Una ficción recreada sobre fueros medievales en Madrid es el vehículo para reflexionar sobre la crisis y las personas que doblan la cerviz.
Madrid, 2033. Todavía se recuerda con una media sonrisa la crisis de los años diez. Todo el mundo pensaba que sería pasajera y que, como un nubarrón veraniego, sería absorbida por la atmósfera. Simplemente había que esperar a cubierto a que escampara. Como sabemos, esto nunca sucedió. Los aguaceros inundaron todo. Al temporal le siguió el miedo, que caló hasta los huesos.
Fue raro, pero las formas anatómicas cambiaron. Muchos se encorvaron mientras esperaban a que se dispersaran los cielos grises. Doblados y contraídos, los habitantes urbanos experimentaron la violenta inercia de una nueva corporalidad: la mirada cambió, obligada a dirigirse al suelo, al igual que el paso, más corto y lento. Tal fue así, que por la cinética de sus movimientos y la extraña proyección de sus cuerpos, comenzaron a ser conocidos con sobrenombres del reino animal: erizos, cucarachas, pero sobre todo tortugas. En el nuevo teatro de sombras en el que se convirtieron las calles de Madrid, podían verse decenas de miles de formas proyectadas sobre las aceras.
Así fueron pasando los meses y los años. Todavía hoy produce cierto cosquilleo en el estómago, puesto que hasta los sectores más activos de aquella sociedad acabaron adoptando la posición encorvada, mientras se preguntaban por qué razón no comenzaba una revuelta, un estallido social o al menos un debate sincero sobre lo que ocurría. Argumentos no les faltaban, pues fue entonces cuando se privatizaron la sanidad, la educación, el agua, el aire; y el capitalismo financiero, en continua y acelerada caída, no dejó de meter mano en todo aquello que oliese a dinero. Mientras, los políticos, aún erguidos, lanzaban discursos solemnes sobre el compromiso público con la ciudadanía, o bien reclamaban que todos arrimasen el hombro, «eran tiempos difíciles» decían.
Pero la crisis siguió. Y a fuerza de esperar a que escampara, los barrios se deterioraron, el paro creció hasta dejar a cerca de la mitad de la población sin fuentes de renta seguras, y lo que fue peor, el mal de la curvatura lumbar se hizo más agudo. Sólo unos pocos se atrevieron a reclamar algo de dinero para aliviar los dolores de espalda. Inmediatamente fueron acallados. La solución a la crisis pasaba porque todos tuviesen los ojos y los pies bien clavados en tierra. El dolor era necesario.
No fue hasta 2015 cuando algunas, en un ejercicio de valentía, señalaron la causa última del encorvamiento generalizado: el miedo. Semejante atrevimiento tuvo sus costes. Al recuperar la antigua posición corporal, los ojos, acostumbrados a la sombra que imprimía el propio cuerpo, podían resultar abrasados. Levantar la vista podía quemar las retinas, se decía.
Es cierto que quienes se propusieron este desafío tardaron un tiempo en recolocar sus cervicales y el resto de sus vértebras hasta volver a la posición original. Pero normalmente en unos cuantos días se podía recuperar la visión completa de una ciudad desolada por el saqueo. En las zonas más afectadas se organizaron pequeños comités que daban apoyo básico frente a problemas y situaciones de urgencia. También se tomaron plazas, se ocuparon edificios vacíos y se recuperaron antiguos hospitales y escuelas. Se pretendía al menos organizar algunos servicios elementales. Ponerse erguido comenzaba a tener sentido más allá de la valentía de los primeros osados.
Pero la realidad no era la misma para toda la ciudad. En ocasiones, las caóticas avenidas eran atravesadas por coches espectaculares, que iban y venían a gran velocidad; en algunas calles se veía un lujo increíble, plagadas de tiendas como museos y palacios como catedrales. Siguiendo los pasos de los habitantes que las frecuentaban, erguidos y despreocupados, se acababa en un puñado de zonas residenciales fortificadas. Allí vivían los superricos, los que habían aprovechado la crisis para aumentar sus fortunas.
La pregunta era obvia. Si el miedo a la crisis parecía haberse instalado en toda la sociedad ¿cómo era posible que un sector saliera indemne, o incluso beneficiado? La respuesta también lo era. Los recién incorporados vieron todo lo que les habían robado mientras andaban con la mirada perdida en el suelo. Era sencillo, la riqueza que entre todos y todas se había producido seguía ahí, sólo que ahora estaba mucho peor repartida.
Era el momento de pensar. Y los comités de apoyo se propusieron hacer inventario del saqueo. No podían dedicarse simplemente a gestionar la miseria. Las protestas y las luchas incipientes, siempre reprimidas, acabaron por concluir en la redacción de una especie de constitución para la defensa de los bienes de todos. Trataban con ella de revertir la situación y establecer los derechos que correspondían a todos los habitantes de la ciudad. Esta ley fue conocida popularmente como Carta de los Comunes. Para su redacción encontraron inspiración en la época del Medievo pues, entre legajos y fueros antiguos, encontraron una palabra, ‘común’, que no podía ser definida ni por referencia a la propiedad privada ni al Estado. La Carta encarnaba el espíritu del momento, propugnaba un estatuto ciudadano por el que las instituciones públicas quedaran igualmente exorcizadas de la burocracia y de los intereses económicos, reinventadas lejos de la clase política y los flujos financieros.
Como en los cuentos de los pueblos antiguos, la Carta ha seguido siendo recitada por miles de espontáneos
Como en toda coyuntura histórica que encuentra una lectura adecuada, la Carta concitó el interés de la mayoría. Fue apoyada por cientos de miles de ciudadanos y prohibida por las instituciones municipales y regionales, quedando proscritas aquellas juntas comunales que empezaron a crearse. La tensión no cejó desde entonces. Los comités crecieron y su capacidad para gestionar servicios cada vez más amplios llegó a generar el primer procomún urbano. La Carta acabó así por convertirse en una suerte de mantra de resistencia. Como en los cuentos de los pueblos antiguos, desde entonces, ha seguido siendo recitada por miles de espontáneos.
Hoy, tocando a su fin el año 2033, con más de diez años de insurrección a nuestras espaldas, reproducimos por primera vez sobre papel una de sus primeras versiones, la más poética: modesto homenaje a aquellos primeros comuneros que se atrevieron a vivir erguidos.
Sobre la Carta de los Comunes
Puedes descargarte la Carta de los Comunes de la Gran Ciudad de Madrid en la web de Madrilonia y en traficantes.net. También puedes obtenerla suscribiéndote a DIAGONAL antes del 31 de enero.
Fuente:http://www.diagonalperiodico.net/La-Carta-de-los-Comunes.html