«Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti» Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal Imaginemos, por un momento, que solo existe una realidad material y que la conciencia es solo una capacidad emergente de la evolución. En otros términos, supongamos que categorías ideales como «dios» […]
«Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti»
Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Imaginemos, por un momento, que solo existe una realidad material y que la conciencia es solo una capacidad emergente de la evolución. En otros términos, supongamos que categorías ideales como «dios» o «alma» son meros imaginarios humanos. Resultado de estas suposiciones, podemos asumir que la vida de cada ser humano es única e irrepetible; que cada instante de existencia humana muere para dar vida al siguiente, sin ninguna esperanza de volver. Solo de pensar en dicho escenario, la piel se eriza. Y es comprensible, pues es difícil aceptar a la muerte material como fin último de toda conciencia individual.
Pero si la conciencia de la muerte es dura -y muchos buscan ahogarla con una existencia inauténtica-, creo que hay una conciencia aún más terrible, a la que podemos llamar la «conciencia del subdesarrollo»: cuán duro es comprender no solo que el ser humano individual es finito e irrepetible, sino también comprender que ese ser humano -la gran parte de veces por condiciones que nunca escogió- también está condenado a la miseria material y la pobreza. Pues no es lo mismo sentir la conciencia de la muerte paseando en los campos elíseos durante unas vacaciones de verano, a sentir dicho pesar en medio del «subdesarrollo», la pobreza, el hambre, y hasta la misma muerte.
Pensemos en un ejemplo: mientras que un individuo nacido en Francia posee un ingreso promedio -estandarizado- de más de 45 mil dólares anuales, un individuo nacido en la República Democrática del Congo posee alcanza apenas 800 (según estimaciones del Fondo Monetario Internacional para 2018). Bajo tales condiciones, en términos monetarios, cada año de vida francesa equivaldría a casi 56 años de vida congoleña. Así, aun perteneciendo a la misma especie humana, es mucho más probable que sea el africano quien esté condenado no solo a la muerte material, sino también al olvido e indiferencia de su par europeo (como sucedió, en su momento, con la crisis del ébola ). Otro ejemplo: hay más víctimas mortales por el terrorismo en Oriente Medio y África que en Europa o en Estados Unidos ; sin embargo, es clara la preferencia mediática por Occidente .
Como que la vida «vale» menos cuando uno nació en el «subdesarrollo». Como que las ideas, la filosofía, y hasta la ciencia valen menos por el mero hecho de nacer en las regiones empobrecidas por el capitalismo global. ¿Dónde están las cunas contemporáneas del conocimiento y del progreso técnico? ¿Dónde están las «grandes» universidades del mundo? ¿Dónde están los centros de «generación» de ideas, las escuelas de pensamiento más influyentes? ¿Dónde está la «vida auténtica»?
Lo que para unos es apenas un puñado de dólares que se gastará en algún hotel de lujo, o en algún almuerzo o coctel, para otros puede significar todo un año de alimentación, vivienda, vestimenta y hasta dignidad (pues, penosamente, en el capitalismo contemporáneo hasta la dignidad, la vida y el poder se miden en dinero ). ¿Cuántos del mundo empobrecido lloraron lágrimas de dolor e indignación por no tener un puñado de dólares y ganarse un poco de libertad? ¿Cuántos eruditos, cuántos genios, cuántas luces se han apagado porque no hubo el maldito dinero para que sean visibles ante los ojos del mundo? Es más, ¿quién es el «mundo» ante el cual uno debe hacerse visible para salir del «subdesarrollo»? La hegemonía cultural ha hecho que el mundo sea Europa Occidental, Estados Unidos o algún centro emergente…
Es duro saber que la existencia humana es finita, pero es hasta perverso que esa única existencia humana esté llena de miseria material y espiritual… llena de olvido e intrascendencia. Tantas personas que, día a día, sufren los suplicios de trabajos que exigen grandes esfuerzos y reciben ínfimas remuneraciones a pesar de su gran aporte social (como la agricultura) … para que otros vivan frustrados haciendo labores intrascendentes. De hecho, hasta parece existir una relación inversa «casi perfecta» entre cuánto un trabajo beneficia directamente a otros y su remuneración . Pero esa es la realidad que el capitalismo ha impuesto como condena a millones de seres humanos. Personas empobrecidas que no solo son asesinadas por el hambre, sino también por el olvido, el silencio, la indiferencia. El capitalismo las asesina incluso antes de que dejen de respirar.
Hacer entender esa realidad, y hacer entender que la culpa no es del pobre, no es del olvidado… quizá ese debería ser un objetivo central de las -mal llamadas- «ciencias sociales» y, en especial, de la economía. Todos quienes hemos nacido en el «subdesarrollo», todos quienes vivimos o comprendemos no solo el pesar de la finitud humana material, sino la frustración de la condena a una «miseria eterna», debemos exigir que la economía deje de ser crematística.
Si la economía no acepta su condición existencial , no acepta su potencial emancipador como instrumento que genere consciencia de los procesos contradictorios de la globalización capitalista, ¿para qué sirve?, ¿para enriquecer a burguesías y burocracias a costa de los pueblos?, ¿para embobar a la gente con tecnicismos idiotas esgrimidos por economistas intrascendentes?, ¿para alimentar a los » perros guardianes » del capital y del poder?
Quizá los economistas y la misma economía tienen miedo. Miedo de ser conscientes de la muerte y del «subdesarrollo» al que están condenadas millones de personas que jamás, jamás, saborearán ni las migajas de la civilización burguesa. Quizá la economía tenga miedo de ver los abismos creados por el capital, pues sabe que esos abismos -aún sumidos en la pobreza- pueden mirar dentro de ella, mirar y encontrar la forma de asesinarla.
John Cajas Guijarro. Economista ecuatoriano. Profesor de la Universidad Central del Ecuador. Doctorante en economía del desarrollo de FLACSO-Ecuador.
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