Sabía que el temor al sofoco me iba a acompañar hasta que Armando Duval aporreara la puerta del prostíbulo en el que Margarita Gautier ponía al día las cuentas de sus empleadas y establecía los turnos para la noche siguiente, pero también confiaba en que, una vez dentro, se disiparan todos los temores y mis […]
Sabía que el temor al sofoco me iba a acompañar hasta que Armando Duval aporreara la puerta del prostíbulo en el que Margarita Gautier ponía al día las cuentas de sus empleadas y establecía los turnos para la noche siguiente, pero también confiaba en que, una vez dentro, se disiparan todos los temores y mis jodidos pulmones dejaran salir el aire.
Por fortuna, Alejandro Dumas no iba a estar presente como para reprocharme mi peculiar versión de «La dama de las camelias». De hecho, mis camelias caribeñas, siempre de la mano del actor dominicano y «pana ful» Micky Montilla, se habían presentado en cientos de teatros, clubes y tugurios, incluyendo la cárcel de Azua y el festival de teatro latino de Washington, sin que Dumas hubiera objetado nada. Tampoco ahora en que Edith Piaff y Luis Segura «El Añoñaíto» se encargaban de coordinar la fusión entre el glamour parisino y la bachata dominicana en el bar del Teatro Nacional de Santo Domingo con motivo del Tercer Festival Nacional de Teatro.
No, Alejandro Dumas nada tenía que ver con aquella «dama de las camelias» que yo me disponía a perpetrar.
Cuando escribí mi peculiar versión de la que muchos franceses tienen por la más genuina expresión de su romanticismo, apostillé en el título… «parte de atrás», para que nadie se llamara a equívocos. Tampoco una Margarita que, tras sopesar la posibilidad de reconvertir su próspero burdel en un banco pero consciente de que era preferible ser puta conocida a banquera por conocer, optó por seguir ejerciendo de madame.
Más que resaltar el «paradigma de la genérica y trasversal ubicuidad trasgresora» que hubiera apuntado un crítico de arte, a mi me interesaba la tuberculosis de Margarita y las incontables toses que, en todas las escalas, pudiera explayar sobre las mesas en las que el público picaba a manos llenas mientras asistía al café-teatro; más que el contagioso desconsuelo de Armando me importaba la fe con que rendía su amor, su confianza en el futuro… «aunque tengamos hijos tuberculosos que aprendan a toser antes que hablar y aunque en lugar de leche desayunen bacilos…».
Mi dama no era de las camelias sino de los gargajos.
Habían pasado diez años desde la última función (http://youtu.be/eXhoGO0PUZc) en la que el público, como era habitual en mi versión, además de prestar su identidad a la nómina de clientes y empleadas del prostíbulo, también se ocupaba de poner fin a la obra haciendo el papel, en riguroso turno, de asesino de Margarita y Armando, pero todos esos años sin camelias auguraban nuevos ingredientes al reestreno.
Además del enfisema que ahora yo aportaba a la función, Micky agregaba una repentina y dolorosa artrosis. Nunca habíamos estado tan bien surtidos de flemas, toses y espasmos. El éxito estaba garantizado. Ni siquiera Iberia, Air Europa o Barajas iban a poder arruinar, no obstante su insistencia, la presentación de mis camelias.
Y aquí estoy de vuelta, siete días después, abrumado por los tantos abrazos pendientes y saldados entre la Plaza de la Salud dominicana, el escenario del Bar del Teatro Nacional y el hospital de Zumarraga en el País Vasco, y de la mano de una última e infalible invitada que no quiso faltar a la cita: la neumonía que aún me retiene en cama.