El congreso del PSOL de Brasil discutió su política de alianzas. Es necesario poner todos los esfuerzos en la lucha unitaria contra Bolsonaro, pero sin generar ilusiones sobre las características de nuestros aliados.
Sabemos que los congresos del PSOL son espacios de intensa disputa política y programática entre las tendencias existentes. Sin embargo, es habitual (y la experiencia histórica del partido lo demuestra) que el debate cualitativo sea sustituido por esquematizaciones. Esto es lo que estamos viviendo en estos momentos en torno a la agenda del Frente Único en las calles y en las elecciones o la elección de una candidatura propia del PSOL. En lugar de un análisis teórico-político, estas cuestiones tienden a reducirse a polarizaciones estériles, como “El PSOL de los orígenes” / “satélite del PT”, en una visión maniquea del bien y el mal. Sin duda, un muy mal camino.
Soy partidaria de la idea del Frente Único y en muchos textos ya se ha explicado la pertinencia de esta táctica ante el avance del neofascismo. Pero en Brasil el Frente Único viene con Lula de regalo. Y aquí está el torbellino creado por el debate. Como izquierda socialista -y de tradición revolucionaria- soy consciente de que el campo democrático-popular representado por el PT y sus franjas no comparten con nosotros el mismo horizonte de sociedad. A lo sumo, sus segmentos más avanzados (que no dirigen el partido ni lo harán) tienen como proyecto una perspectiva socialdemócrata de protección social y, como máximo, la defensa de la auditoría de la deuda y la tributación de las grandes fortunas.
¿Por qué, entonces, plantear una unidad táctica con el PT?
Comencemos con el diálogo sobre la unidad en las calles. En cualquier escenario es necesario tener claro quiénes son nuestros enemigos y conocer profundamente a nuestros posibles aliados. Nuestro enemigo inmediato es Bolsonaro y la cultura bolsonarista fundada en el oscurantismo reaccionario, la criminalización de la pobreza, el odio a las minorías y el genocidio de Estado. Hay que tener en cuenta que después de 2016 la clase trabajadora fue arrojada al abismo a partir de la Enmienda Constitucional nº 95, las “Reformas” Laboral y de la Seguridad Social, a las que se suman las alarmantes tasas de desempleo actuales y la vuelta al hambre y la pobreza extrema. En consecuencia, el corto plazo de la lucha de clases gira en torno al pedido de medidas urgentes de asistencia pública – acciones de seguridad alimentaria, ayuda de emergencia, ampliación de la cobertura y actualización del valor del Programa de Asignaciones Familiares – además de la lucha intransigente por la derogación de la Enmienda Constitucional nº 95 y las contrarreformas. En cuanto a esto, necesitamos a todos los sectores de izquierda y progresistas e incluso a los demócratas que estén dispuestos a defender dicha agenda. Se trata de una lucha defensiva, en la que una de las mayores audacias (¡desconcierto!) es calificar el acceso a la alimentación como un derecho civilizatorio. Los actos de “Fora Bolsonaro” han cumplido esta función, pero requieren más arraigo popular para poder desarrollarse en una iniciativa más ofensiva, como una huelga general.
Aquí es donde reside nuestra debilidad como izquierda. El sector que hemos logrado movilizar en las calles está constituido fundamentalmente por las facciones de vanguardia y las fracciones esclarecidas de los segmentos medios y sus juventudes, en el mejor de los casos, fracciones del movimiento social urbano. Hay muchas razones para ello y este no es el tema de nuestro texto. Lo que quiero afirmar es que necesitamos a las demás centrales sindicales (sobre todo a la CUT, pero también a la CTB, UGT, etc.) y al Partido de los Trabajadores para que exista el “Fora Bolsonaro”. Como antes en la experiencia de la huelga general del 28 de abril de 2017, una acción de masas pasa necesariamente por la convocatoria y movilización de estas organizaciones a sus bases. De lo contrario, serán actos fallidos. A esto se suma otro factor preponderante: en el imaginario social la “izquierda” se iguala al PT. Por lo tanto, todas las demás organizaciones pasan desapercibidas o se homogeneizan en una masa amorfa, roja y con una estrella en un hombro. Trataré esta cuestión con un poco más de profundidad en el transcurso de este texto.
Pero si el Frente Único es una necesidad para las acciones en la calle, es una cuestión urgente en las elecciones. Y este es un debate que agita a la militancia y puede llevar a posibles errores de análisis. Entre estos errores, hay uno que es inaceptable: la distorsión de la realidad, para convertirla en algo aceptable para nuestras decisiones. Este error no siempre es intencionado o el resultado de una deshonestidad teórica/política, sin embargo, cuando nos referimos a las elecciones de 2022, esta distorsión adquiere dos modalidades:
La primera es la reducción de la capacidad del enemigo. Esta perspectiva parte de un análisis optimista respecto a la derrota electoral de Bolsonaro, ya que también descarta su capacidad de realizar un autogolpe. Se descuidan algunos elementos importantes, como la probable reversión de los índices de rechazo a Bolsonaro entre los segmentos de bajos ingresos a partir de la implementación del “Programa de Ayuda a Brasil” en 2022;(1) o incluso los impactos de una nueva ola de fake-news basada en la renovada asesoría con el exestratega de Trump, Steve Bannon. (2) En cuanto a la autogolpe, se minimizan algunos aspectos que lo rodean: un gobierno federal estructurado y hegemonizado por las fuerzas armadas; el atrincheramiento bolsonarista en las Policias Militares estatales; el crecimiento de las milicias y una legión acrítica de simpatizantes que oscila entre el 23-24% de la población y que están parcialmente armados. (3)
La segunda tendencia, en una dirección diferente, es la romantización/mitificación del expresidente Lula. La idea de que “ahora no es el momento de criticar a Lula/PT” y que esto sería “hacerle el juego a la derecha”, o peor aún, resucitar el viejo mantra del “PT en disputa”, no ayuda en nada a nuestro análisis.
Y aquí hay que conocer a fondo a nuestros posibles aliados, aunque sean alianzas puntuales y episódicas. El diagnóstico del que debemos partir es que el PT es un partido de colaboración de clases que anhela un nuevo acuerdo con el bloque dominante, y cuya propuesta de “pacto social” se basará en programas sociales minimalistas. Probablemente, si tiene éxito en su política plural de alianzas, el cénit de las intenciones del PT estará en el compromiso de derogar la CE-95 y los puntos más extremos de la contrarreforma laboral. Sin embargo, si la burguesía se mantiene firme en su rechazo a los servicios petistas y éste se ve forzado a un Frente Único en las elecciones, su primer intento será buscar la rebaja de la plataforma electoral para constituir un futuro proyecto de gobernabilidad. En definitiva, el PT (por sí solo) no propone ni siquiera un programa mínimo de reparación de la devastación social sufrida en la última media década.
¿Pero sabes cuál es la contradicción?
La base de los trabajadores que tiene referencia en Lula y el PT aceptará de buen grado un “pacto social” minimalista, por una doble razón: porque eso significa su propia supervivencia, y porque la perspectiva de la reproducción física inmediata de la clase está desvinculada de cualquier concepción de derecho social o de ciudadanía. Por lo tanto, no es el PT y su dirección los que necesitan ser convencidos de un programa anticapitalista, es la base obrera que reconoce en este partido a “la izquierda”. Ante esta incómoda “situación sin salida” -el avance del neofascismo o de la colaboración de clases- el camino más cómodo para 2022 es el de una candidatura propia del PSOL, en diálogo sólo con los ya adeptos, su vanguardia y las capas sociales sobre las que incide. ¿Y qué pasa con la clase en su conjunto?
La experiencia del PT y el debilitamiento de la conciencia de clase
Tenemos que hablar del Partido de los Trabajadores y de su experiencia en el gobierno federal, sobre todo porque sufrimos el riesgo de que la angustia y la incertidumbre del momento actual nos lleven a una idealización del pasado. Rosa Luxemburgo decía que la clase obrera “osa mirar de frente y atrevidamente a la verdad, incluso si esta verdad constituya para ella la más dura acusación, porque su debilidad es sólo un peldaño y la imperiosa ley de la historia le restituye la fuerza y la victoria final”. Así que, ¡a criticar!
El gobierno del PT reprodujo lo que Florestan Fernandes describió como nuestro drama crónico (subordinación al mercado mundial y ausencia de incorporación económica de los “de abajo”), y mantuvo inalterado el patrón macroeconómico de la Era Cardoso. Y, limitando la anunciada transición económica, impuso una política social selectiva y residual. El tono de la gobernabilidad lo marcó la imperiosa necesidad de resolver la crisis fiscal, sinónimo de endeudamiento público y de focalización de las políticas sociales. Lejos del desarrollo económico autónomo, se preservó el superávit primario, la desvinculación de los ingresos federales, la concentración de la propiedad de la tierra en el agronegocio y el pago inagotable de intereses, cargos y amortizaciones de la deuda. En comparación con los estándares históricos socialdemócratas de bienestar, esto dio lugar a una política de protección social mediocre.
En lugar del prometido salto de calidad -lo social en detrimento de lo económico-, se instauró un sistema de seguridad social de carácter securitario, con énfasis en la asistencia focalizada a las políticas sociales y la retirada progresiva de su garantía universal. En el mismo sentido, la transferencia al capital privado de parte de la estructura pública del Estado, como la privatización de las carreteras federales, los bancos públicos, las centrales hidroeléctricas y las políticas sociales fundamentales como la educación, la cultura, la salud, la asistencia social y el fomento de los fondos de pensiones privados.
Sin embargo, el diferencial del gobierno del PT no estaba en su carácter de continuidad neoliberal post-FHC o, menos aún, en el pasado individual de su antiguo líder obrero. Lo “nuevo” estuvo en la capacidad de cooptación que emprendió bajo una fuerte legitimación popular, utilizando un falso reformismo como retórica de ascenso social a los “de abajo”. Nos dirigimos a un gobierno social-liberal, de origen socialista, con una base popular y fuertes vínculos con los trabajadores. Pero al contribuir a la subordinación y desmovilización de los movimientos sociales, se configuró como un gobierno de colaboración de clases. La cooptación entonces emprendida adquirió dos “brazos”: uno de carácter instrumental con los movimientos sociales y otro que sirvió principalmente para su autolegitimación, donde utilizó la compra de alianzas, lealtades y el reparto de cargos públicos. (4) Y, paralelamente, la resignificación de la ciudadanía y la amortiguación de la conciencia de clase a través de una lógica de estratificación social mercantil y sin clases. En este último ámbito, destacaría la incidencia del Programa Bolsa Familia, el mito de la “nueva clase media” y la expansión del consumo.
Bajo el lema “incluir para crecer” y el objetivo de tres comidas al día para cada brasileño, la esterilización política de las masas llegó con la concepción de lo que Patrus Ananias (entonces ministro de Desarrollo Social y Lucha contra el Hambre en 2005) llamó una “nueva política social comprometida con la vida”. En la nueva red de “protección social” -centrada en la asistencia- el derecho social se convirtió en una política social compensatoria, en un programa de gobierno y en un instrumento de consenso político, pero menos en una garantía del Estado. A pesar del reconocido salto en la lucha contra el hambre y la importante creación del Sistema Unificado de Asistencia Social (SUAS), esto no minimizó el carácter problemático de un programa de transferencias monetarias (según el modelo del Banco Mundial) que se había erigido como el programa estrella del gobierno. Para Filgueiras y Gonçalves (2007, p.164), la creciente importancia asumida por el Programa Bolsa Familia (tanto en términos de cobertura del público como del monto de los gastos realizados) lo transformó en un arma político-electoral de suma importancia para “compensar” la política neoliberal adoptada.
En cuanto a los niveles de empleabilidad y el mito de la “nueva clase media”, Pochmann (2013) ha demostrado que la primera década del 2000 se caracterizó por cambios significativos en la base de la pirámide social. Entre los cambios se encuentran el descenso de la tasa de desempleo, la formalización de los puestos de trabajo y el descenso de la pobreza absoluta. Esta tríada fue el resultado de la mayor expansión cuantitativa de la empleabilidad en los últimos cuarenta años. Sin embargo, lo que más llama la atención de este fenómeno es la concentración de puestos de trabajo en la base de la pirámide social, donde el 95% de los puestos vacantes tenían una remuneración de hasta 1,5 salarios mínimos. Esta parte de los ocupados representaba más de la mitad de los puestos de trabajo existentes en el país, mientras que los tramos de remuneración más generosos, como los de más de 3 salarios mínimos, presentaban un tímido crecimiento o incluso una reducción. Esto constituía un límite rígido al ascenso social de la masa de trabajadores.
El aumento del nivel de vida de estos segmentos no los convirtió en una “nueva” clase media. Lo que se construyó detrás de esta retórica gubernamental fue, de hecho, la mistificación del concepto de clase, donde la sociedad se interpreta según una lógica de castas – estratificada de la A a la E – dividida en términos per cápita. Este hecho hacía imposible afirmar que vivíamos en un país menos desigual; como mucho, podíamos referirnos a un país menos hambriento. Otros dos factores determinantes acompañaron el aumento de la tasa de ocupación: el mayor acceso a los bienes de consumo y el aumento del nivel de escolaridad. (5) Dilma Rousseff en el Foro Económico Mundial, celebrado en 2014 en Davos/Suiza, declaró que,
Nos estamos convirtiendo, a través de un proceso acelerado de ascenso social, en una nación predominantemente de clase media. (…) Hemos creado un gran mercado interno para el consumo de masas. Ahora somos uno de los mayores mercados de automóviles, ordenadores, teléfonos móviles, frigoríficos, productos farmacéuticos y cosméticos. Sin embargo, sólo el 47% de los hogares dispone de ordenadores; el 55%, de lavadoras automáticas; el 17%, de congeladores; el 8%, de televisores de pantalla plana, lo que demuestra la magnitud de la demanda aún por satisfacer y las oportunidades de negocio asociadas a ella. Hemos creado un enorme contingente de ciudadanos con mejores condiciones de vida, mayor acceso a la información y más conciencia de sus derechos. (6)
Al vincular el acceso al consumo como una elevación del estatus de la ciudadanía y de la “conciencia de los derechos”, la presidenta Dilma hace explícito el sentido político-ideológico de la ciudadanía preconizada, cuyo carácter es esencialmente mercantil. El aumento del consumo de bienes durables por parte de los trabajadores con salarios básicos no puede entenderse como una derivación exclusiva del poder adquisitivo de los salarios, sino como un fenómeno provocado por las políticas de inducción del crédito. Lo que este gobierno ha llamado en los últimos años “expansión sostenible del crédito” no fue más que abrir el mercado interno a la voracidad de los tipos de interés, que alcanzaron los niveles más altos del mundo y provocaron un fuerte endeudamiento de las familias. (7)
En definitiva, con los derechos sociales fundamentales resignificados y la ciudadanía elevada a la esfera del consumo, el gobierno del PT se mantuvo fiel al carácter antinacional y antisocial de nuestro patrón de dominación burgués. Para ello recurrió a la promoción de una falsa “prosperidad generalizada” entre los sectores populares, induciendo expectativas sociales inalcanzables, y manteniendo en un nivel confortable los intereses privados y garantizando las superganancias del capital financiero. El resultado fue el enfriamiento de la conciencia de clase y la pasivización de una parte importante del movimiento social y sindical. La creencia en la democracia y en la disputa por la institucionalidad burguesa se antepuso a la lucha de clases.
Una elección difícil
Al final de este breve diagnóstico nos hemos despojado de cualquier resto de optimismo con respecto a Lula y al PT. Sin embargo, no renunciamos a este ni a ningún otro potencial aliado en la lucha contra el neofascismo y la construcción de “Fora Bolsonaro”. Si el gobierno de Bolsonaro no cae para las próximas elecciones, lo que es probable dada la complacencia de las instituciones, se nos impone una difícil elección. La clase trabajadora ya eligió a su candidato para derrocar a Bolsonaro y deposita en Lula la expectativa de una repetición de lo que ya vivió: un “reformismo de bajo ascenso social” y la certeza de tres comidas al día.
En esta coyuntura de “tierra arrasada”, el PSOL tiene dos opciones: lanzar una candidatura propia o no, considerando que, para la masa de la clase que deposita en el PT la expectativa de la caída de Bolsonaro, esto podría significar un aislamiento al PSOL. O peor, una postura autoproclamatoria en un contexto decisivo. Por otro lado, más que decidir ahora una política de alianzas en la línea del Frente Único o un voto crítico a Lula en la primera vuelta de 2022, lo que debería formar parte de nuestras preocupaciones más urgentes es cómo convencer a los trabajadores de que pueden soñar y anhelar otro proyecto de sociabilidad. A corto plazo, esto significa presentar un programa anticapitalista capaz de dialogar con los trabajadores, elevando sus aspiraciones, al tiempo que hace comprensible el significado de cuestiones como la EC-95 y los impactos de las contrarreformas en esta y las futuras generaciones.
Notas
[1]Cf. <http://www.cfess.org.br/visualizar/noticia/cod/1833>
[2] Cf. <https://theintercept.com/2021/08/15/eduardo-bolsonaro-bannon-trump-eleicoes-fraude/>
[4] Como ejemplo, podemos citar a Luiz Marinho, entonces presidente de la CUT en 2003. Dejaría el cargo para ocupar el Ministerio de Trabajo (2005) y luego el de Seguridad Social (2007).
[5] Así como en otras políticas sociales, la contrarreforma de la educación se profundizó en el gobierno de Dilma, concluyendo la “cartilla” del Plan Director de la Reforma del Estado para la educación. En este plan, la degradación de la universidad a la condición de organizaciones de mercado se produce en un doble movimiento: la expansión virtual de la educación superior a través de la enseñanza a distancia y la estrecha relación entre la universidad y la perspectiva empresarial a través de programas como Prouni y FIES. Si vamos a los datos, identificamos la hegemonía del sector privado en la educación superior: el Censo de Educación Superior 2012 reporta la existencia de 2,416 IES, de las cuales 304 son públicas (12.6%) y 2,112 de carácter privado (87.4%). Estas cifras muestran una hegemonía de las instituciones no universitarias, es decir, instituciones cuyas actividades se reducen a la enseñanza y no realizan investigación: el 84,6% de las IES están registradas como facultades, mientras que las universidades y los centros universitarios representan el 8% y el 5,3%. En resumen, el perfil de la educación superior se ha adaptado a la posición periférica y subordinada del país en la división internacional del trabajo. El trabajo que se nos exige -como país subdesarrollado y exportador de materias primas- está excluido de la necesidad de producir conocimientos científicos avanzados, y esta fue la lógica que delimitó la reestructuración de la política educativa.
[6] Disponible en: <http://g1.globo.com/economia/noticia/2014/01/veja-integra-do-discurso-de-dilma-no-forum-mundial-de-davos.html>.
[7] Un ejemplo de esto, es que sólo en el año 2011 las sucesivas altas tasas de interés para las personas costaron a las familias brasileñas un pago adicional de aproximadamente R$ 42,3 mil millones a los créditos adquiridos. Dichos índices dieron como resultado el compromiso de aproximadamente un tercio de los ingresos mensuales de las familias (29,5%) con el pago de las deudas. Mantenida la política económica y crediticia, al final del primer gobierno de Dilma, los datos de endeudamiento de las familias brasileñas se mantuvieron sin cambios. En enero de 2013, el total de personas endeudadas era del 60,2%, mientras que en el mismo mes de 2014 esta cifra se situaba en el 63,4%. Cf. <http://stage.cnc.org.br/sites/default/files/arquivos/peic_janeiro_2014.pdf>
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