El concepto “banalidad del mal” fue propuesto por Hannah Arendt en el libro publicado en mayo de 1963 sobre el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén entre abril de 1961 y mayo de 1962, fecha en la que fue ejecutado después de confirmarse su sentencia de muerte.
Eichmann era el teniente coronel de las SS, destacado en la Gestapo, la policía política de la Alemania nazi, donde se había convertido en el principal «especialista» de la «cuestión judía», llegando a ser responsable de la gigantesca operación logística que implicó el exterminio de la población judía de Alemania y de todos los países bajo ocupación del III Reich. Es decir, el censo y concentración coercitiva de los judíos en cada país, el inventario minucioso de sus bienes con vistas a la expropiación por parte del Estado nazi, la planificación y realización del transporte ferroviario y la distribución por los campos de exterminio o de concentración y finalmente la recolección de los despojos rentables dejados por las víctimas (joyas, dientes de oro, cabellos…) y su envío al Ministerio de Economía y al Tesoro del Reich.
El estudio del voluminoso proceso judicial contra el Obersturmbannführer responsable de la vertiente logística del holocausto y el análisis de su comportamiento en los tribunales llevaron a H. Arendt a formular la idea de que la barbarie criminal del nazismo sólo fue posible mediante la difusión generalizada, como un hongo, de lo que calificó como la banalidad del mal. Es decir, la quiebra del pensamiento crítico, la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal, la normalización de la barbarie, de la prepotencia, de la injusticia, el sonambulismo social frente a la explosión y la discriminación. En definitiva, el “colapso moral” de las actitudes y comportamientos dominantes. Es importante precisar dos puntos esenciales en el enfoque de Arendt sobre la banalidad del mal.
El primero es que encara el mal en términos claramente seculares, es decir, rechazando cualquier explicación trascendental, «demoníaca», fruto solo de monstruos y demonios (las élites del nazismo) metafísicamente extraños a las realidades que los generaban. Por el contrario, la autora se resiste a conferir fácilmente un carácter mítico a la banalidad del mal, considerándola como inherente a los regímenes totalitarios emergentes en el siglo pasado. En el fondo, un producto de la capacidad de estos totalitarismos contemporáneos de “alterar sistemáticamente la naturaleza humana, haciendo superfluos los seres humanos, en su pluralidad, espontaneidad e individualidad” (1).
El segundo punto se une al anterior: es imposible imponer la banalidad del mal sin la colaboración y la complicidad de las víctimas, es decir, sin ese colapso moral resultante de la incapacidad de pensar, juzgar y comparar generada por la alienación, el miedo o la manipulación. Lo que convierte a las «personas vulgares», incapaces de cometer delitos en diferentes condiciones, en cómplices por acción u omisión o en coautores de las peores barbaridades y formas extremas de injusticia y arbitrariedad. Las élites nazis y su vasta red de servidores son obviamente responsables de los atroces crímenes que han cometido. Pero lo que sobre todo inquieta a Arendt es la capitulación moral de la mayoría y su incapacidad para precisar y reflexionar. Esto es lo que históricamente caracteriza el mal en las sociedades totalitarias: la banalización de lo intolerable y, en consecuencia, su viabilidad impune.
Para escándalo de la sociedad israelí de los años 60 del siglo XX y de buena parte de la intelectualidad europea o norteamericana, Arendt defendió en este trabajo que sin la complicidad de los consejos judíos en el Reich y en los diversos países ocupados (que seleccionaron, organizaron y pagaron las deportaciones de las comunidades judías a los campos de exterminio y de concentración) la “solución final” no habría sido posible y el número de judíos asesinados en masa habría sido claramente inferior a lo que fue. Del mismo modo, se debe preguntar si sería posible la política de genocidio y masacre contra el pueblo palestino llevada a cabo en Gaza y Cisjordania por el Estado de Israel apoyado por los Estados Unidos, sin la complicidad silenciosa de los gobiernos y de buena parte de la opinión pública de los países de la Unión Europea y de Occidente en general. Nuevamente es la banalización del crimen lo que no sólo lo hace viable, sino que genera su impunidad a nivel internacional. En realidad, el concepto de banalidad del mal vuelve a ser central en el análisis de la actual crisis del capitalismo tardío.
El impasse del capitalismo tardío y el autoritarismo de nuevo tipo
Se sabe que la crisis del capitalismo en la época del neoliberalismo se deriva de su prolongada incapacidad estructural para superar un largo período de tasas de acumulación mediocres y del estancamiento y la inflación en su crecimiento global. A pesar de los niveles de concentración del capital sin precedentes e incluso del registro de tasas de beneficio impresionantes de las multinacionales vinculadas a las nuevas tecnologías digitales, en términos globales, la economía capitalista se arrastra en la estanflación: la naturaleza especulativa y parásita del capitalismo dominante genera su propio impasse.
Los gestores económicos y políticos del capital financiero -el centro socialdemócrata y la derecha tradicional en cada Estado o en los organismos supranacionales- intentan superar el impasse sistémico reforzando autoritariamente la imposición de la estrategia neoliberal contra cualquier tipo de resistencia social o política. La privatización de los sectores estratégicos de la economía o de los servicios públicos universales para potenciar la acumulación parasitaria y rentista; la especulación financiera en detrimento del fomento productivo; la desgravación fiscal de las grandes fortunas; la ofensiva contra los derechos laborales para maximizar la extracción de la plusvalía relativa y absoluta (precarización, uberización, despidos, deslocalizaciones, salarios bajos, empeoramiento de las condiciones de trabajo, sobre la explotación del trabajo inmigrante, restricciones al derecho a la huelga, a la libertad sindical y a la contratación colectiva…); la carrera armamentista para disputar mediante la guerra dominios imperiales; la preservación del beneficio marginando las políticas preventivas contra la catástrofe ambiental y climática: es todo un programa en el que, a un plazo más o menos corto, la democracia política y social es vista como un obstáculo a eliminar.
Parte del centro y de la derecha clásica optan en este contexto por un drástico giro a la derecha para acabar autoritariamente con las resistencias sociales y políticas con la única solución de que disponen: aplicar sin compasión ni concesiones los programas de reestructuración neoliberal, en la práctica, radicalizar el proceso económico, social, político y cultural de regresión civilizacional ya en curso. Parece que lo están haciendo por dos caminos más o menos simultáneos según los países: adaptando programáticamente y en la práctica gubernamental las políticas y prioridades de la nueva extrema derecha que ha emergido exitosamente con la crisis y el descontento, o aliándose con ella en acuerdos parlamentarios o gubernamentales. En ambos casos, el papel de la extrema derecha fascista, al conferir alguna base electoral y de masas a la radicalización de una derecha clásica en declive, hace que este acercamiento sea casi ineludible y permite prever la emergencia a corto o mediano plazo de regímenes autoritarios de nuevo tipo, tal vez las nuevas formas de un fascismo adaptado a las condiciones actuales. En realidad, solo la resistencia social y política, nacional e internacional, de las opiniones públicas y de las movilizaciones populares puede detener esta deriva fascista que se alimenta a sí misma con los éxitos que obtiene: el triunfo de Trump en los Estados Unidos anuncia tiempos difíciles para la democracia política y para las izquierdas socialistas y antifascistas en todo el mundo.
Una subversión política de este tenor, por su dimensión estructural e impacto social, requiere no solo la captura y reconfiguración autoritaria del Estado por ese frente de las derechas fascistas sino, sobre todo, para lograr imponerse, necesita la fabricación del consenso social que permita la aceptación, (activa o pasiva) del nuevo orden. Es decir, necesita conquistar la hegemonía ideológica, establecer una visión del mundo, un sistema de valores y representaciones que organice la adhesión o la sumisión. Y, como en el fascismo paradigmático, esto no se obtiene solo por la coerción, por la violencia represiva, exige la adecuada combinación de esta con la masiva regimentación del cumplimiento a todos los niveles de la vida social. Esta gigantesca ofensiva ideológica por parte de las derechas neoliberales y fascistas, esta guerra cultural contra la democracia, el socialismo y todas las expresiones del pensamiento emancipatorio está en marcha. Su virulencia y expansión son financiadas, equipadas y entrenadas por el asombroso poder de las multinacionales que controlan oligopolísticamente las nuevas tecnologías digitales y promueven con éxito, a través de las redes, sociales y no sólo, la manipulación algorítmica y el condicionamiento de los comportamientos, la explotación de los instintos primitivos, la mentira, la demagogia, la intimidación, el culto sin sentido del caudillo bufón e histriónico.
El hecho es que este circo parece responder al miedo, a la ira, al descontento de vastos sectores intermedios y asalariados de la población víctimas del rastro de destrucción económica y social del capitalismo neoliberal o amenazados por ella, pero que se sienten abandonados por la gobernanza de las élites tradicionales del centrismo socialdemócrata y de la derecha clásica y descreen de la capacidad de una izquierda debilitada de constituirse como alternativa. La vieja derecha, que tiende a aliarse a la nueva extrema derecha, cabalga por ello, con éxito, los sentimientos de frustración generalizados, debidamente aplanados e instrumentalizados, por paradójico que parezca, en apoyo de las formas más radicales y violentas de explotación y prepotencia política. Este éxito radica en la socialización del miedo y la inseguridad, en la difusión de la creencia irracional en las «virtudes» de la desigualdad, de la ley del más fuerte, de la impiedad social, como si fueran una expresión del «orden natural» de las cosas. Es una especie de retorno político y cultural del darwinismo social contra la solidaridad y la acción colectiva, desplegado en el recrudecimiento del racismo, de la misoginia, de la homofobia y en el fomento de nuevas formas de oscurantismo generadoras de apatía y de la quiebra del espíritu crítico frente a la barbarie y la arbitrariedad. Y por ahí se vuelve, en esta época del capitalismo tardío, a la banalidad del mal. A esa especie de gran colapso moral que hace de buena parte de las víctimas, aliadas del Apocalipsis contra sí mismas. La banalidad del mal fabricada por la alienación es el camino abierto al desastre que sólo la resistencia contra-hegemónica puede y debe detener.
Intentaré ilustrar brevemente el problema actual de la banalidad del mal en relación con dos cuestiones cruciales que hoy se plantean a nivel nacional e internacional: la cuestión de la guerra y la paz y la cuestión de la conciliación o el conflicto de clases.
La cuestión de la guerra y la paz
Probablemente no haya mejor ejemplo en los días que corren del sonambulismo cívico y del colapso moral de la ciudadanía rendida a la barbarie que la actitud de la gobernanza británica y europea y de amplios sectores de la opinión pública «civilizada» y «liberal” frente a la guerra genocida llevada a cabo por el Estado de Israel contra el pueblo palestino. Cerca de 45.000 muertos (70% de los cuales mujeres y niños) como resultado de los bombardeos y la invasión militar ilegal de Gaza y Cisjordania; recurso masivo de tortura, asesinatos y arrestos arbitrarios; asedio total a la población de Gaza masacrada y sin posibilidad de fuga; bloqueo de la ayuda humanitaria y prohibición de la intervención de la agencia de las Naciones Unidas responsable de organizar y distribuir el apoyo alimentario, médico y sanitario (con la detención y asesinato de varios de sus empleados); violación sistemática de los derechos más elementales de la población árabe – todo este rastro sangriento de crímenes de guerra y genocidio comenzó mereciendo de la Unión Europea, de la mayoría de los gobiernos que la componen, del gobierno británico y de gran parte de sus partidarios una vergonzosa aprobación bajo el pretexto de que se trata del “derecho de defensa” del gobierno fascista de Israel. Cuando la protesta mundial e incluso la condena de los tribunales internacionales han crecido, la aprobación de las élites occidentales se convirtió en un silencio hipócrita. Atraída a la soberanía imperial de los Estados Unidos, la “Europa de los derechos” y del “imperio de la ley” se convirtió en cómplice activa del crimen de genocidio y exterminio del pueblo palestino, disculpo y trivializó la barbarie permitiendo la impunidad de la matanza y la violación del derecho internacional. La banalidad del mal se instaló para apoyar la agresión. Con la victoria de Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses se puede pasar impunemente y con un apoyo reforzado a los siguientes pasos del programa de la extrema derecha sionista: la anexión de Gaza, Cisjordania y parte del Líbano al «Gran Israel» y el ataque militar a Irán. De ahí a la guerra mundial no hay más que un pequeño paso. La banalización y la impunidad del genocidio desembocan en la guerra. Hoy como en 1939.
La cuestión de la desigualdad y la conciencia de clase
Sólo aparentemente hay contradicción entre el culto ideológico de las “virtudes” de la desigualdad y la competencia proclamada por los políticos y publicistas de la derecha y la extrema derecha y la apología que todos ellos hacen del fin de la lucha de clases y de la armonía esencial entre el capital y el trabajo. En realidad, la difusión neo-corporativista y organicista de las concepciones defensoras del “abrazo” entre patrones y trabajadores como fruto del “orden natural” de las cosas y de la lucha de clases como anomalía artificialmente inducida por la subversión socialista es la puerta abierta para la imposición de las formas más brutales de desigualdad e injusticia social y para la criminalización, como “comportamiento desviado”, de cualquier forma de organización y resistencia de clase. Hoy como en el pasado, en el fascismo clásico, el corporativismo es el camino para la sumisión del trabajo al capital.
Por dos razones obvias. Porque con su predicación sobre la conciliación de clases, los oligarcas preparan la neutralización o la prohibición de la libertad sindical, la limitación o la prohibición del derecho a la huelga, el vaciado de la contratación colectiva, la liberalización de los despidos, la devaluación real de los salarios, la generalización de la precariedad y la uberización, el empeoramiento de las condiciones y de la duración del trabajo, en definitiva, la maximización de la extracción del valor añadido y del beneficio
En segundo lugar, porque para alcanzar estos objetivos necesitan anestesiar la conciencia de clase del mundo del trabajo, hacer que el proletario deje de reconocerse como sujeto transformador de la sociedad y se asuma como «clase media» que colabora con los patrones. Es decir, el capital necesita imponer un ambiente ideológico de desmovilización y alienación, poner a los trabajadores en contra de sus propios intereses, trivializar la explotación. Para empezar, contra el trabajo inmigrante, lanzando a los trabajadores «nativos» contra los inmigrantes, sin tener en cuenta que tiende a ser este patrón de explotación el que la patronal quiere imponer globalmente.
A esta ofensiva ideológica –que ha progresado con éxito en el mundo occidental– contribuye la propia estructura del capitalismo neoliberal y sus efectos en la naturaleza y en la conciencia de la clase obrera: la desmovilización y desindicalización derivada de la hegemonía de las ideas triunfantes por la ausencia de alternativa al capitalismo financiero victorioso de la posguerra Fría; la progresiva quiebra de los PC de obediencia soviética y de sus aparatos sindicales sin constituir una alternativa a la izquierda suficientemente fuerte como para resistir con éxito el reflujo y la deriva hacia la derecha (excepto, en Europa, el caso de Francia Insumisa); el proceso objetivo de segmentación, precarización, uberización, deslocalización y desempleo del mundo del trabajo asalariado, con profundos reflejos en su unidad y movilización.
El mundo del trabajo cambió objetiva y subjetivamente en la época actual del capitalismo tardío. Y estos cambios contribuyen al retroceso de la conciencia de clase, al sonambulismo social y a la conciliación, a la desmovilización. Este es el fruto de la banalización de la explotación y de la aceptación de las peores formas de injusticia y desigualdad. Una vez más, la banalidad del mal va de la mano de la regresión social y civilizatoria. La izquierda socialista tiene que encontrar las soluciones políticas y sindicales adecuadas para contrarrestar esta tendencia. A raíz del triunfo del trumpismo en los Estados Unidos han surgido puntos de vista que proponen el retorno a un cierto economicismo reformista y el abandono de la conexión de la lucha del trabajo con los combates feministas, antirracistas y antihomofóbicos. No parece ser ese el camino. La explotación y la opresión del capitalismo actúan como un todo. La centralidad de la lucha por la emancipación del trabajo es inseparable de la lucha contra el patriarcado, el racismo y la homofobia. La lucha por el socialismo, por la transformación de la sociedad, solo puede ser la lucha de todos. La izquierda que se engaña sobre esto camina inevitablemente hacia la irrelevancia.
Nota:
(1) António Araújo y Miguel Nogueira Brito, “Introducción. Arendt en Jerusalén”, en Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un reportaje sobre la banalidad del mal, Ítaca, 2017, p. 32
Fernando Rosas. Historiador. Profesor emérito de la Universidad Nova de Lisboa. Fundador del Bloque de Izquierda
Texto original: https://www.esquerda.net/artigo/crise-do-capitalismo-tardio-e-banalidade-do-mal/92963
Fuente: https://sinpermiso.info/textos/la-crisis-del-capitalismo-tardio-y-la-banalidad-del-mal