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La banca y el dilema del prisionero

Fuentes: www.escolar.net

Es un juego del matemático estadounidense Albert W. Tucker, aunque bien podría ser el argumento de una película de Quentin Tarantino. La policía arresta a dos sospechosos de un crimen. Sabe que han sido ellos, pero no puede probarlo, así que intenta dividirlos para romper su resistencia. Primero pone a cada uno de ellos en […]

Es un juego del matemático estadounidense Albert W. Tucker, aunque bien podría ser el argumento de una película de Quentin Tarantino. La policía arresta a dos sospechosos de un crimen. Sabe que han sido ellos, pero no puede probarlo, así que intenta dividirlos para romper su resistencia. Primero pone a cada uno de ellos en una celda y después les hace una oferta que no podrán rechazar: confesar a cambio de una reducción de la pena. Si uno canta y el otro no, el chivato saldrá libre, mientras que el otro prisionero cumplirá la máxima condena: diez años. Si ambos confiesan, ambos serán condenados, aunque con una rebaja en la pena: cinco años para cada uno. Pero si los dos permanecen con la boca cerrada, en seis meses estarán en la calle. Sin embargo, cada prisionero tiene que decidir por sí mismo, y no sabe qué escogerá el otro. ¿Qué hacer? ¿Qué harías tú?

Para Tucker y sus ecuaciones, la respuesta es sencilla: aunque a ambos prisioneros les iría mucho mejor si colaborasen, los incentivos de cada uno van por separado, y no en conjunto. Juegan solos, no en equipo. Así que lo más probable y racional, lo más lógico si se analiza la situación desde un punto de vista egoísta, es confesar. Se corren menos riesgos: en el mejor de los casos el chivato quedará en libertad y, en el peor, al menos evitará cumplir la máxima condena. Lo más probable, de hecho, es que ambos prisioneros confiesen.

Cambiemos de delincuentes. La banca también se enfrenta hoy a su propio dilema del prisionero: abrir o no abrir el grifo del crédito. Saben que existe un riesgo real de colapso económico, que si bloquean en exceso el acceso a los créditos, la economía puede paralizarse. Y que si eso sucede, ellos también saldrán condenados: les caerán sus buenos años de recesión. Si toda la banca colaborase entre sí y ayudase a las empresas con el crédito, la crisis sería más corta. Pero en el mundo financiero, como en el dilema del prisionero, cada banco se mueve según su propio interés egoísta. Si sólo un banco abre la mano, mientras el resto ejerce de chivato tacaño, el valiente puede acabar en la quiebra, por generoso.

En el dilema de la banca el personaje clave también es el carcelero. En España es el Gobierno y aún no se aclara, no sabe qué papel jugar: si hacer de poli bueno o de poli malo. De poco sirve poner a los banqueros en el pupitre, en vez de en el sofá, si más allá de la foto y del gesto no hay nada.

Si el Gobierno quiere que las decenas de miles de millones que ha inyectado en la banca lleguen de verdad a las empresas, el camino no es tan complicado: ya hay ejemplos que copiar. Tendrá que entrar en el accionariado para participar en las decisiones y no sólo poner dinero y una vela a santa Rita para ver si así se cumple el imposible. O al menos atajar algunas malas prácticas. En muchas entidades financieras, por ejemplo, se está utilizando el dinero del ICO para sustituir líneas de crédito privadas que ya estaban concedidas, en vez de gastarlas en abrir esos préstamos a nuevos clientes. Y, a pesar de que el Euribor ya está por debajo del 2,5%, exigen intereses del 15% y hasta el 18%, incluso con todos los avales y garantías necesarias.

Al menos ya no se confía en el milagro. «Un banco es un negocio, no es una ONG, y el negocio del banco es prestar dinero», decía en octubre Zapatero cuando se le preguntaba cómo iba a garantizar que las ayudas a la banca llegasen al crédito. El Gobierno optó entonces por el modelo menos intervencionista de entre todo el abanico de posibilidades que ofrecía el marco común pactado en Europa. Y sí, en España aún no ha sido necesario salvar ningún banco de la quiebra y Botín puede presumir de los mayores beneficios del mundo mundial (y sin saber inglés). Pero no todos los países de la UE tienen que lidiar al mismo tiempo con el estallido de la burbuja inmobiliaria, ese milagro ibérico. Además, el tejido empresarial español es mucho más sensible que el de otros países al parón en el crédito. En el mundo civilizado, las empresas no pagan a sus proveedores a los seis meses -en el caso de la Administración, con suerte al año-, ni tampoco tanto empleo depende de Pymes, hoy ahogadas por la falta de financiación.

Pero el peor drama de esta prisión llamada crisis es que, en cualquier caso, los que pagarán la condena más dura no serán precisamente los banqueros. El panorama económico de España ha empeorado a una velocidad aterradora. No son sólo los más de tres millones de parados. No es sólo el ladrillo. No es sólo el parón mundial en la venta de coches, la primera exportación española. No es sólo que la producción industrial haya caído en España cerca de un 20% (por ponerlo en contexto, en tiempos de la gran depresión la media mundial fue del 25%). Es el futuro, o la ausencia de él. Y después de la crisis, ¿qué?

Entre los asesores económicos del Gobierno circula una percepción preocupante: España puede sufrir una portugalización de su economía. «La crisis pasará, más tarde o más temprano», explica uno de ellos. «Pero mientras los países ricos de Europa rebotarán de nuevo hacia el crecimiento, España corre el riesgo de quedarse estancada o incluso retroceder en términos de convergencia, como le ha pasado a Portugal durante la última década». Son las consecuencias de la falta de un modelo económico alternativo al ladrillo, ahora hundido.

La banca, mientras tanto, tiene que añadir un factor más a su dilema. «En menos de un año es probable que la banca mundial esté parcialmente nacionalizada», afirma un importante empresario español. En el Gobierno hay algunos que comparten el pronóstico y es muy probable que pronto Obama dé el primer paso en Estados Unidos, donde el debate casi es sólo semántico. Allí la palabra nacionalización huele a azufre, como los comunistas. Pero la ortodoxia económica está hoy tan muerta como el Muro de Berlín.