Resulta enormemente significativo que el distinguido profesor Hayek, defensor a ultranza de la libertad, proclamase su apoyo incondicional a un dictador tan sanguinario, corrupto y siniestro como el general Pinochet, al afirmar que: – Cuando no existen reglas, alguien tiene que hacerlas. Una dictadura puede ser necesaria durante un cierto período de tiempo como forma […]
Resulta enormemente significativo que el distinguido profesor Hayek, defensor a ultranza de la libertad, proclamase su apoyo incondicional a un dictador tan sanguinario, corrupto y siniestro como el general Pinochet, al afirmar que:
– Cuando no existen reglas, alguien tiene que hacerlas. Una dictadura puede ser necesaria durante un cierto período de tiempo como forma de instaurar una democracia estable, limpia de impurezas… (¿los más de 30.000 chilenos asesinados en el golpe de Estado quizás? )…
La mejor manera de defender la libertad es imponerla a sangre y fuego. Las declaraciones de Hayek prueban que prefiere la legalidad surgida de las armas a la elegida pacíficamente por la mayoría de los ciudadanos, cuando éstos tienen la desgracia, o cometen la imprudencia, de desviarse de la buena senda. Pero no se trata aquí de juzgar tanto sus posturas políticas, como sus posiciones ideológicas.
El gran apóstol de la libertad del siglo XX, inició su fervorosa cruzada neoliberal en 1947, recién terminada la segunda guerra mundial, cuando fundó la Mont Pelerin Society, un elitista laboratorio de ideas o think thank, al que solo se accede por invitación, y que a lo largo de su historia ha contado en sus filas con 8 premios Nobel de Economía, desde él mismo, que fue además su primer presidente, hasta otras personalidades no menos célebres como Milton Friedman, George Stigler o Gary Becker. Desde el primer momento, este selecto club de cerebros, financiado por la fundación William Volker Fund, se consagró a la tarea de expandir las bases ideológicas de la revolución conservadora a lo ancho y largo del globo, desplegando una febril actividad que con el paso del tiempo se revelaría como una de las inversiones más rentables del capitalismo contemporáneo.
Desde tan privilegiado pedestal, Hayek ha estado impartiendo su lección magistral a la humanidad durante cincuenta años:
– Una dictadura se puede poner límites a sí misma y resultar así más liberal que una democracia totalitaria . Porque la democracia cumple una función higiénica: asegurar que los procesos políticos se conducen correctamente y permitir a la gente impedir que el gobierno haga ciertas cosas; pero la democracia no es un fin, sino que constituye tan solo un instrumento al servicio de la libertad, por lo que de ninguna manera tiene la misma categoría que ella. Desgraciadamente, la libertad está hoy gravemente amenazada por el afán de la mayoría, compuesta por gente asalariada, de imponer sus criterios y opiniones a los demás.
Como no podía ser menos, la mayoría constituye la mayor amenaza a la libertad y la democracia. Que la gente asalariada pretenda intervenir en la marcha de la sociedad, atenta contra el buen orden de las cosas. Cada cual tiene que dedicarse a lo suyo. Los currelas a trabajar sin rechistar, y los multimillonarios a ser libres y mandar. Al fin y al cabo, la libertad forma parte del patrimonio de los ricos (como todo lo demás), y sería imperdonable que se la dejasen arrebatar por un puñado de personas inferiores, mano de obra a su servicio. El mayor problema para los ricos es que se les acumula el trabajo, ya que «la necesidad de un poder capaz de garantizar la propiedad privada, propicia que los gobernantes tiendan a abusar de los poderes a ellos confiados», lo que les obliga a controlar con pulso firme tanto al pueblo como al gobierno, ya que cualquiera de sus dos subordinados le puede traicionar.
Solo la fuerza permite conservar la riqueza (el botín acumulado), por lo que el poder no puede mostrarse débil ni hacer concesiones. Hayek, su portavoz autorizado, denuncia con sobrada razón que «los gobiernos se han convertido en instituciones de beneficencia»… solo que de la banca y las grandes corporaciones, no de las personas, se le olvida añadir.
«Comenzamos domesticando al salvaje y debemos terminar domesticando al Estado», sugiere. La coacción del gobierno es mala; la de los grupos de presión, estupenda. Nada resulta más nocivo para la salud de la sociedad, señala Hayek, que «confundir el ideal democrático con la tiranía de la mayoría «. A la interminable legión de dictaduras del capital, militares, religiosas y oligárquicas que en el mundo han sido, nuestro experto en libertad agrega ésta de su cosecha, marca de la casa y patentada por él: «la tiranía de las masas»… ¡Recórcholis!… ¿Será que se han revolucionado demasiado éstas viendo el fútbol, se habrán declarado quizás en huelga de hambre para protestar por la programación televisiva, habrán atrapado a nuestro gran hombre en un atasco de tráfico un día que iba con prisa, o lo que todavía sería peor, pretenderán quizás llevadas de su osadía sin límites, acceder a un trabajo estable y unos ingresos suficientes que les permitan vivir con dignidad?
Hay que terminar de una vez con tanto libertinaje y desenfreno. La democracia, para no caer en el totalitarismo, tiene que tener límites, los humanos no. El peligro radica en los excesos de la mayoría, no de los individuos. Todo lo público repele a nuestro insigne intelectual, que aplaude calurosamente el intervencionismo estatal que reprime a las masas, mientras rechaza con idéntica energía que se ponga coto alguno a las ambiciones particulares. Pero si nadie más que el propio individuo puede determinar lo mejor para él, tampoco nadie distinto de la propia sociedad, podrá decidir lo mejor para ella. Exhortar a que «el individuo sea el juez supremo de sus fines», significa convertirlo en la medida de todas las cosas, haciendo de su derecho a enriquecerse sin medida, la norma suprema de las relaciones humanas, y la expresión máxima de su libertad.
– Déjenme llamar por los familiares nombres de altruismo y solidaridad a los instintos primitivos que funcionaron bien en el grupo pequeño, pero que en la sociedad civilizada estamos obligados a abandonar. El socialismo solo es la nostalgia de la sociedad tribal.
La libertad de Hayek supone una patente de corso que otorga a los que consiguen alcanzar la cúspide de la depredación social, disponibilidad absoluta para comprar las vidas de sus semejantes, tasadas a su justo precio por el mercado… ¿y qué puede haber mejor que la libertad de explotar y ser explotados?…¡Al abordaje, muchachos!… Bienvenidos a bordo de la república independiente del capital, donde «somos libres porque no dependemos de que otras personas nos aprueben»…
¿Ah, no? … ¿y qué, sino eso, es tener que venderse y agradar todos los días a un jefe?… El mercado procura la misma libertad a los asalariados que las arenas del circo a los gladiadores romanos; el contrato del trabajador con la empresa recuerda al de la gacela con el león; si se descuida un segundo, lo devorarán.
¡Pero a cambio de eso, qué hermosa es la miseria practicada en libertad, y poder disfrutar de la oportunidad de ser despedidos, humillados y malpagados!… De la intemperie a la caja de cartón, sin despreciar los pasillos del metro, las filas del paro o las montañas de basura del vertedero, el neoliberalismo brinda a los humanos infinitas oportunidades de situarse en la vida… ¡y qué tranquilo se muere uno de hambre o de accidente laboral, sabiendo que el mercado lo ha dispuesto así!… Lo único que desentona en tan idílico panorama, es que «aunque el director general y el vagabundo son libres de vivir bajo el puente, solo uno de ellos lo hace», como observa oportunamente el científico Henry Laborit, recordándonos que la única libertad que de verdad importa es la que nos favorece.
Sin embargo, el padre del neoliberalismo intenta convencernos una y otra vez de que no se puede tener todo, libertad y casa, libertad y pan, libertad y trabajo; ya que «la justicia social en una sociedad de hombres libres no tiene ningún significado, solo es una ficción, que nadie sabe en qué consiste». Pero sin necesidad de poseer una mente tan brillante como la suya, cualquiera puede fijar el mínimo vital de justicia social en que a ningún ser humano le falten 2.000 calorías diarias, una vivienda decente en que cobijarse y un empleo digno de ese nombre. Aunque Hayek no lo crea, la libertad de subsistir en la indigencia seduce a poca gente, por más que para él la única «injusticia consista en la violación del derecho a poseer», obviando la infinitamente peor de desposeer a los demás. La libertad de comer para él no existe, por lo que con su demagogia habitual, califica como violentas las huelgas que efectúan los asalariados, pero no así los despidos masivos que realizan los patronos:
– Si se concede poder a los sindicatos para conseguir una participación mayor, el mercado no funcionará. Las amenazas al buen funcionamiento del mercado son aún más graves por el lado del trabajador que por el de la empresa.
La culpa de todo la tienen los de abajo, las víctimas, por no aceptar que su destino es sacrificarse por el bien de la economía. Sabido es que cuanto más crecen las filas del paro, más crecen los beneficios . Según Hayek l a condición necesaria para que el mercado funcione a las mil maravillas, es que sus dueños naturales, los Rockefeller, Rothschilds y compañía, se lleven la parte del león, como hacen sus parientes de la jungla, dado que las reglas son las mismas. «La democracia necesita de la escoba de los gobiernos fuertes» (como el de Pinochet o más), para sofocar el descontento de la mayoría, quebrar a los sindicatos y acabar con un sistema modélico de sanidad pública, como hizo su bien amada discípula Thatcher, la sin par «dama de hierro» , durante el período que rigió los destinos de Gran Bretaña. Reemplazar lo público y gratuito beneficioso para todos, por lo privado bueno solo para los pocos que pueden pagarlo, es algo que nunca podrán agradecerle lo suficiente los súbditos de su graciosa majestad.
De ser cierto como argumenta Hayek, que «la desigualdad de ingresos permite elevar el nivel de la producción», entonces si se lograra concentrar toda la riqueza del planeta en manos de un solo hombre, la humanidad conocería una prosperidad sin precedentes, de paso que el interesado se lo pasaría de vicio. La desigualdad sí que propicia la prosperidad… pero solo la de los ricos.
– L as personas son diferentes y nada sería más injusto que igualar a personas que no lo son. La única igualdad posible es el trato que todo el mundo recibe del gobierno, y la igualdad sin excepción de todas las personas ante la ley. Tan pronto como alguien exige más, entra en conflicto con la libertad. La igualdad material sólo puede lograrse limitando la libertad…
… la libertad de algunos de apoderarse de todo. Los que atentan contra la libertad son los que exigen más salario no más beneficios. Nuestro impagable libertador profesional afirma que la igualdad es enemiga de la libertad, olvidando que, por definición, toda desigualdad implica jerarquía… ¿y cabe imaginar algo más opuesto a la libertad que la jerarquía… ¿o acaso dónde más libre se siente una persona es en presencia de su superior?… En lo que respecta al trato exquisitamente igualitario que el gobierno dispensa a todos los miembros de la sociedad sin excepción, basta observar la cantidad de veces que la autoridad disuelve a tiros las manifestaciones y huelgas de los empresarios, como hace con las de los obreros.
L a justicia reside en la desigualdad: principio al que se atuvo escrupulosamente a lo largo de toda su carrera política, su fiel escudera Thatcher que, sin sonrojarse, reconoció que «su trabajo era glorificar la desigualdad», entendiendo por tal, aumentarla, cuando lo correcto hubiera sido refrenar las malas inclinaciones de los predadores humanos, para que pudieran convivir normalmente con los demás ciudadanos.
Hasta l os impuestos progresivos merecen la reprobación de Hayek porque infringen su norma suprema de tratar a todos por igual. «Que la regla se aplique uniformemente a todos los individuos, impide la progresión ascendente de la carga tributaria», lo que implica que deben pagar lo mismo al fisco, Rockefeller que el parado, el dueño del banco que su empleado, el empresario con ganancias que el que se halla en bancarrota.
Que las personas sean libres, no significa que todas tengan que serlo (basta con que lo sean las relevantes). De hecho, que «el dinero sea el mayor instrumento de libertad que se ha inventado nunca», confirma que la libertad de Hayek se halla reservada a los propietarios, no a los asalariados, y se convierte en una utopía por no decir una burla, para la mitad de la humanidad que subsiste con una propina de menos de 2 dólares al día, pues si es la riqueza la que proporciona la libertad a los humanos… ¿qué hace la miseria sino robársela?
Al estado de bienestar, Hayek opone el de desigualdad; «la libertad solo puede alcanzarse en el mercado anónimo e impersonal que da a cada uno lo suyo». Esfera omnipotente y soberana , sin recurso ni apelación posible, que lo mismo obliga al trabajador a contratarse por el mero sustento, sin horario, protección, seguridad ni derecho alguno, arriesgando su vida y su salud en el tajo, que induce al empresario a producir cantidades excesivas de productos – basura rápidamente obsoletos, a costa de la salud del medio ambiente y del consumidor. Filosofía perversa que quedó todavía más en evidencia, cuando Hayek rechazó que se proporcionara ayuda a los miles de africanos que estaban pereciendo de inanición a causa de la sequía:
– Me opongo absolutamente. No tenemos porque asumir tareas que no nos corresponden. Debe operar la regulación natural.
Su buen corazón lo delata. Más allá de su total falta de sentimientos, Hayek demuestra poseer la misma sensibilidad que una almorrana. Según él, cualquier intervención humanitaria, incluso la que se realiza para socorrer a alguien que se encuentra en peligro, atenta contra la libertad soberana del mercado «que no puede tener en cuenta lo que cada persona necesita o se merece», por lo que con arreglo a ese precepto definitivo e irrevocable, quienes no puedan sostenerse a sí mismos, han de ser purgados. Del mismo modo que cuando alguien se esté ahogando, debe esperar a que el mercado acuda a salvarlo. El neoliberalismo apuesta por deshacerse de los elementos improductivos de la sociedad, aplicando a escala global y con la máxima efectividad la solución final de Hitler. La suya es una moral de ganadores y perdedores, de tanto tienes tanto vales, el pez grande se come al chico, solo triunfan los más aptos… Un sálvese el que pueda colectivo, en el que a las personas debe dispensárseles el mismo trato que a las mercancías, y «su remuneración debe corresponderse con la utilidad que tengan para los demás miembros de la sociedad». El neoliberalismo se revela así como el más fiel albacea del nazismo y digno continuador de su obra inacabada:
– La moral de más éxito es la que permite mantener el mayor número de personas con vida. Una sociedad libre exige el mantenimiento de vidas, pero no de todas las vidas. Lo moral se identifica con el cumplimiento de los acuerdos y la observancia de las reglas, especialmente la del respeto a la propiedad. Las únicas normas morales son las que conducen al «calculo de vidas»: la propiedad y el contrato.
Nada importa que el que posee el oro sea el que dicte las reglas y que éstas se compren con la misma facilidad que los hombres. El respeto a la propiedad privada y los contratos que la regulan, son lo único sagrado para Hayek. Robar (ilegalmente) no se puede consentir, matar de hambre al prójimo, sí. Lo esencial es conservar riquezas, no vidas, en una sociedad en la que no queda más moral que el lucro, ni más pecados que los de hacienda.
«El bienestar de todos solo es posible en la medida que se respeta la inviolabilidad de la propiedad». Un todos que incluye hasta los que no tienen nada más que sus manos para trabajar o sus riñones para vender, y cuya felicidad debe consistir en carecer de lo más elemental. Pero pese a lo que él opine, la propiedad privada solo tiene sentido para las pertenencias de uso exclusivamente personal (vivienda, cama, vestidos, etc.), y lo pierde en cuanto se extiende a los bienes de uso social (fábricas, tierras, capitales), que le sirven como arma para sojuzgar a sus semejantes.
Acumular por acumular, como un fin en sí mismo, torna la propiedad privada en una posesión enfermiza. La sociedad de mercado precariza deliberadamente la vida de las personas, impulsándolas a amasar más y más riquezas, como única manera de adquirir seguridad, ya que trabajar no les garantiza ningún futuro ni estabilidad. Hasta la aparición del mercado, los propietarios tenían que cargar con sus esclavos toda la vida, incluso cuando se hacían viejos o enfermaban, pero ahora, al convertirlos en asalariados, los alquilan solo cuando los necesitan, con lo que se ahorran su manutención. La democratización de la compraventa de humanos ha tornado libres a los esclavos modernos. El progreso no se detiene.
Con su proverbial lucidez Hayek nos aclara que:
– Solo en las mentes de los individuos existen escalas de valores; y éstas, a menudo, son diferentes y contradictorias entre sí.
Pero entonces, si no existen valores generales, ¿cómo podremos elaborar leyes generales?… ¿se encargará también el mercado de proveerlas? Porque si lo dejamos todo, inclusive la justicia, al arbitrio del mercado, hasta las sentencias tendrán que regirse por la ley de la oferta y la demanda. Cuando en su más célebre ensayo, Camino de Servidumbre (el del socialismo), publicado en 1944, Hayek señalaba que «la cuestión decisiva es si gobernará el comercio al estado, o el estado al comercio», todos sabemos quién ha ganado la partida.
El Mercado es Dios, Hayek su profeta, y los precios la viagra del sistema. La concepción del mercado de Hayek, recuerda a la del diseño inteligente, y su camino de servidumbre , se parece al camino de salvación de Escrivá en que, para ambos, el dinero es el que hace a los hombres libres y santos.
A pesar de no ser creyente, a Hayek se le apareció el Mercado como a otros la Virgen, y poseído por esa visión mística, en un ataque de inspiración, nos alecciona sobre sus «bondades» :
– El mercado al aumentar la productividad per cápita, logró mantener vivas a un número de personas que, sin él, no habrían podido sobrevivir. Si el capitalismo se hunde, el Tercer Mundo perecerá con él.
¿Y no será al revés, querido amigo, que occidente para poder consumir por encima de sus posibilidades, tiene que arrebatarles sus recursos a los habitantes de los países subdesarrollados, condenándolos a una muerte segura? ¿Tan flaca memoria tiene nuestro venerable maestro, que ha olvidado que el mercado nació con el esclavismo, llegó a la mayoría de edad con el colonialismo, y estaba a punto de alcanzar el éxtasis con la globalización, cuando estalló la crisis?
El secreto del éxito del capitalismo no ha sido otro que la explotación intensiva de los recursos fósiles de la tierra. Un barril de petróleo equivale a 25.000 horas de trabajo humano; un tractor cosecha tanto como mil hombres juntos. Las máquinas han suplido con ventaja al músculo, y esa poderosa corriente de energía arrancada de las entrañas de la tierra, ha obrado el milagro de que apenas en siglo y medio, la población del globo se haya multiplicado por seis. Mérito que no pertenece al capitalismo, sino a la ciencia, aunque se haya apropiado de él, como de todo lo demás.
El mercado no es el sistema que crea más riqueza, sino la maquinaria más eficiente de depredación y explotación jamás inventada por el hombre. La afirmación de Hayek de que «los pobres reciben en un sistema de mercado más de lo que obtendrían en un sistema centralizado», la desmiente tajantemente la historia, como testimonian los millones de ciudadanos rusos que desaparecieron del mapa con la súbita transición de su país del comunismo al capitalismo. Cuando recientemente la revista Russia Now, consultó a los ciudadanos de Moscú que sistema socio-económico preferirían, el 58 % se inclinó a favor de regresar a la planificación y distribución estatal anterior, frente a un 28 % que se mostraron partidarios de proseguir con la propiedad privada y el mercado. [i]
Con eso está dicho todo. Si alguien de menor categoría que Hayek, se permitiera el lujo de asegurar que la libertad viene incorporada en el precio de las mercancías, que son los precios los que nos hacen libres y que nuestra libertad depende de sus fluctuaciones, lo tacharían como mínimo de lunático e irresponsable. Pero si además semejante prodigio del razonamiento se atreviera a sugerir que los precios se forman por generación espontánea, entonces sí que nadie tendría duda alguna de que se le había ido definitivamente la olla y no le permitirían salir del siquiátrico ni siquiera a dar un paseo. Con u na simple ojeada a los clásicos, Marx le hubiera enseñado que el precio de las mercancías no expresa su valor objetivo, sino tan solo la relación de fuerzas entre vendedores y consumidores.
Se necesita ser extremadamente necio, terco u obtuso, para confundir valor y precio, como manifestó el poeta. Sin embargo, nuestro inconmensurable faro del pensamiento reverencia los precios como si fueran manifestaciones del más allá, en cuya configuración no intervinieran los monopolios, la especulación, la concertación, el proteccionismo, el abuso de posición dominante, las maniobras de acaparamiento y de destrucción de excedentes, o las campañas publicitarias, por citar solo algunas de las maniobras comerciales más habituales. N ada hay más manipulable que la utilidad de los bienes, ni más artificial que sus precios; s i alguien se queda con el único pozo disponible, los demás pagarán lo que les pidan por un litro de agua.
Algo tan sencillo como eso, resulta demasiado difícil de digerir para Hayek, que continúa atribuyendo propiedades mágicas a los precios al manifestar que «permiten coordinar acciones separadas, ya que indican lo que se ha de hacer en cada momento de la forma más efectiva», como si su misión fuera guiar a los humanos a la tierra prometida, en vez de someterlos a las fuerzas económicas dominantes. Que «la utilidad del sistema de precios radica en inducir al individuo, mientras persigue su propio interés, a hacer lo de interés general», donde se aprecia mejor es en quienes destrozan la costa urbanizándola salvajemente, arrasan los caladeros de pesca, talan la selva, o se dedican al tráfico de drogas, armas, personas y especies protegidas. Pensar que «solo si los precios son determinados exclusivamente por el mercado y no por el gobierno, señalarán lo que se debe producir y qué medios se deben emplear para ello», supone encargar al mercado la cantidad de CO² que se debe lanzar a la atmósfera, basándose exclusivamente en criterios de rentabilidad económica.
¿En qué torre de marfil se habrá pasado toda su vida nuestra rutilante estrella de las finanzas para no enterarse de que no existen mercados libres en ningún sitio, y que todas, absolutamente todas las cosas de este mundo, sean mercados, empresas, tierras, leyes, gobiernos, manos visibles e invisibles, y hasta la misma sociedad, tienen dueño? ¿A quien pretende engañar con el cuento chino de la competitividad y la eficacia, cuando todos sabemos que son la componenda, el chanchullo, el soborno, el amiguismo, el clientelismo, la corrupción, la información privilegiada, las subvenciones, el subempleo y el empleo sumergido, los cárteles, el tráfico de influencias, la ingeniería financiera, el dinero negro, los paraísos fiscales, las mafias y grupos de presión, los que hacen florecer los negocios?
Ese mercado autónomo, providencial y todopoderoso, que se basta y regula a sí mismo, dirigiendo imparcialmente los asuntos humanos, solo existe en su imaginación calenturienta; él es la auténtica ficción y no la justicia social. Pero resulta muy difícil discernir qué porcentaje de delirium tremens, y cuanto de empanada mental, impregna sus teorías, perdón, tonterías, aunque se comprende que la cruda realidad no sea rival de entidad para un flamante premio Nobel como él.
Sin duda que «la mejor manera de coordinar los esfuerzos humanos es mediante la competencia», como demuestra la guerra, competencia en estado puro, que realiza la asignación de recursos más eficiente y racional posible. El mercado en su sabiduría infinita, nos provee de todo, hasta de conflictos bélicos, y las bombas caen sobre los que más las necesitan. Lo que es bueno para la fábrica de armas, es bueno para sus víctimas, tal y como las reducciones de plantilla benefician más a los trabajadores que a los accionistas, o fabricar contaminando resulta más rentable para la sociedad que para los que deciden hacerlo así. Acierta Hayek al sostener que «el mercado induce a la gente a producir el máximo de que es capaz», ya que cuanto más fabrica, vende o crédito concede, más gana, lo que provoca que, periódicamente, el sistema reviente debido a la inflación de mercancías, deudas y precios que no puede absorber ni pagar. Nada resulta más demencial que mantener a la gente ocupada fabricando sin descanso artículos innecesarios, que luego hay que forzarle a consumir. Sin embargo, Hayek no encuentra alternativa válida al mercado, ya que:
– Todos los movimientos hacia el socialismo, en dirección a la planificación centralizada, implican la pérdida de la libertad personal, y acaban en última instancia en el totalitarismo.
Gracias a sus benditas aportaciones sabemos que quien le quita a la gente hasta la camisa es el socialismo, no el mercado. Poco importa que arrastre a la humanidad a la miseria, a la guerra, al hiperconsumo desaforado y a la destrucción ecológica; la idea de repartir horroriza y repugna a partes iguales a nuestro ilustre gurú, que anima a los humanos a «hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad», ya que «la mortal plaga de la centralización en ningún sitio ha funcionado bien». Vicio que Hayek achaca al socialismo, olvidando que no existe estructura más rígida y vertical que la de las multinacionales, cuya dimensión y poderío económico superan con creces al de muchos estados. Porque si realmente cree que las empresas privadas adoptan sus decisiones con participación de todos y que es en su seno donde mejor se expresa la libre iniciativa de las personas, Hayek chochea. La cúpula directiva de una multinacional planifica como lo haría cualquier comité colectivo, y solo difiere de él en sus fines particulares de lucro.
Por tanto, a la hora de «elegir entre un sistema donde es la voluntad de unas pocas personas la que decide, y otro que depende del espíritu de empresa de la gente», hay que estar muy ciego u ofuscado para no darse cuenta de que son el mismo. Pregonar contra viento y marea que el sistema de mercado es «el que da a la iniciativa humana el campo más amplio posible», ya que con él se evita «estar al dictado y arbitrio de los demás», suena a broma de mal gusto si no a tomadura de pelo cuando el que manda y organiza la vida de las personas es el capital. Plantear como hace Hayek, que «cuanto más planifique el estado, menos podrá planificar el individuo», resulta aplicable igualmente a la empresa. Lo importante no es quien esclavice más, la sociedad anónima o el partido, sino que nadie pueda hacerlo. Y si el socialismo le parece poco democrático, la riqueza lo es menos aún.
No discrepamos en «la superioridad del orden espontáneo sobre el decretado», con la salvedad de que el mercado tiene tanto de espontáneo como el fascismo, el comunismo o las carreras de galgos, es decir nada. Todos los órdenes sociales son construcciones humanas, que no surgen de la nada, sino de los designios de su mente. La famosa «mano invisible» del mercado se mueve guiada por la voluntad humana, no por la acción del viento o los impulsos de la guija. Sus grandes motores son la ambición y la codicia. Invocar a los espíritus como los pueblos primitivos para conferirles una participación activa en las cuestiones materiales de este mundo no engaña a nadie, cuando todos sabemos que son humanos los actores del mercado e igualmente seres de carne y hueso, y no sobrenaturales, quienes establecen sus pautas de funcionamiento. Donde mandan intereses, no domina la improvisación, sino el cálculo; la contabilidad derrota al azar por goleada.
Desde el mismo instante de su fundación, el libre mercado fue diseñado como un sistema universal de rapiña, que en teoría concedía a todos las mismas oportunidades de enriquecerse a costa de sus congéneres, sin atender reglas morales ni contraer responsabilidad alguna hacia ellos. Un mecanismo anónimo e indiscriminado de explotación que garantizaba total impunidad.
Su regla es la falta de reglas. El mercado constituye un gigantesco garito de tahúres, y su «mano invisible» es solo una «marioneta de feria» teledirigida a distancia. Quien distribuye no es el mercado, sino el hombre. El libre mercado obliga a los humanos a jugar la partida de la supervivencia con naipes marcados. M uchos son los llamados y pocos los enriquecidos. No por casualidad, el más fuerte impone su ley, como demuestran las escandalosas concentraciones de riqueza, poder y privilegios en una pequeña élite, la precariedad e indefensión cada vez mayor que azota a los asalariados, o la indigencia en que yace mortalmente sumida la mitad de la humanidad… ¿y qué tienen de espontáneo los vaivenes de bolsa, los cambios de divisas, los presupuestos estatales, o las políticas de inversión? Nada. El círculo de elegidos maneja en la sombra todos los hilos y resortes del poder económico, tejiendo una telaraña asfixiante de la que no puede escapar nadie, del primero al último agente de la sociedad, desde el obrero más humilde hasta el empresario más acaudalado.
La principal ventaja de la economía de mercado sobre la centralizada proviene según Hayek «del mayor conocimiento que de las circunstancias concretas tienen los que están sobre el terreno», pero otorgar valor absoluto a una experiencia relativa, primando lo local sobre lo global, significa transformar al soldado situado en el frente de batalla en la persona idónea para dirigir la guerra, y extrapolando ese mismo criterio a todos los eslabones de la cadena productiva, hacer del obrero prisionero de la cadena de montaje el individuo más capacitado para determinar el rumbo de la empresa. Clase de descentralización que no creo aprobase, ni mucho menos recomendase, Hayek.
Pero del mismo modo que «el orden nace del caos», a imagen y semejanza de la naturaleza que aún no teniendo un organizador presenta un orden, la humanidad posee la capacidad de autoorganizarse por sí misma, sin necesidad de mercado, propiedad privada o jerarquías. Ahora bien, ese orden espontáneo solo puede nacer de una economía cooperativa, sin dueños, y de un nuevo modelo de convivencia basado en la autogestión y la democracia de base, sustentado en acuerdos y no en imposiciones. El problema del mercado no procede de su falta de regulación o de que no sea perfecto – lógicamente si el hombre no lo es, sus sistemas económicos, políticos y sociales tampoco pueden serlo – sino que radica en su propia naturaleza asocial, que no tiene remedio, ni se puede erradicar.
Toxicidad congénita que, sin embargo, Hayek achaca a terceros:
– Si no fuera por la injerencia del gobierno en el sistema monetario, no tendríamos ninguna crisis. La culpa de todo la tiene el monopolio del gobierno sobre la emisión de dinero.
¡Albricias! ¡Por fin alguien de insuperable talento, atina con la fórmula prodigiosa que permitirá a la humanidad liquidar todas sus crisis y recesiones económicas de un plumazo! Lástima que a ese fenómeno capaz de alumbrar la piedra filosofal de la abundancia interminable y del crecimiento indefinido, o le falta seso, o le falta información. Desconocer que la Reserva Federal, la entidad emisora del dólar, es un banco privado no público, y que los Bancos Centrales de los demás países, son también independientes del ejecutivo, siendo ellos y solo ellos, los que establecen la política monetaria, determinan la cantidad de dinero que se pone en circulación, y deciden por su cuenta y riesgo, sin ayuda de nadie, incrementar o bajar los tipos de interés oficiales, es de primero de primaria.
Pero n i la clarividencia ni el acierto forman parte del repertorio de cualidades de Hayek, cuyas teorías valen tanto como sus profecías. L a crisis ha derrumbado de golpe l os falsos dogmas del neoliberalismo, exponiendo todas sus vergüenzas a los ojos del mundo. Debajo de sus bellos ropajes de libertad, bienestar y progreso, se ocultaba un nido de buitres. El mito de que el libre mercado, la libertad absoluta de capitales, la privatización de todas las actividades humanas, la no ingerencia del estado, las rebajas de impuestos, la máxima acumulación de riqueza y la libre competencia, conformaban el sistema más eficiente posible, se ha revelado como una superstición fracasada y sin fundamento alguno. Denominar crecimiento económico al incremento imparable del endeudamiento, ha sido la última de sus fechorías. La quiebra del mercado es tan grande como flagrante su insolvencia moral, con la diferencia que, de esta última, no podrá salvarle ni siquiera el escandaloso saqueo de las arcas públicas.
Recientemente, en un programa de radio de EE.UU, un chico de 14 años le hizo esta pregunta al poderosísimo asesor económico de la oficina del Presidente de EEUU, Sr. Lawrence Summers: «¿Por qué el Estado no le presta dinero directamente a la gente y a las empresas en lugar de hacerlo a través de los bancos?». El Sr. Summers le respondió que porque el sector privado es más eficiente que el publico, a lo cual el chico, muy avispado él, le preguntó de nuevo: «Pero si son tan eficientes, ¿por qué han creado el problema que han creado, y el estado tiene ahora que salvarlos?» El Sr. Summers no supo que contestarle. [ii]
No hay respuesta, porque este modelo de pillaje está agotado. Si Hayek llegó a figura no fue por su genio, sus luces o la profundidad de su pensamiento, sino por los buenos servicios prestados al capital. A pesar de ello, le deseamos que – como a los antiguos faraones – sus gastadas doctrinas le hagan grata compañía en su largo viaje hasta la otra orilla, y Satanás las tenga eternamente en su gloria.
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Citas de Hayek tomadas de sus textos: Camino de Servidumbre, La libertad y el sistema económico, Los fundamentos éticos de una sociedad libre, Los principios de un orden social liberal, El uso del conocimiento en la sociedad, La competencia como proceso, Los orígenes de la propiedad privada, la libertad y la justicia, El atavismo de la justicia social y de sus entrevistas a Reason Magazine (1977), a Guy Sorman, al periódico El Mercurio (1981) y a la revista Realidad (1981).
Otras fuentes, artículo La concepción de Hayek del Estado de Derecho, de Jorge Vergara Estévez.
[i] Algunos pensamientos sobre el socialismo, William Blum, 8.04.2009, rebelión.org http://www.rebelion.org/noticia.php?id=83519
[ii] ¿Qué quiere decir estimular la economía?, Vicenc Navarro, 21.04.2009, rebelión.org http://www.rebelion.org/noticia.php?id=84139