La crisis es ese momento, donde el sistema capitalista pone de relieve sus profundas contradicciones, y el estado burgués su vocación de servicio a la lógica de la reproducción y la acumulación del capital. Esta crisis económica, ha estado aderezada por el descrédito del pensamiento neoliberal acompañado del resurgimiento parcial de los postulados de keynesianos, […]
La crisis es ese momento, donde el sistema capitalista pone de relieve sus profundas contradicciones, y el estado burgués su vocación de servicio a la lógica de la reproducción y la acumulación del capital. Esta crisis económica, ha estado aderezada por el descrédito del pensamiento neoliberal acompañado del resurgimiento parcial de los postulados de keynesianos, lo que ha conducido hacia una mezcla tóxica de desregulación con fuerte acción gubernamental que hasta ahora no ha logrado detener la catarsis iniciada desde hace más de tres años. En este caso, se ha de resaltar, que poco a poco se ha ido transitando del rescate a las instituciones financieras en apuros, al rescate de los sacrosantos presupuestos neoliberales del equilibrio fiscal, una vez restaurado el lucrativo negocio especulativo, por supuesto.
Sin embargo, por la actual evolución y persistencia de la crisis, a pesar de los esfuerzos por detener el tsunami económico, pudiera afirmarse que se va arribando a un punto donde las propias respuestas gubernamentales caducan y se perfila un panorama que podría describirse como «la crisis de las soluciones».
Recurriendo a la teoría, las principales herramientas de la política macroeconómica a disposición de los estados, serían la política comercial, de precios y salarios, la política monetaria y la política fiscal. Una revisión de estos instrumentos a la luz de las actuales circunstancias, muestra el fracaso continuado en su manipulación para detener el impulso destructor del ciclo económico.
En esta crisis, más allá de algunos esfuerzos proteccionistas que se pudieron percibir en sus inicios, como el reclamo de «compre americano», la política comercial apenas fue modificada. Ha permanecido intacta la retórica librecambista que impulsa la OMC y que tan conveniente resulta para el desahogo de los excedentes productivos que deja tras de sí la crisis económica. Quizás se recuerdan con amargura, los días de la Gran Depresión del 29 al 33, donde tras el abandono del patrón oro, y los movimientos sin sentido de las tasas de cambio, se creó un escenario de guerra comercial que agravó aún más la dura situación imperante.
La coordinación multilateral, ha sido incapaz de conducir a puerto seguro a la economía capitalista. El G-20, flamante grupo de concertación y respuesta, no ha logrado ir más allá de una retórica de tintes keynesianos y una incapacidad para actuar digna de la más dorada medalla olímpica. La Unión Europea se muestra desunida cuando se habla de emitir eurobonos, o de solucionar la crisis de la deuda, y mientras tanto este bloque continúa en el centro de los debates sobre la crisis económica mundial.
Tampoco la política de precios y salarios, también llamada «política de rentas» ha sido llamada a escena. Sería un imperdonable ultraje contra el neoliberalismo, golpeado, pero resistente. Estos controles de salarios y precios han quedado excluidos de un contexto, donde precisamente la especulación con los elevados precios alcanzados por los alimentos y otras «commodities», ha contribuido a complejizar la situación para los más pobres, aunque esto resulte rentable para las instituciones que no dudan en utilizar el hambre de muchos para enriquecerse aún más.
Por su lado, la política monetaria muestra algunas divergencias en sus formas operativas, aunque en esencia se trate de una misma agenda al servicio del capital en apuros. Por ejemplo, en ninguno de los países desarrollados en crisis, han faltado millonarias inyecciones de liquidez, para permitir la continuación del funcionamiento de los mercados. Las diferencias comienzan a surgir a la hora de analizar el comportamiento de los principales actores en esta política, los bancos centrales.
La Reserva Federal (Fed), en Estados Unidos, se ha destacado por sus políticas expansivas en medio de la crisis. Con tasas de interés cercanas a cero, no ha dudado en realizar gigantescas compras de dudosos activos hipotecarios, y lanzar a la circulación billonarios planes que fueron conocidos como de «flexibilización cuantitativa». Ello ha permitido poco a poco el retorno de la normalidad especulativa en las bolsas de valores, aunque los recursos financieros no han calado hacia la inversión productiva. Los «daños colaterales» de estas políticas de la Fed, no se limitan solo al riesgo inflacionario que la inyección de tal volumen de recursos en una economía en crisis provocan, sino también han servido para esbozar una «guerra de divisas», originada por la mejora relativa de la competitividad de las exportaciones norteamericanas, alcanzada sobre la base de un dólar devaluado. A esto habría que agregar, las grandes trasferencias de recursos que se dieron -una fuga de divisas inversa, buscando las mayores tasas de crecimiento y de rentabilidad- hacia las economías emergentes más resistentes. En síntesis, la Fed, con su actuación solo ha permitido la continuación del juego especulativo, sin que los recursos puestos en función de la economía norteamericana se hayan empleado para recuperar el crecimiento y el empleo.
El Banco Central Europeo, haciendo gala de la independencia estructural establecida desde el mismo momento de su nacimiento, aunque ha sido partícipe de los problemas europeos, no ha dudado en compartir la escena con el Fondo Monetario Internacional. Más allá de adquirir un compromiso activo con los más de 500 millones de habitantes de Europa, se coloca sus anteojeras y ante los indicios inflacionarios observados a mediados de 2011 fue capaz de elevar las tasas de interés, aún bajo el riesgo de agravar las ya deterioradas condiciones productivas en la región. A partir de noviembre de ese año se fue revirtiendo dicha medida.
Por último, el manejo de la política fiscal ha tenido dos momentos decisivos. El primero, caracterizado por el gasto exorbitante -aunque pequeño en comparación con el volumen del capital ficticio involucrado en la juerga especulativa-, transfirió la bancarrota de los especuladores privados a las cuentas del gobierno, lo que es decir, se ensayó una fórmula para que el pago de la crisis recayera, al fin y al cabo, sobre los contribuyentes. El segundo momento, comienza con la crisis fiscal, la bancarrota de los estados y la deuda galopante. Es entonces que se aplican políticas de reducción del gasto público, mientras se sustituye lo que quedaba de racional en las respuestas económicas frente a la crisis, por la racionalidad neoliberal de los equilibrios macroeconómicos. Los pueblos pueden sufrir, pero los balances de las cuentas nacionales no.
Y estas llamadas políticas procíclicas están proliferando. Por doquier se informa sobre los recortes al gasto gubernamental, donde por supuesto, los que menos tienen siempre han sido y serán los que sufran más. No por gusto, a estas alturas, ya se escuchan las voces de los pueblos indignados por el sufrimiento humano y los rumbos que en medio de esta crisis van tomando sus sociedades. Ya sea en la Puerta del Sol, en España, ocupando Wall Street, o en alguna de esas más de 950 ciudades que se manifestaron en octubre del 2011, la presión popular se hace sentir.
Cada día, resulta más evidente que la crisis se ha entronizado también en los esfuerzos para solucionarla. Ya los modelos econométricos de los organismos financieros internacionales, como el FMI, comienzan a arrojar sombríos pronósticos sobre la economía mundial para el 2012. Los llamados «brotes verdes» se van secando ante el estancamiento de la economía mundial y los riesgos crecientes de una nueva recesión, por lo que solo queda esperar qué otras respuestas serán ensayadas, aunque con ellas se corra el peligro de agravar la situación, o inclusive, de ir gestando la próxima crisis del sistema.
Investigador del Centro de Investigaciones de la Economía Mundial. La Habana, Cuba
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