis fascinante de toda la pintura que le antecedió.
Con su compromiso con las izquierdas, su militancia comunista, su rechazo del nazifascismo, Picasso demostró la necesaria unión entre el arte de vanguardia y el cambio social. El gran destructor de las formas, el renovador total de la representación de la realidad, fue dotado de una mano inflexible y diestra. Pudo haber sido un gran pintor académico, de la categoría de Velázquez o Van Dyck, pero prefirió emprender la aventura más importante de la creación en la centuria que terminó.