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Guarimba por la renta

La debacle del chavismo y las necesidades de la clase obrera venezolana

Fuentes: Razón y Revolución

La estructura económica venezolana, como la ecuatoriana, la boliviana y la argentina, tienen una matriz común: las cuatro dependen de la renta (petrolera, gasífera, agraria). A partir de esa base común se organizan sistemas productivos relativamente sencillos, incluso en el caso argentino, el más complejo de todos ellos. Son capitalismos chicos, que compensan su atraso […]

La estructura económica venezolana, como la ecuatoriana, la boliviana y la argentina, tienen una matriz común: las cuatro dependen de la renta (petrolera, gasífera, agraria). A partir de esa base común se organizan sistemas productivos relativamente sencillos, incluso en el caso argentino, el más complejo de todos ellos. Son capitalismos chicos, que compensan su atraso relativo, es decir, la menor productividad del trabajo que impera en sus fronteras, con los ingresos extra que supone el monopolio del elemento fuente de renta. De allí que, históricamente, las diferentes clases y fracciones que componen la estructura social (incluyendo al capital extranjero) construyen, destruyen, arman y desarman alianzas en torno a la disputa de la renta. El reformismo, cualquiera sea la forma ideológica que asuma, tiene, en estos países, su base en alianzas entre fracciones burguesas, pequeño-burguesas y obreras, cuya función consiste en apelar al «pueblo» como masa de maniobra en las disputas intra-burguesas. El chavismo, el masismo, el peronismo, eso que algunos llaman «populismo», son la expresión fenoménica de estos procesos.

Siendo en general muy similares, cada uno de estos epifenómenos de la lucha de clases tiene su peculiaridad. En una estructura tan simplificada como la venezolana, el control de una sola empresa (PDVSA) crea un poder de arbitraje fabuloso para quien detente el poder del Estado. Recordemos brevemente cómo es el país de Bolívar. Por empezar, una burguesía nacional reducida y débil, dependiente del Estado en grado sumo, dominada por las fracciones mercantiles y financieras, con una muy pobre presencia industrial. Por debajo, una extensa capa de pequeña burguesía ligada sobre todo al pequeño comercio y los servicios, incluyendo un amplio funcionariado estatal. Una amplia clase obrera se divide una pequeña fracción industrial, una mayor cantidad de empleados mercantiles y de servicios y una gigantesca masa de población sobrante. El rasgo dominante de la estructura social venezolana es esta debilidad general de la burguesía nacional combinada con la extensísima presencia de la población sobrante. No se trata de un panorama exclusivo de Venezuela, sino que se repite en muchos países latinoamericanos.

Estas características peculiares han confundido a muchos compañeros que tienden a ver a las masas desocupadas, semi y seudo-ocupadas (parados, con empleo precario, estacional o temporario, empleados en empresas por debajo de la productividad media, vendedores callejeros, empleados estatales excedentes, masas rurales, etc.), como no obreros. Campesinos, indígenas, cuentapropistas, auto-empleados o «trabajadores», son conceptos usualmente utilizados para describir a estas masas, lo que tiene por consecuencia ocultar a la población sobrante como capa de la clase obrera. A esta situación se suma la tradición de la izquierda revolucionaria latinoamericana que tiende a ver como «sujeto revolucionario» sólo a la clase obrera fabril y que define como «campesino» todo lo que transita por el campo. De las peculiaridades de la estructura y las tradiciones heredadas obsoletas, la izquierda latinoamericana tiende a recaer permanentemente en una especie de menchevismo espontáneo que reproduce la política de alianzas con la burguesía «progresista» que desarrollaron los partidos comunistas estalinistas desde los años ’30 del siglo pasado. Esta tendencia es común a maoístas, estalinistas, socialistas «nacionales», trotskistas y guevaristas, todos los cuales coinciden en que Latinoamérica es un continente de naciones incompletas en las que, o la burguesía (maoístas, estalinistas, nacionalistas, guevaristas), o el proletariado (trotskistas) tienen que culminar la tarea.

Estas conclusiones estratégicas son las que han llevado a muchos a denominarse socialistas con algún aditamento que explique la evidente distancia entre los dichos y los hechos. El «socialismo del siglo XXI» es su formulación más célebre y no por ello menos mentirosa. En efecto, el chavismo no alteró en ningún grado significativo la estructura de la sociedad venezolana, no importa cuál haya sido el grado de distribución de la renta alcanzado o los beneficios que haya aportado a la condición de vida de las masas. En realidad, el chavismo no es más que una alianza de fracciones de clase con dominio burgués, lo que Marx denominaba «bonapartismo». Esa alianza reúne a las fracciones más débiles de la burguesía venezolana, a la pequeña burguesía y a la clase obrera, en particular, a la capa constituida por la población sobrante. Básicamente, «boliburguesía» y población sobrante son las bases del bonapartismo chavista, cuyo personal político se recluta fundamentalmente en el aparato del Estado, las fuerzas armadas, junto con un sector proveniente de filas obreras. Por fuera de la alianza quedan, por arriba, las fracciones más poderosas de la burguesía y el proletariado industrial. La primera se organiza a través de las variantes derechistas que conforman la «oposición» y los segundos en los partidos de izquierda revolucionaria no incorporados al chavismo. La fuerza del chavismo resulta de aglutinar a la mayoría de la población en torno del reparto de la renta. Mientras esta se mantuvo a alto nivel, su primacía resultó incontestable. Con su decadencia, se abra la crisis.

La crisis y la clase obrera

El bonapartismo venezolano atraviesa su peor crisis, luego de más de una década de gobierno. La inflación llegó al 56% en 2013, el nivel de desabastecimiento es del 30%, los cortes de luz se multiplican y falta agua. En breve, se anunciará un aumento de los combustibles. Las condiciones de vida de la clase obrera descienden abruptamente y los reclamos no se han hecho esperar. Previamente a la marcha organizada por Leopoldo López, el 12 de febrero, trabajadores petroleros, gráficos, estatales, automotrices habían emprendido sendos planes de lucha contra la precarización y contra los despidos. Las bases sindicales del chavismo son cada vez más reducidas. Las elecciones resultaron en un completo fracaso para toda la política burguesa. Si el chavismo se jacta de haber ampliado su ventaja en términos porcentuales, debería tomar nota de que perdió un millón y medio de votos en relación al último comicio. La oposición, claro, perdió cuatro millones, por eso ha buscado un recambio.

La crisis provoca, primero que nada, la ruptura de la alianza chavista. Los rumores del destronamiento de Maduro, un hombre ligado por origen a la población sobrante, por Diosdado Cabello, un representante del aparato del Estado y cercano a la boliburguesía, son síntoma de que una parte de la alianza busca resolver la crisis a costa de la otra. La inflación y el desabastecimiento son los elementos desencadenantes de la crisis en la alianza chavista.

Su resultado es el engrosamiento de la oposición, que recluta proporciones crecientes de los componentes del chavismo. No es cierto que la clase obrera venezolana no haya estado en la calle luchando del lado opositor. De hecho, no hay forma de que en Venezuela un candidato se arrime al 50% de los votos sin recoger amplias simpatías entre el proletariado. En este terreno, a mitad de camino entre Maduro y López, se mueve Capriles y con él, el imperialismo en general, incluyendo sus socios, como Colombia. Porque no es cierto, tampoco, que la oposición quiera la caída de Maduro. Eso sólo es pretensión de López y los sectores más extremos, pero minoritarios, de un arco político muy amplio. Solo los locos del Tea Party y alguno que otro más apoyan a López y Machado. La apuesta de Capriles y la mayoría del arco opositor es que el chavismo caiga solo, de ser posible, en las urnas, envuelto en una crisis generalizada que opere de hecho el ajuste de la economía venezolana. Acelerar la crisis sólo reforzaría al ala dura del chavismo dominada por Cabello, sobre el cual se recostaría Maduro en última instancia, además de entregarle el poder a Capriles antes de que la crisis reordene las variables económicas por sí sola y lo obligue a realizar un ajuste que pondría en jaque a un gobierno opositor a poco de arribado al poder. El riesgo, para esta estrategia, se encuentra en la posibilidad de una recomposición de la renta que permita al Gobierno restablecer la situación, algo que hoy parece lejano.

Por lo tanto, a diferencia de lo que dicen los chavistas más recalcitrantes, no estamos en un escenario de estabilidad, el cual los fascistas vendrían a romper. Esta avanzada de la derecha no se produce, como en el 2002, en el marco de una creciente influencia política de los trabajadores y su expresión en conquistas económicas, sino que se monta en un proceso de quiebre de la relación entre el chavismo y la clase obrera. Eso es lo que explica dos elementos a tener en cuenta. El primero, que entre las consignas principales de la marcha sea la exigencia con terminar con el desabastecimiento y la inflación. Es decir, que se levanten reclamos netamente obreros. El segundo, la presencia de la clase obrera en esas marchas, reconocida incluso por dirigentes de izquierda que no la apoyan (como Chirino) y chavistas que hablan de «demagogia». Eso no quiere decir que hayan movilizado a millones. En la última marcha de «unidad» opositora, La Nación -un diario afín a Capriles- informó la asistencia de sólo 50.000 personas. La diferencia que hace la oposición es más bien a nivel nacional.

Maduro ha tenido dos reacciones: llamar a la movilización popular y apelar a las fuerzas armadas. La primera, ha sido un fracaso: ha juntado 40.000 personas en Caracas. La segunda, la militarización de Táchira, la promoción del personal militar, además y la creación de «milicias obreras» controladas por el Maduro, a lo que se suma un virtual estado de sitio en todo el país. Se trata de un ataque a la clase obrera y a sus posibilidades de reclamo, por más que se disfrace del combate al fascismo. No se puede permitir que en nombre del combate a los «golpistas» se le impida a los trabajadores reclamar una salida obrera a la crisis. En ese contexto, el llamado a la «paz» por el gobierno se revela como el intento de crear un cogobierno Maduro-Capriles, que enfrente la situación y aplique un ajuste consensuado.

Con todo, la llave del conflicto sigue sin aparecer: el grueso de la población obrera, la sobrepoblación relativa, la que habita barrios como el 23 de enero o el Petare en Caracas, todavía no se ha pronunciado. El núcleo de la estabilidad política en Venezuela se encuentra en el control de esta población. Todavía el chavismo puede aspirar a él siempre que sostenga a los subsidios y a las misiones. Su desmantelamiento daría aire económico a la burguesía venezolana, pero podría constituir un suicidio político en estas condiciones.

La izquierda y la crisis

Para la izquierda revolucionaria se inicia un período de prueba. Esta izquierda es muy débil, como resultado del impacto del chavismo y su capacidad de arrastre de las masas, pero también por sus decisiones estratégicas. En primer lugar, buena parte de ella ha sucumbido ideológicamente al chavismo, incorporándose al PSUV o realizando una política de «entrismo» más o menos explícito, ya sea organizativo o bajo la forma de «apoyo crítico». Otros, que han sabido resistir a estas presiones, lo han hecho, en general, desde un obrerismo extremo, que abandona la población sobrante a manos del chavismo, concentrándose en el proletariado fabril. Se condena así a la inanidad social y a la irrelevancia política. Así, entre el Frente popular y el sectarismo, la izquierda resulta incapaz de acaudillar a las masas en la resistencia al ajuste en marcha, que no hará más que profundizarse, con cualquiera de las variantes burguesas que se disputan la capitalización de la crisis.

Una estrategia posible de acción se encuentra ya a mano, provista por la historia del movimiento socialista. Nos referimos al Frente único. Las organizaciones de izquierda revolucionaria deben llamar a todas las organizaciones obreras, provengan del arco ideológico que sea, a conformar un organismo centralizado, un congreso nacional de trabajadores ocupados y desocupados de todas las ramas de la economía, a fin de construir un programa contra el ajuste:

1. Aumento salarial de emergencia.
2. Freno a la inflación sin afectar los ingresos obreros, sean salarios, planes sociales, misiones, etc.
3. Resolución del problema del desabastecimiento.
4. Estabilización de la moneda.
5. Ataque profundo a la corrupción estatal.
6. Plan nacional inmediato para resolver el problema de la seguridad.
7. Contra la militarización de la vida política y por el desarme de todos los elementos represivos paraestatales.
8. Nacionalización de todas las empresas que colaboren en el desabastecimiento.
9. Nacionalización del comercio exterior bajo control obrero.
10. Ocupación de todas las empresas cerradas o vaciadas.
11. Control obrero de la producción en todas las empresas.

Los trabajadores deben exigir la derogación inmediata de la Conferencia Nacional de Paz y la instauración de un Comité de Crisis integrado por delegados de los organismos obreros. Para ello, la población que ya se está movilizando debe organizarse por barrio y/o lugar de trabajo y debatir un pliego de demandas y un curso de salida a la crisis, con la perspectiva de desarrollar un Congreso Nacional de Trabajadores Ocupados y Desocupados. Si Maduro quiere derrotar al fascismo, entonces que deje de reprimir obreros, saque al ejército y de lugar a la clase obrera organizada. Si la derecha quiere combatir el desabastecimiento, entonces que deje de organizar el ajuste y permita a los principales perjudicados encabezar el reclamo y dirigir las acciones.

Fuente: http://www.razonyrevolucion.org/ryr/index.php?option=com_content&view=article&id=2664:sobre-el-proceso-venezolano&catid=129:novedadesprincipal