Tras su reciente visita a Moscú, el presidente Hugo Chávez manifestó el pasado domingo 28 de septiembre su voluntad de implementar un programa de cooperación con Rusia para el desarrollo de la energía nuclear en Venezuela. Según el diario electrónico «Aporrea», el presidente señaló: «Ciertamente estamos interesados en desarrollar la energía nuclear, por supuesto con […]
Tras su reciente visita a Moscú, el presidente Hugo Chávez manifestó el pasado domingo 28 de septiembre su voluntad de implementar un programa de cooperación con Rusia para el desarrollo de la energía nuclear en Venezuela. Según el diario electrónico «Aporrea», el presidente señaló: «Ciertamente estamos interesados en desarrollar la energía nuclear, por supuesto con fines pacíficos, con fines médicos, para generación de electricidad (…) Brasil tiene varios reactores nucleares, al igual que Argentina, nosotros tendremos el nuestro.» (www.aporrea.org/energia/n121435.html).
Desde el año 2005, se ha venido hablando en los medios de comunicación social de posibles acuerdos en materia nuclear con Argentina, Brasil e incluso Irán, sin que aparentemente haya habido mayores avances en este terreno. Sin embargo, las últimas declaraciones de Putin y Chávez resultan preocupantes porque ponen de manifiesto que el gobierno venezolano está considerando en serio la posibilidad de embarcarse en un proyecto de construcción de plantas nucleares para la generación de electricidad.
¿Reactores o sarcófagos?
La primera razón por la que esta clase de iniciativa nos parece inconveniente tiene que ver con los peligros inherentes a los usos, tanto militares como industriales, de la energía nuclear. Los daños letales para la salud humana y el medio ambiente que ésta es capaz de provocar, no sólo quedaron de manifiesto con las más de 200.000 muertes causadas por las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki por Estados Unidos en 1945. También en el campo de los llamados «usos pacíficos» de la energía atómica, los accidentes sufridos por las centrales nucleares construidas en distintos países desde la década de los cincuenta, ofrecen pruebas fehacientes de estos riesgos.
En Ucrania, Rusia y Bielorrusia, por ejemplo, según las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, fallecieron al menos 50 personas y otras 4.000 quedaron afectadas con cáncer, leucemia y malformaciones congénitas como resultado de la radiación liberada, en 1986, por el accidente del reactor de Chernóbil. Aunque cabe resaltar que, de acuerdo con las investigaciones de Greenpeace, las cifras oficiales ocultan la verdadera dimensión de esta tragedia cuyas víctimas pasarían de cien mil. Por otra parte, si bien es cierto que Chernóbil fue el más grave de los desastres ocurridos en la historia de la industria nuclear, en modo alguno ha sido el único. También se cuentan, entre los más severos, el accidente ocurrido en 1979 en la central nuclear de Three Mile Island en los Estados Unidos, y el de la planta de uranio de Tokaimura, Japón, en 1999.
Pero las amenazas no provienen solamente de eventuales fallas en la operación de las centrales; además está el problema todavía no resuelto del manejo de los desechos radioactivos, cuyas emisiones letales perduran por miles y miles de años. Un caso notable es el del plutonio, un producto de la fisión nuclear que con anterioridad no existía en la naturaleza, que permanece activo por quinientos millones de años. De acuerdo con el físico Fritjof Capra, el plutonio es un cancerígeno tan poderoso que medio kilo uniformemente repartido sería suficiente para provocar cáncer pulmonar a toda la humanidad. Por ello se cotizan tan alto en el mercado los servicios de procesamiento de estos residuos ofrecidos por las empresas del ramo en países como Argentina, donde estalló un escándalo en el año 2000 a raíz de la contaminación del agua para consumo humano con el uranio proveniente del Centro de Procesamiento de Desechos Radioactivos de Ezeiza, en la provincia de Buenos Aires.
Ni barata, ni segura
Otro dato significativo es que, al contrario de lo que afirman los propagandistas de la industria nuclear, cada vez son menos los proyectos de construcción de centrales nucleares en el mundo. Expertos como Lester Brown señalan que si bien en la década de los ochenta la capacidad de generación nuclear a escala mundial se expandió en un 140 por ciento; durante la década de los noventa, creció apenas un 6 por ciento. Esta caída abrupta se debió a que, al agotarse la vida útil (estimada en 30 ó 40 años) de los reactores construidos en los años sesenta y setenta, sus administradores se percataron de que los costos de su desmantelamiento resultaban tan elevados como la inversión inicial requerida para su construcción. De manera que los «costos ocultos» derivados tanto del procesamiento de los residuos como del desmontaje de las centrales inservibles, han revelado que la energía nuclear resulta ser muchísimo más cara de lo que sus promotores suelen reconocer.
Agua, viento y sol
Otro argumento esgrimido recientemente por los empresarios de la energía atómica es que ésta representa la mejor opción disponible contra el calentamiento global, puesto que no genera dióxido de carbono como sucede con los combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón). Sin embargo, este alegato ha quedado desmentido a medida que los avances técnicos y la disminución de costos observados en los últimos años en energías limpias como la eólica, solar y geotérmica, ofrecen alternativas cada vez más económicas y mucho menos perniciosas para la salud de los seres humanos y los ecosistemas.
Hasta ahora, Venezuela ha estado protegida de los efectos letales de la radicación nuclear, gracias a que no existen reactores en nuestro territorio, con excepción del pequeño reactor experimental del IVIC. Pero podríamos perder esta ventaja y ver desmejorada significativamente nuestra calidad de vida, si se concreta la idea de construir centrales nucleares para la producción de electricidad en el país. Una idea que resulta todavía más absurda, si se tiene en cuenta la gran variedad de fuentes de energía limpias y baratas disponibles a todo lo largo y ancho de nuestra geografía, como la hidroelectricidad del Caroní, el potencial eólico de los estados Zulia y Falcón, las enormes reservas de gas aprovechables para la generación termoeléctrica y nuestra abundante energía solar.
Que el pueblo decida
Por todas estas razones, consideramos que una iniciativa como ésta debería someterse a un amplio debate nacional y, llegado el momento, a un referéndum consultivo para que sea el pueblo quien decida si vale la pena o no embarcarse en una empresa de tan graves implicaciones para las generaciones presentes y futuras. Una consulta pública sobre el tema nuclear no sería, por cierto, ninguna novedad; pues hace ya varios años que países como Austria (1978), Suecia (1980) e Italia (1987), llevaron a cabo referendos en los que, gracias al voto mayoritario de sus ciudadanos, se decidió el abandono de la energía atómica. Para la Revolución Bolivariana, poner en manos del pueblo la elección consciente del modelo energético más apropiado para nuestro desarrollo, constituiría una evidencia ejemplar de la vitalidad de la democracia participativa, y una prueba irrecusable de que el Socialismo del Siglo XXI ha asumido en serio los inmensos desafíos de construir una sociedad más justa y salvar a la especie de su autodestrucción.
* Profesor de la Universidad de Carabobo, Venezuela. **Profesor de la Universidad de los Andes, Venezuela.