La gran recesión de 2008 llegó hasta los rincones más alejados de la Tierra. Aquí, en Australia, se refieren a ella como la CFM: la crisis financiera mundial. Kevin Rudd, que era primer ministro cuando sobrevino la crisis, aplicó uno de los planes de estímulo keynesiano mejor concebidos de país alguno del mundo. Comprendió que […]
La gran recesión de 2008 llegó hasta los rincones más alejados de la Tierra. Aquí, en Australia, se refieren a ella como la CFM: la crisis financiera mundial.
Kevin Rudd, que era primer ministro cuando sobrevino la crisis, aplicó uno de los planes de estímulo keynesiano mejor concebidos de país alguno del mundo. Comprendió que era importante apresurarse a actuar, con dinero que se gastaría rápidamente, pero que había riesgo de que la crisis no acabara pronto. Por eso, la primera parte del estímulo consistió en subvenciones en metálico, seguida de inversiones, que tardarían más en ejecutarse.
El estímulo de Rudd dio resultado: Australia tuvo la más corta y más superficial de las recesiones de los países industriales avanzados, pero, irónicamente, se ha centrado la atención en que no se gastó parte del dinero de las inversiones todo lo bien que se debería haber hecho y en el déficit fiscal que causaron la contracción y la reacción del Gobierno.
Naturalmente, debemos esforzarnos por que se gaste el dinero lo más productivamente posible, pero los seres humanos y las instituciones humanas son falibles y la tarea de velar por que se gaste el dinero bien entraña costos. Dicho en la jerga económica, la eficiencia requiere equiparar el costo marginal relacionado con la asignación (tanto obteniendo información sobre los beneficios relativos de los diferentes proyectos como supervisando las inversiones) con los beneficios marginales. Dicho brevemente: gastar demasiado dinero para prevenir el despilfarro resulta despilfarrador.
Si bien de momento la atención está centrada en el despilfarro del sector público, éste palidece en comparación con el despilfarro de recursos resultante de un sector financiero privado que funciona mal y que en los Estados Unidos asciende ya a billones de dólares. Asimismo, el despilfarro resultante de no utilizar plenamente los recursos de la sociedad -consecuencia inevitable de no haber dispuesto de un estímulo rápido y cuantioso- supera el del sector público en un orden de magnitud.
Para un americano, la preocupación australiana por el déficit y la deuda resulta en cierto modo divertida: su déficit como porcentaje del PIB es inferior a la mitad del de los EE.UU.; su deuda nacional bruta es inferior a la tercera parte de la de éstos.
El fetichismo del déficit nunca tiene sentido: la deuda nacional es sólo un aspecto del balance general de un país. Reducir inversiones muy rentables (como la educación, las infraestructuras y la tecnología) simplemente para reducir el déficit es en verdad ridículo, pero en particular en el caso de un país como Australia, cuya deuda es tan reducida. De hecho, si nos preocupa, como debe preocuparnos, la deuda a largo plazo de un país semejante fetichismo del déficit es particularmente estúpido, ya que el mayor crecimiento resultante de esas inversiones públicas producirá más ingresos fiscales.
Hay otra ironía: algunos de los mismos australianos que han criticado los déficits han criticado también propuestas de aumento de los impuestos a las minas. Australia tiene la suerte de estar dotada de una gran riqueza de recursos naturales, incluido el mineral de hierro. Dichos recursos forman parte del patrimonio del país. Pertenecen a toda la población. Sin embargo, en todos los países, las compañías mineras intentan obtener esos recursos gratuitamente… o por el menor precio posible.
Naturalmente, las compañías mineras deben obtener una rentabilidad justa de sus inversiones, pero las compañías extractoras de mineral de hierro han obtenido un beneficio inesperado cuando sus precios han aumentado espectacularmente (hasta casi duplicarse desde 2007). El aumento de los beneficios no es el resultado de su proeza minera, sino de la enorme demanda de acero por parte de China.
No hay razón para que las compañías mineras recojan esa recompensa para sí mismas. Deben compartir la bonanza de los elevados precios con los ciudadanos de Australia y un impuesto a la minería apropiadamente concebido es una forma de garantizar ese resultado.
Se debería reservar ese dinero para un fondo especial que se debería utilizar para inversiones. El país se empobrecerá inevitablemente, al agotarse sus recursos naturales, a no ser que aumente el valor de su capital humano y físico.
Otra cuestión que cuenta en los antípodas es el calentamiento planetario. Aunque no era un negacionista del cambio climático, el anterior gobierno australiano, encabezado por John Howard, se sumó a la irresponsabilidad del Presidente George W. Bush en relación con el cambio climático: otros tendrían que hacerse cargo de velar por la supervivencia del planeta.
Fue particularmente extraño, en vista de que Australia ha sido uno de los grandes beneficiarios del Convenio de Montreal, que prohibió los gases destructores de la capa de ozono. Los agujeros en la capa de ozono expusieron a los australianos a la radiación causante de cáncer. La comunidad internacional se unió, prohibió esas substancias y ahora se están cerrando los agujeros. No obstante, el gobierno de Howard, como el de Bush, estuvo dispuesto a exponer todo el planeta a los riesgos del calentamiento planetario, que amenaza la propia existencia de muchos Estados insulares.
Rudd prometió en su campaña invertir esa posición, pero el fracaso de las negociaciones sobre el cambio climático en Copenhague el pasado mes de diciembre, cuando el Presidente Barack Obama se negó a formular en nombre de los Estados Unidos el tipo de compromiso que hacía falta, dejó al gobierno de Rudd en una posición embarazosa. El fallo del dirigente de los EE.UU. tiene consecuencias planetarias.
Los ciudadanos deben pensar en la herencia que dejarán a sus hijos, parte de la cual es las deudas financieras que les transmitirán, pero otra parte de nuestra herencia es medioambiental. Es hipócrita afirmar que se siente preocupación por el futuro y después no velar por que el país sea compensado por el agotamiento de sus recursos o pasar por alto la degradación del medio ambiente. Peor aún es dejar a nuestros hijos sin infraestructuras adecuadas y las demás inversiones públicas necesarias para ser competitivos en el siglo XXI.
Todos los países afrontan esas cuestiones. A veces, podemos verlas con mayor claridad al observar cómo las afrontan otros. La forma como voten los australianos en sus próximas elecciones puede ser un presagio de lo que está por venir. Esperemos -por su bien y por el del mundo- que no se dejen engañar por las florituras retóricas y las manías personales y vean las cuestiones más amplias que están en juego.
Joseph E. Stiglitz es profesor en la Universidad de Columbia y premio Nobel de economía. Su último libro, Freefall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy («Caída libre. Mercados libres y el desplome de la economía mundial»), está publicado también en alemán, español, francés y japonés.
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