Este texto forma parte del libro La extorsión, de Matt Kennard.
Empecé a trabajar de periodista en The Financial Times poco después de que se desatara la crisis financiera y en el momento culminante de la llamada «Guerra contra el Terror». Yo era un joven y ambicioso reportero que trabajaba en uno de los periódicos serios más respetados del mundo y estaba listo para contar la verdad. Aprendí muy pronto que aquel no era un lugar donde hacerlo. Quizá debería haberlo imaginado. Poco después de los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, se me abrieron los ojos parcialmente. Cuando en el año 2003 sonaron los tambores de guerra, me enteré de que, a pesar de que Estados Unidos y el Reino Unido promovían el ataque a Sadam Husein, en la década de los ochenta le habían apoyado. El hombre a quien presentaban como la encarnación del diablo había sido nuestro colega unos cuantos años antes. Poco después vi cómo a mi gobierno no le importaba en absoluto reescribir informes de los servicios de inteligencia para engañar a sus propios ciudadanos y meterlos en una guerra de todo punto ilegal. Pensé, quizá con ingenuidad, que trabajar en The Financial Times me permitiría seguir aprendiendo cosas, y en algunos aspectos estaba en lo cierto, aunque lo que aprendí no fueron las lecciones que ellos pretendían darme. Allí viví expuesto a la otra cara de esta moneda de la industria de la guerra: el mundo de las altas finanzas. Esas guerras no eran el vanidoso proyecto de unos dirigentes crédulos, eran tan solo la fase más reciente de la prolongada guerra de las élites mundiales contra los pueblos de nuestro mundo, librada con el fin exclusivo de engordar sus cuentas de resultados. Vi muy de cerca a los verdaderos gobernantes del mundo: no eran los políticos, sino los multimillonarios que se esconden detrás de ellos, lo marionetistas que lo movían todo. Me habían destinado a su órgano de comunicación, de modo que levantar alarmas no era, dicho con cortesía, lo más adecuado.
Durante los años siguientes fui testigo de primera mano de lo poderoso que es el sistema propagandístico que da cobertura a estos extorsionistas. Es casi imposible enfrentarse a ellos a título individual desde dentro (lo intenté). Trabajaba en The Financial Times en Washington DC y en Nueva York, pero durante toda esa época también viajé mucho e informé desde cuatro continentes, más de una docena de países y similar número de ciudades de Estados Unidos. Todo lo que veía contradecía lo que me habían contado acerca de cómo funciona el mundo. Pero, mientras lidiaba con mi trabajo, en lo más profundo de mi mente sabía que, como periodista, expresar esta contradicción no era buena idea: hacerlo afecta negativamente, de inmediato, a tu carrera, y supongo que esa es la razón por la que muy pocos dan ese paso. Si hablas mal de los extorsionistas, bueno…, enseguida eres antiestadounidense, odias la libertad, amas a los terroristas, etcétera. Este tipo de «entrenamiento» ideológico alcanza su máxima potencia en los medios de comunicación que apoyan la extorsión del mundo occidental, que es donde antes trabajaba yo -también ayudan a diluir el pensamiento independiente-. En realidad, me enseñaron esta filosofía de mantener los ojos cerrados cuando fui a cursar un máster en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York; al parecer se trata de la mejor del mundo en su disciplina, pero es esclava de la extorsión y sus mentiras, como el resto de las élites estadounidenses. Y los intentos por sacarme de la cabeza estas ideas críticas prosiguieron a medida que iba ascendiendo en la jerarquía del aparato ideológico. El día que me marché de The Financial Times, por ejemplo, mi jefe me dijo claramente: «Lárgate y dedícate a esas cosas tuyas para ‘salvar el mundo’; tal vez puedas regresar cuando crezcas un poco». Seguí su consejo, pero no volveré. En cambio, presento aquí, con los ojos bien abiertos, el reportaje que ellos jamás mandarían a la imprenta.
Los extorsionistas
Estados Unidos salió de la Segunda Guerra Mundial ocupando una posición de poder mundial sin parangón. Europa occidental y la Unión Soviética estaban destruidas tras seis años de una guerra devastadora y las estructuras imperiales que antes gobernaban la mayor parte del mundo se estaban desmoronando. En ese periodo, los estadounidenses experimentaron una milagrosa recuperación de la depresión económica que había azotado al país desde el crac de Wall Street de 1929, labrándose conscientemente su posición de número uno durante la guerra. Cuando en 1945 esto se hizo realidad, el centro de atención pasó a ser la ampliación de la cartera de clientes de las élites estadounidenses, instaurando de ese modo la extorsión una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.
Steven Pinker, psicólogo evolucionista de Harvard, me contó en una ocasión que el poder pervierte las nociones humanas de moral y justicia: «Dominación, imparcialidad y asociación son tres modalidades de pensamiento muy distintas para abordar las relaciones. Quien ocupa el poder tiende a no pensar en sus relaciones con sus peones o los de otros en términos de imparcialidad», decía. A las élites estadounidenses, sus poderosos agentes empresariales y los gobiernos aliados (con independencia del partido político) los mueve la dominación, no la imparcialidad. Quien ocupa el poder lo sabe, es a la población a la que se miente. Como es natural, la necesidad de pinchar la burbuja propagandística no es nueva. Desde tiempos inmemoriales, todos los emperadores, caciques y superpoderosos han alimentado a propósito la mitología sobre sus actos para utilizar la buena voluntad de sus pueblos y llevar a cabo sus empresas delictivas. El historiador Cornelio Tácito lo expresó mejor en el momento culminante del dominio romano: «Los romanos crean un desierto -escribió- y lo llaman paz». Los mitos que se dispensan a los estadounidenses desde su más tierna infancia -una formación ideológica que además trasciende sus fronteras- siguen presentando a Estados Unidos como una imponente singularidad en el mundo del ejercicio del poder. A diferencia de todas las superpotencias anteriores, Estados Unidos es una potencia «moral», impulsada por principios y valores, en lugar de por la dominación y la codicia. Estados Unidos, se nos dice, es «excepcional»; no excepcionalmente violenta, que es la verdad, sino excepcional en la medida en que tiene una «vocación superior»; es una «resplandeciente ciudad en la cima de un monte». Una breve incursión en el mundo con los ojos bien abiertos nos muestra enseguida que esto es lo contrario de la verdad. Pero mantener bien abiertos los ojos siempre será más difícil que buscar consuelo en la superioridad moral propia y en la infamia de los enemigos. Y así arraiga el mito. Repita conmigo: cuando Estados Unidos es el responsable, el terrorismo se llama «pacificación»; la dominación se llama «colaboración»; el miedo es «estabilidad». Es fácil.
Los creyentes
Un par de años después de mi iniciación en The Financial Times, algunas cosas empezaron a aclararse. Me di cuenta de que había una diferencia entre el resto del personal de la extorsión y yo: ellos eran los trabajadores de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, United States Agency for International Development), los economistas del Fondo Monetario Internacional (FMI), etcétera. A medida que iba comprendiendo cómo funcionaba realmente la extorsión, empecé a considerarlos embaucadores voluntariosos. No había duda de que parecían creer en las virtudes de la misión; se imbuían de todas las teorías con las que se pretendía maquillar la explotación mundial con el lenguaje del «desarrollo» y el «progreso». Lo percibí con los embajadores estadounidenses en Bolivia y Haití, así como con otros muchos funcionarios a los que entrevisté. Ellos creían de verdad en los mitos y, por supuesto, se les pagaba con generosidad para que los creyeran. Para ayudar a levantarse cada mañana a estos agentes de la extorsión, también hay por todo Occidente un ejército bien provisto de intelectuales cuyo exclusivo propósito es volver aceptables para la población en general el robo y la brutalidad de Estados Unidos y sus aliados extorsionistas. Y este sistema de adoctrinamiento está tan bien engranado con los medios de comunicación y el sistema universitario que es casi imposible siquiera adivinarlo. Recuerdo haber escrito un artículo para The Financial Times sobre el exdictador egipcio Hosni Mubarak, a quien respaldaban más de mil millones de dólares de ayuda estadounidense; los editores eliminaron sin pensárselo dos veces la calificación que acompañaba al nombre de Mubarak: «respaldado por Estados Unidos». Remití otro artículo con el mismo calificativo: «respaldada por los iraníes», pero en este caso referido a la milicia libanesa Hezbolá, y fue aprobado sin ninguna dificultad. Así es como actúa el control de pensamiento y como la extorsión sobrevive con su lustre moral intacto.
El poder ha corrompido por completo la mentalidad de todas esas personas. Cuando Rafael Correa, presidente de Ecuador, cerró Manta, la base militar estadounidense en su país, dijo a los norteamericanos que podían dejarla allí siempre que permitieran que Ecuador instalara una base militar en Miami. Para Washington y sus lacayos de los medios de comunicación era una ridiculez; al parecer, para ellos es «ley natural» que a Estados Unidos se le permita tener por todo el mundo centenares de bases militares que desfiguren los Estados soberanos. Así es la mentalidad imperial que ha infectado a la totalidad de las élites estadounidenses.
Lo que acabará quedando claro cuando acabe de leer este libro es que las pautas y el modus operandi de la extorsión se repiten por todo el mundo una y otra vez. Así, por ejemplo, la forma en que vi a las «agencias de ayuda» y la Fundación Nacional para la Democracia (NED, National Endowment for Democracy) sabotear a grupos que se organizaban al margen de ellos en Bolivia se repite en Ecuador, Venezuela, Brasil, toda América Latina y el resto del mundo. Los nombres de los implicados son distintos en cada caso, pero la dinámica es similar; el método de control de la extorsión, tan ingenioso y oculto, es el mismo y los nombres de los opresores son intercambiables con los de cualquiera de los extorsionistas de la «era estadounidense». Las instituciones en las que trabajan todos ellos han servido para socavar la soberanía individual o colectiva y acrecentar el control ejercido por los extorsionistas. Tanto si las personas concretas que componen la plantilla de la extorsión son amables u horribles, buenas o malas, bienintencionadas o psicópatas…, las instituciones a las que sirven continúan liquidando el anhelo de independencia de la gente por todo el mundo.
Hay otra parte más insidiosa de este control planetario, que analizaremos también en las páginas que siguen. Además de la dominación de la élite estadounidense, la ayuda que la extorsión presta a las grandes corporaciones norteamericanas ha vuelto inevitable la proliferación de la «cultura» estadounidense, lo que ha dado lugar a una nueva dimensión del denominado «poder blando». Pero, como veremos más adelante, los extorsionistas tienen auténtico miedo a las artes creativas. Nuestra cultura y las artes tienen el potencial no solo de dejar al descubierto la extorsión tal como es, sino de contribuir a desmantelarla. Por esta razón, los extorsionistas no dejan de apropiarse al máximo de las artes y la cultura: la CIA apoyó las artes estadounidenses durante la Guerra Fría y no cabe duda de que sigue haciéndolo.
Por tu propio bien
La extorsión es algo más que las élites estadounidenses, por supuesto, y llegados a este punto cualquiera podrá pensar que tal vez tenga algo que ver con el sistema capitalista, dicho a las claras. Sí, instituciones como el Banco Mundial representan a una amplia clase capitalista mundial, pero Estados Unidos es la potencia avasalladora que gobierna estos acuerdos, y el ejército estadounidense se encarga de hacerlos cumplir por todo el mundo en beneficio de las fuerzas capitalistas. La mecánica de la extorsión ha sido en realidad bastante continua; la estructura institucional erigida para mantener la ficción del altruismo mientras se practica la dominación salvaje ha sido reproducida por todo el mundo desde hace ya bastante tiempo. Por ejemplo, hace no mucho fui testigo del respaldo estadounidense al golpe militar de Honduras en 2009, que derrocó a un presidente elegido democráticamente para que los extorsionistas pudieran apoyar a la comunidad empresarial y sus títeres políticos. Pero, como dije antes, podemos estar seguros de que se produjo una dinámica similar cuando Estados Unidos contribuyó a expulsar del gobierno a los presidentes democráticamente elegidos Jacobo Arbenz, de Guatemala en 1954, y Salvador Allende, de Chile en 1973, lo que desencadenó décadas de tormento para la población de esos países. Las necesidades de esta extorsión saqueadora siguen siendo las de toda la clase imperial dominante, ya sea comunista o capitalista: más mercados para sus productos y sometimiento absoluto de las fuerzas populares en sus satélites.
Pero esta historia presenta un giro. Las élites estadounidenses que han engordado a base de saquear en el extranjero también libran una guerra en su propio país. A partir de la década de los setenta, los mismos mafiosos de guante blanco han ganado contra la población estadounidense una guerra que ha adoptado la forma de monumental estafa soterrada. Poco a poco, pero con firmeza, han conseguido liquidar, bajo el disfraz de diversas ideologías fraudulentas como el «libre mercado», buena parte de lo que el pueblo estadounidense poseía. Así es el «estilo americano», un gigantesco fraude, un grandioso chanchullo. En este sentido, las víctimas de la extorsión no están solo en Puerto Príncipe o en Bagdad, también están en Chicago y en Nueva York. La misma gente que pergeña los mitos que narran lo que hacemos en el extranjero ha erigido también un sistema ideológico semejante que legitima el robo en su propia casa; el robo a los más pobres a manos de los más ricos. La población pobre y trabajadora de Harlem tiene más en común con la población trabajadora y pobre de Haití que con las élites de su propio país, pero para que la extorsión funcione «es preciso ocultarlo». De hecho, muchas acciones emprendidas por el gobierno estadounidense suelen perjudicar a sus ciudadanos más pobres y desposeídos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, North American Free Trade Agreement) es un buen ejemplo. Entró en vigor en enero de 1994 y supuso una oportunidad fantástica para los intereses empresariales estadounidenses, pues con él se abrían los mercados a la prosperidad inversora y exportadora. Al mismo tiempo, miles de trabajadores estadounidenses perdieron sus puestos de trabajo en favor de trabajadores de México, donde una población aún más pobre permitía rebajar los salarios. La conclusión inevitable es que todo nuestro mundo está a merced de una comunidad empresarial de élite que lo gobierna en secreto.
Los imperativos económicos de esta extorsión doblegan incluso «la seguridad» de los trabajadores estadounidenses. Durante el conflicto de Iraq en 2003, grandes sectores del Pentágono y de la comunidad de los servicios de «inteligencia» británicos no querían atacar Iraq porque creían que aumentaría la amenaza del terrorismo. Pero el fervor ideológico del seno de la extorsión por mantener su influencia en una región con una producción petrolera inmensa era una prioridad mayor que disminuir la amenaza contra vidas estadounidenses. Por tanto, la extorsión es una catástrofe para los países pobres que le rinden sumisión, pero también para la mayoría de los estadounidenses. La élite estadounidense no está dispuesta a echar una mano a sus compatriotas.
Quizá haya quien desconozca el alcance de la dominación estadounidense o tal vez lo sospeche a medias, en cuyo caso las páginas que siguen le ofrecerán pruebas indiscutibles. Para los lectores que creen saber ya el daño causado por la política exterior estadounidense, la novedad residirá en las pruebas del daño causado en su propio país, donde la guerra contra los pobres y los trabajadores de a pie es igual de feroz. En nombre del altruismo se ha construido un vasto edificio ideológico que inflige una violencia brutal tanto contra los pobres de su propio país como del extranjero. Es preciso apuntar a sus cimientos. Como dijo Harold Pinter en su discurso de recogida del Premio Nobel, cuando se trata de Estados Unidos «nunca ocurrió. Nunca ocurrió nada. No ocurrió ni siquiera cuando estaba ocurriendo. No importaba. No era de interés». A continuación añadía: «Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, inmorales, despiadados, pero muy pocas personas han hablado de ellos. Esto es algo que hay que reconocerle a Estados Unidos. Han ejercido su poder a través del mundo sin apenas dejarse llevar por las emociones mientras pretendían ser una fuerza al servicio del bien universal. Ha sido un brillante ejercicio de hipnosis, incluso ingenioso, y ha tenido un gran éxito».
Los medios de comunicación le harán creer que no existe ninguna extorsión, que es pura casualidad que vivamos en un mundo donde ochenta y cinco personas (¡ochenta y cinco personas!) poseen la mitad de la riqueza del mundo mientras cada año mueren de hambre más niños que los muertos en el Holocausto. Por supuesto, no es un accidente ni una mera peculiaridad de la historia, sino el resultado de una injusticia monumental y de las políticas de una mafia gigantesca. Para ayudar al planeta y a nuestra especie a sobrevivir, es necesario despertar de la hipnosis y ver la extorsión tal como es.
Ellos saben quiénes son; ha llegado el momento de quitarles la careta.
Matt Kennard se graduó en Periodismo en Columbia (Nueva York), y ha publicado en múltiples medios, como The New York Times, New Statesman, The Guardian o The Chicago Tribune. Ha sido director adjunto del Centro de Periodismo de Investigación en Londres y actualmente trabaja como freelance. Es autor del aclamado libro Irregular Army: How the US Military Recruited Neo-Nazis, Gang Members, and Criminals to Fight the War on Terror.