Foto: Pablo Vergara_ https://www.facebook.com/PVCfotografia?fref=ts Extraño ambiente el que se respira en territorio carioca. La ciudad de Río de Janeiro, a menudo considerada la ciudad-bandera de Brasil, acapara en el presente la atención de un auditorio internacional, con motivo de la copa mundial de fútbol. Este sólo hecho transfigura sustantivamente la temperatura social. Con más […]
Foto: Pablo Vergara_ https://www.facebook.com/PVCfotografia?fref=ts
Extraño ambiente el que se respira en territorio carioca. La ciudad de Río de Janeiro, a menudo considerada la ciudad-bandera de Brasil, acapara en el presente la atención de un auditorio internacional, con motivo de la copa mundial de fútbol. Este sólo hecho transfigura sustantivamente la temperatura social. Con más de 11 millones de habitantes (incluida la zona metropolitana), esta urbe de aparatosos contrastes ocupa el primer lugar en afluencia turística en el país, y es por sí sola, de acuerdo con las deshonestas valoraciones de los indicadores macroeconómicos, una de las economías en más rápido ascenso. La microeconomía, esa que atañe a los que entienden poco o nada de la ciencia económica, es igual de ingrata que en cualquier otro país latinoamericano. Ser pobre es un calvario. El milagro brasileño comparte una característica con esos otros prodigios económicos que cada cierto tiempo irrumpen para beneplácito de los economistas nobel y consortes: finge demencia con los damnificados de la bienaventurada bonanza.
Acá en Río de Janeiro la copa es un acontecimiento que despierta poco entusiasmo. La atención está volcada a lo que a menudo se conoce como la «anti-copa». Cuando el carioca aborda a un «gringo» (para el fluminense todos los extranjeros son merecedores de este hiriente epíteto), sin más fingimientos introductorios inquiere: «¿usted vino a Brasil para la copa o la anti-copa?» Lo curioso es que la gente en Río intuye que el interés de no pocos foráneos gravita alrededor de las movilizaciones y no de los «fan fest» o festivales para despreocupados aficionados del fútbol. Naturalmente la respuesta de los inquiridos varía significativamente. Algunos, condenados a una especie de estado esquizofrénico, divididos entre una simpatía irreductible con las causas anti-copa y una pasión no menos incorregible por el deporte que más devotos congrega, se ven obligados a responder sin ambages aunque no sin una cuota de vergüenza: «venimos a la copa y a la no-copa». Lo cierto es que un porcentaje mayoritario de brasileños está inconforme con la celebración del mundial en su suelo. Y adviértase que se trata del país del fútbol. En Brasil, la copa del mundo es una especie de intruso malquerido, un arrimado que hace algún rato comenzó a apestar. No exageran los brasileños cuando acusan que la FIFA es el gobierno de facto en Brasil. La copa involucró una suerte de ocupación territorial, y por consiguiente una ocasión de confiscación de un patrimonio nacional: el fútbol. El movimiento anti-copa exitosamente evidenció que esta expropiación arrastra por añadidura un inventario de atropellos aún más graves o socialmente nocivos: desplazamiento de asentamientos, despojo de viviendas, policialización de las calles, reorientaciones presupuestarias claramente lesivas para las franjas poblacionales más desprotegidas, usufructo privado de los erarios públicos etc. No sorprende que el estado de ánimo que rodea al mundial sea de desconfianza e indignación. La pregunta que más inquieta no es en relación con quién será el campeón del certamen, sino cuál será el alcance de las protestas. Inédito e insólito: no se recuerda una copa tan señaladamente marcada por un asunto ajeno a las canchas, y en un país donde el fútbol es acaso algo más que una religión.
Lo que mal empieza mal acaba. Tan sólo dos años después de la designación de Brasil como anfitrión de la copa del mundo, el propio presidente Lula se encargó de señalar los retrasos en las obras de urbanización e infraestructura previstas para el mundial. Lo que no agregó -por razones políticas facciosas- es que esas demoras eran resultado de las recompensas de los operadores políticos de la FIFA, solventadas con base en la malversación de los caudales dinerarios públicos. Con el mundial ya en marcha, las obras siguen inconclusas. Y es prácticamente un hecho que permanecerán inacabadas. Un carioca resume el sentir de los brasileños en torno a esta tomadura de pelo: «lo peor que pudo pasar es que no acabaran las obras antes del arranque del mundial; porque si no estuvieron listas para la copa no estarán listas nunca». Sin el escrutinio internacional las obras están condenadas a la suspensión indefinida o definitiva.
La semana que precedió a la inauguración de la copa fue un amasijo oscilante de nerviosismo de las autoridades públicas, desinterés ciudadano, descontento social, y poca o nula afluencia de turistas. La gente en Brasil sin tapujos admite que la expectativa es más alta cuando el mundial de fútbol se celebra en otro país. En Río los banderines sólo ondean en las favelas y en alguno que otro establecimiento comercial. El grafiti anti-copa tiene predominio en la decoración popular de la ciudad. Y muchos de los volantes que circulan en las calles anuncian convocatorias para las protestas, congresos y mítines políticos adversos a la copa del mundo. Los microeventos políticos ensombrecen el megaevento deportivo.
El malestar social no es llanamente un reclamo por el derroche monetario que acarreó la organización del mundial de fútbol. Es más complejo, profundo e indeterminado el fondo de la agitación. Involucra la omisión de demandas sociales largamente desoídas; el abuso metódico a gran escala; la violencia efectuada contra los grupos favelados o más vulnerables; la obscena manipulación de la información; el alza astronómico del costo de vida, etc. Brasil es un compendio de contrastes inexcusables: los sectores medios-altos viven más o menos cómodamente (aunque en entornos de extraordinaria inseguridad); los pobres no ven lo duro sino lo tupido. Y aún cuando las manifestaciones no están conducidas por sujetos favelados (curiosamente destaca más la presencia indígena), el hecho es que el reclamo ciudadano general tiene un alto contenido popular. La protesta es un gesto de fastidio socialmente transversal. Y un signo de una conciencia política que avanza en sintonía con la creciente complejidad de los pueblos latinoamericanos, inscritos en el marco de una globalidad desfavorable para la región. En un país que ya conoce lo que es cambiar la política a través de la movilización (véase los orígenes del PT), es tan sólo natural que la gente estime con más criterio político la protección de sus derechos básicos. La movilización es fruto de una razón crítica apreciablemente extendida en Brasil. Es un rebase por la izquierda a esa izquierda partidaria que alguna vez trazó e inauguró en las calles el empoderamiento ciudadano, y que ahora encumbrada en el poder pretende frenar este proceso, en contubernio con las intrusivas transnacionales. En el contexto de la advenediza copa del mundo, las consignas políticas en Brasil están a tono con esta deshonrosa realidad: «Ocupa copa» o «FIFA go home».
La nota destacada de la inauguración fue la confrontación. El argentino Jorge Valdano, hombre de letras e inteligente, aunque desproporcionadamente apodado el «filósofo del fútbol», declaró en alguna ocasión que este deporte se ha convertido en algo lo suficientemente importante como para demandarle un poco de responsabilidad social. Muchos en Brasil parecen coincidir con el exfutbolista argentino. Otros difieren, y desprenden el fútbol de su momento sociopolítico. Estas dos posiciones se enfrentaron física y verbalmente en Copacabana, el «día uno» de la justa mundialista. Brasileños pro-copa y anti-copa colisionaron en las inmediaciones de la emblemática playa carioca. El encuentro no fue nada terso. Golpes, empellones y recordatorios de progenitora. Los menos fieros buscaron los micrófonos y cámaras para expresar, según fuera el caso, su simpatía o inconformidad con la copa. La policía militar reprimió sigilosa y selectivamente. No obstante, ese mismo día por la mañana, en el folclórico barrio de la Lapa, los llamados «robocops» disolvieron la primera manifestación de la jornada inaugural con lujo de garrotazos y explosivos lacrimógenos. Más de un manifestante fue detenido sin que los medios de comunicación pudieran dar cuenta de su nombre o paradero. Al final, todo marchó sin contratiempos y con singular festividad… de acuerdo con los reportes de la prensa tradicional.
Con frecuencia se escucha decir, en una clara evocación de aquel emotivo discurso de Diego Armando Maradona, que la pelota no se mancha. Al menos esa es la expectativa de los esquizofrénicos sin cura que, por un lado, denuncian la colección de agravios que trae consigo la organización de la copa, y por otro, profesan incorregiblemente un culto al dios redondo: el fútbol.
Balón dividido, auditorio dividido. Esta contradicción es la cifra dominante de Brasil 2014.
Glosa marginal: un grupo de colegas chilenos-brasileños documentó la primera jornada de actividades del Congreso Intercultural de Resistencia de los Pueblos Indígenas y Tradicionales Maraká aná, celebrado en Seropédica, Río de Janeiro, del 4 al 8 de junio. Los orígenes de esta moción se remiten al desalojo en 2013 de las familias indígenas que habitaban la Aldea Maracaná, un antiguo edificio adyacente al mítico estadio de fútbol. La expulsión de los indígenas y la ulterior ocupación policial de las instalaciones puso al descubierto los violentos procesos de aristocratización socioespacial que escoltan la preparación de los megaeventos deportivos. Este es el testimonio audiovisual de los compañeros de Memoria Latina: https://www.youtube.com/watch?v=1wzxivHaX9U&feature=youtu.be
Blog del autor: http://lavoznet.blogspot.com.br/2014/06/la-contracronica-de-la-copa-preludio-e.html
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