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Nacionalismo emergente

La batalla por la identidad

Fuentes: Rebelión

Vivimos en la era del nacionalismo. Cada día vemos nuevas manifestaciones del celo con que se custodia la singularidad étnica. El hecho de haber nacido sobre un pedazo de tierra y no en otro, en un determinado grupo racial o social y no en otro, nos arma con un conjunto de creencias y tradiciones, con […]

Vivimos en la era del nacionalismo. Cada día vemos nuevas manifestaciones del celo con que se custodia la singularidad étnica. El hecho de haber nacido sobre un pedazo de tierra y no en otro, en un determinado grupo racial o social y no en otro, nos arma con un conjunto de creencias y tradiciones, con un idioma y una bandera, que nos imbuye de una ferviente y romántica unidad en torno a una identidad. El nacionalismo implica la identificación de un pueblo con el conjunto de circunstancias que dieron lugar al nacimiento de su singularidad.

Hasta la Edad Media las creencias religiosas otorgaban rasgos de identidad, más que el territorio en que se vivía. El Califato de Córdoba (en lo que luego sería España), era islámico; el Sacro Imperio Romano, católico; el Imperio Bizantino, ortodoxo. Un individuo se confesaba cristiano o musulmán, o podía mencionar la aldea de su nacimiento como rasgo identificador, pero no se consideraba, en esos tiempos, español o alemán. El nacionalismo es un fenómeno relativamente moderno, comienza a finales del siglo XVII. Hasta entonces no se había producido cabalmente la unidad nacional de los Estados contemporáneos. Hasta ese instante los seres humanos establecían vínculos con la tierra en que nacían, con los hábitos de sus mayores, con los demás miembros de su tribu. Algunas de las lealtades iniciales se debían a la ciudad estado, al dominio feudal, al señorío, a la cofradía, pero no existía la nacionalidad.

Quizás sea la Revolución inglesa la que establece por primera vez los rasgos de una idea nacionalista. Durante la guerra civil se produjo en el bando puritano, capitaneado por Oliverio Cromwell, una simbiosis de la ética calvinista y el humanismo ilustrado, alentado por figuras como Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. Durante la Revolución francesa el nacionalismo adquirió otro carácter. Implicaba la adhesión a una idea de progreso universal. Esa concepción nacional que maduró durante aquella revolución, cruzó los mares, impregnó América y dio lugar a las guerras de independencia que nos emanciparon del tutelaje colonial español.

Lincoln, al ganar la Guerra de Secesión, concluyó el período de integración territorial de Estados Unidos y le dio el punto final al horneado de la nación. El nacionalismo alemán se consolidó bajo el patrocinio de Bismarck que unificó los principados germanos bajo la égida de Prusia, sobre una base guerrera, autoritaria y conservadora. El romanticismo de Mazzini fue un factor en la unificación italiana, como fue la prédica de Cavour y la acción beligerante de Garibaldi. Figuras como Mahatma Ghandi en la India, Kemal Ataturk en Turquía y Sun Yat-sen en China, han basado su prédica en el nacionalismo para alcanzar sus objetivos de independencia y modernización de sus respectivos países.

En España los separatistas vascos han recurrido al terrorismo para lograr su escisión nacional, en tanto los catalanes se han organizado políticamente en torno a Convergencia i Unio para obtener satisfacciones a su perfil nacional por medio de una lucha civil. Después de reclamar su escamoteada soberanía, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, Estonia, Lituania y Letonia alcanzaron su objetivo al entrar la Unión Soviética en una etapa de reformas.

Yugoslavia fue sometida al desmembramiento y a una feroz guerra causada por las etnias en conflicto. Si vamos a los mapas de la alta Edad Media, al año mil concretamente, veremos que estaban claramente marcadas las fronteras de los reinos de Croacia y de Serbia. Es una rivalidad nacionalista que tiene más de un milenio de existencia.

El peronismo argentino dio alas a los «descamisados» y Evita fue la encarnación de un ángel justiciero, la imagen de un reencuentro con un nacionalismo gaucho y obrero. Gamal Abdel Nasser fue la clarinada inicial de un renacimiento del arabismo, sepultado por años de colonialismo. De la misma manera el Ayatollah Jomeini fue el factor que permitió eliminar al régimen despótico del Shah Reza Palevi y entronizar el fundamentalismo basado en el imperio de la fe y el ascenso de las capas populares.

En 1897 el ministro británico de colonias, Joseph Chamberlain, declaró: «A mi me parece que la tendencia de la época consiste en poner todo el poder en manos de los grandes imperios y que los reinos menores caigan en un lugar secundario y subordinado.» Pudiera decirse que gran parte de la historia del siglo XX ha sido un gigantesco esfuerzo de las nacionalidades emergentes para revertir las intenciones hegemónicas de las grandes potencias.

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