El origen de las crisis del capitalismo está en que este sistema, por sí mismo y recurrentemente genera, tanto en la producción de bienes como sobre todo en la distribución de resultados, profundos desequilibrios intersectoriales e internacionales, que se traducen en desajustes de la demanda agregada (normalmente insuficiencia de esa demanda, salvo en los […]
El origen de las crisis del capitalismo está en que este sistema, por sí mismo y recurrentemente genera, tanto en la producción de bienes como sobre todo en la distribución de resultados, profundos desequilibrios intersectoriales e internacionales, que se traducen en desajustes de la demanda agregada (normalmente insuficiencia de esa demanda, salvo en los periodos de rápida transformación industrial de aéreas suficientemente grandes, en los que prácticamente cualquier nivel de inversión resulta asumible para el sistema tanto en términos de capacidad para amortiguar los desequilibrios como de impulsar una inversión capaz de generar la demanda agregada necesaria a la vez que amortizar la deuda asociada a esa gran inversión en el espacio de unos pocos años posteriores).
Como se sabe, la mayor de las crisis generadas hasta ahora por el sistema capitalista -hasta ver que resulta de la actual- fue la que se desató en la década de 1930, creando un caos que puso en entredicho las formas de capitalismo salvaje que preconizaban entonces los grandes potentados. Aunque aquel fracaso vino a poner palmariamente de manifiesto la falacia del mensaje que tanto entonces como ahora estos señores están interesados en propagar, en el sentido de que la alternativa que tenemos por delante es la de «ellos o el caos», apenas disimulada bajo esa otra falacia de que en cualquier caso «los mercados» ya se encargan por ellos mismos de poner orden (la Gran Depresión de 1930 dejó claro más bien que eran ellos mismos y sus mercados los que podían llegar a provocar el caos), todavía sostienen, en su apoyo, que la verdadera salida de la crisis fue la Segunda Guerra Mundial, poniendo en sordina así la importancia del New Deal y de Bretton Woods.
Si nos ceñimos a la realidad que nos muestra la historia de aquella difícil coyuntura, como salida de la crisis, y con el fin de corregir los desequilibrios y conflictos internos e internacionales, los principales países industrializados de la época plantearon dos alternativas drásticamente distintas. Por un lado, la que pusieron en marcha los gobiernos de Alemania o Japón (por destacar sólo los países más significativos) en los años veinte y treinta, caracterizada por «soluciones» autoritarias, militaristas y autárquicas; y, por otro, la que pusieron en marcha los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña y otros, en esos mismos años y ante los mismos conflictos, caracterizadas por unas «soluciones» social-liberal-demócratas en diferentes combinaciones y grados de intensidad. En lo que se refiere a los desequilibrios internacionales, las propias soluciones internas adoptadas fueron derivando y acabaron por plasmarse en dos «soluciones» alternativas a estos conflictos internacionales, que se impusieron sucesivamente: primero, la Guerra Mundial II que desataron aquellos países que habían optado por el autoritarismo, el militarismo y la autarquía para hacer frente al conflicto interno y la deficiente demanda; y después, a partir de 1944, con los Acuerdos de Bretton Woods promovidos por los países que habían optado por la solución social-liberal-demócrata de su conflicto interno, estos otros países lograron imponer como solución una cooperación e intercambio internacionales equilibrados que, aunque aparecieron cuando la Guerra ya había destrozado la mayor parte del mundo y tocaba a su fin, lograron una rápida y espectacular reconstrucción.
¿Pero, si el mundo salió tan mal parado de aquella crisis, cómo hemos vuelto a caer en otra? ¿Acaso se trata de una crisis con orígenes y dinámicas diferentes? o, ¿si vuelve a ser de la misma naturaleza, qué va a pasar esta vez?
Una nueva crisis
Todo el mundo está de acuerdo en que las inasumibles deudas generadas entre países, en las décadas de 1920 y 1930, como consecuencia de las desproporcionadas reparaciones de guerra ‘acordadas’ en Versalles, así como de los incontrolados flujos de capital internacional que se desataron en aquella ocasión, fueron los componentes que jugaron un papel central en los desequilibrios y conflictos que provocaron la crisis.
Pero la deuda internacional no tiene porqué ser siempre y necesariamente perjudicial. También pude jugar, en determinados periodos y circunstancias un papel beneficioso -en la forma en que vino a poner de manifiesto Keynes y completaron otros autores posteriormente- por cuanto, en ciertos periodos, con independencia incluso de su coste, la deuda facilita la inversión y puede asegurar su amortización gracias al rápido aumento de la productividad -tanto la productividad del trabajo de los individuos y las organizaciones, como la de todos los factores productivos y la economía nacional en su conjunto (la PTF, productividad total de los factores). No obstante, en la forma de sacar adelante estas coyunturas de endeudamiento y rápida transformación industrial, tal como han puesto de manifiesto diversos autores, algunos de ellos brillantemente, no cabe duda de que hay unos países que tienen más éxito que otros.
Además las economías, especialmente cuanto más éxito tienen en esas coyunturas y debido a ese éxito, pueden tratar de prolongar en exceso esos periodos y acentuar así ciertos desequilibrios, hasta desembocar en una estructura productiva desajustada y una dinámica de fuerte y sostenida inversión en bienes de equipo productivo, con sus consiguientes alta tasa de ahorro y limitada tasa de consumo en su producción total (PIB). A estos desequilibrios es normal que se les una un descenso del margen de beneficios por aumento de la competencia y exceso de capacidad instalada.
Tales economías, al alcanzar esa situación de madurez después de transcurridos pongamos entre 30 y 60 años – dependiendo de que según agotan su mercado interno logren proyectar más o menos rápida y profundamente su dinámica de éxito sobre el mercado internacional-, tienden a generar un exceso de capital que no pueden seguir invirtiendo en el sector de bienes de producción, puesto que éste ve limitadas sus posibilidades de encontrar demanda por parte de la producción de bienes de consumo a la que esa inversión debería estar destinada, precisamente, porque como ya se ha dicho las economías de rápido crecimiento generan una deficitaria demanda de consumo a la vez que un exceso de capacidad de producción. De esta forma, estas economías exitosas suelen acabar atrapadas en una primera crisis de demanda, tanto de bienes de inversión como de bienes de consumo que, a partir de ese momento, las conduce a canalizar el capital hacia el préstamo para tratar así de valorizarlo en base a obtener una parte de rendimiento de las inversiones de aquellos otros agentes y sectores de la economía cuya falta de capital y de productividad los sitúa en posiciones subordinadas. Se produce así ese fenómeno conocido como empobrecimiento del vecino con el que, temporalmente, el capital que detenta la posición hegemónica en la economía de un país (o grupo de países) logra soslayar los problemas de insuficiente demanda agregada, lo que de ninguna manera significa que tal economía en su totalidad (del país o grupo de países) los esté superando.
De manera parecida, las economías que tienen menos éxito en esos periodos críticos de transformación, la forma de solventar ese mismo problema de insuficiencia de demanda (esta vez debida a que las ineficiencias del sistema impuesto por la burocracia política y económica se cubren escatimando la iniciativa y el consumo de amplios sectores de la población), se concreta en echar mano de la expansión del crédito, bien por parte del gobierno -que impulsará un amplio programa de inversión pública en infraestructuras «duras» y «blandas» que normalmente deberían lograr un aumento de la PTF-, o bien a través de los particulares que dedicarán ese crédito a la compra de acciones o inmuebles- como forma de igualmente impulsar la demanda. Estos consabidos programas de incentivos se canalizan así a través de lo que se conoce como Keynesianismo (estatal) en un caso, o de lo que se ha venido a conocer como Keynesianismo privado (o de los activos) en el otro.
Pero, tanto una como otra de estas políticas presentan no pocos aspectos problemáticos. Los amplios programas de inversión pública, como ya hemos visto en España, salvo que el país cuente con una burocracia política bien organizada y adiestrada, con eficientes mecanismos de control, normalmente dan pie a gran cantidad de inversión y gasto improductivos (debido a un tráfico de influencias que acaba en corrupción generalizada), de tal forma que, aunque mediante el gasto público la deuda consigue impulsar la demanda y amortiguar los conflictos, normalmente los problemas con la burocracia política malogran un aumento de la productividad interna suficiente como para que la economía de ese país (o grupo de países) pueda retornar el pago de esa deuda en los ciclos posteriores.
En el caso de optar por el Keynesianismo privado o de los activos, la experiencia dice que se desatan las consabidas burbujas con las desagradables consecuencias de crisis bancarias y transformación de la deuda privada en pública que ya son de todos conocidas.
En ambos casos, tanto si al endeudarnos para hacer frente al déficit de demanda hemos optado por el Keynesianismo público, como si lo hemos hecho por el Keynesianismo privado, o por una mezcla de ambos, sin asegurarnos que tal dinámica conduce al mismo tiempo a una corrección de los desequilibrios intersectoriales e internacionales que se encontraban en la base de partida de deficiencia de demanda y de productividad, ya habremos iniciado la dinámica que ha de conducirnos al default y la recesión: así es como -respondiendo a la pregunta que nos hemos hecho anteriormente- ha hecho su aparición una nueva crisis.
Una crisis nueva, pero que no es diferente
Todavía conviene insistir en que, cuando se trata de un país (o grupo de países) frente a otro país (o grupo de países) es posible que el uno se robe demanda al otro a través de los mecanismos del comercio y el crédito internacionales, de tal forma que las transferencias así generadas palien por un tiempo las dificultades del país o países receptores de tales transferencias comerciales o financieras. Este es un juego en el que las posiciones de poder geoestratégico desempeñan un papel determinante que da lugar a importantes conflictos de los que está plagada la historia de nuestro convulso siglo XX, aunque el hecho es que, más allá de lo profundos que llegaron a ser tales conflictos -Primera y Segunda Guerras Mundiales-, la situación no se superó hasta que no se sentaron las bases, y se entró abiertamente en la dinámica de superación de los desequilibrios y conflictos intersectoriales e internacionales de base, a través de los respectivos programas del New Deal y Bretton Woods. El hecho es que tales programas de reequilibrio interno e internacional dieron pie en las décadas de 1950 y 1960 al periodo de crecimiento sostenido más estable y fructífero que ha conocido hasta ahora el sistema capitalista.
No obstante, cuando a la partir de la década de 1970 los dirigentes y los poderosos del mundo sintieron que se había superado aquella difícil coyuntura de la primera mitad del siglo XX que los puso a ellos y a las formas de capitalismo salvaje que preconizaban en entredicho, decidieron emprender una autentica cruzada contra todas aquellas instituciones en las que se habían materializado las grandes concesiones y pactos que habían tenido que hacer, tanto en el ámbito nacional -New Deal y Estado de bienestar- como en el internacional -Bretton Woods-. En unos casos optaron simplemente por desmontar las más significativas de tales instituciones como hicieron con los sindicatos y con reglamentaciones como la legislación Glass-Steagall, y en otros optaron por asignar a las instituciones más significativas -el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pensadas y dedicadas en principio al reequilibrio internacional (sin contar ya con la nonata moneda general de intercambio y reserva, el Bancor), funciones más acordes con los nuevos tiempos y la vuelta a la posición de dominio indiscutido del capital financiero ahora estadounidense. De esta forma, los ricos y poderosos han acabado conociendo unos nuevos «felices años» como la época de lujo y desenfreno de la que la mayoría teníamos conocimiento a través sólo de las muchas recreaciones que Hollywood ha hecho de aquella década de 1920, y tenemos ahora una percepción mucho más próxima a través de lo que estamos viendo incluso en nuestro entorno próximo, a partir de la década de 1990. Pero, igual antes que ahora, simultáneamente a esta belle époque de los ricos, los simples mortales hemos empezado a padecer las miserables consecuencias de esos juegos de poder económico y político, y de las orgias financieras incontroladas.
En aquella otra ocasión, la dinámica que se desató a partir de que sonara el ‘gong’ de salida de la crisis con el crash de Wall Street en octubre de 1929, fue mucho más rápida que la que Wall Street ha vuelto a desatar a partir del ‘gong’ de salida de la crisis actual con el crash de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Precisamente, gracias a las enseñanzas de la dura experiencia que supuso la Gran Depresión de la década de 1930, esta vez no se ha permitido que la crisis desatara de forma incontrolada sus perniciosos efectos y, por esa razón, ni está teniendo consecuencias tan destructivas y dolorosas como las de entonces, ni son de esperar medidas tan drásticas como las que los gobiernos de los principales países pusieron en marcha en los años veinte y treinta del siglo pasado en respuesta a sus respectivos desequilibrios y conflictos internos -ya se trate de las «soluciones» autoritarias y militaristas de Alemania o Japón, o de las social-liberal-demócratas de Estados Unidos, Gran Bretaña, etc.- ni tan tardías como las respuestas a los conflictos internacionales que se acabaron plasmando en Bretton Woods en 1944, cuando la Guerra ya había hecho perder la vida a más de 50 millones de personas.
¿Qué va a pasar ahora, pues?
Los más de aquellos interesados en propagar el mensaje de que ante la crisis la única alternativa que la mayoría tenemos por delante es la de «ellos o el caos», sencillamente mantienen que la salida de la Gran Depresión de 1930 fue en realidad la Segunda Guerra Mundial, teniendo buen cuidado de poner en sordina la importancia que tuvieron programas como el New Deal o Bretton Woods, y cómo la solución hoy todavía podría venir de poner a funcionar tales programas e instituciones en la forma, y para aquellas funciones, para las que realmente fueron concebidos.
Otros como Rogoff y Reinhart, con su libro «Esta Vez es Distinto: Ocho Siglos de Necedad Financiera», haciendo uso de una pretendida sutil destreza académica, pero con el mismo fin, entienden descaradamente que es preferible aleccionarnos con objeto de prolongar esos ocho siglos de necedad financiera -y de camino, de ceguera política-, con lo que esperan contribuir a la consecuente aceptación y parálisis por parte de la mayoría social, tarea por la que es más que probable que serán bien retribuidos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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