Los recurrentes ataques hacia la propuesta de reforma de la Constitución venezolana son sólo el penúltimo capítulo de un serial de descalificaciones viscerales, nacidas en su mayoría del interminable imaginario de las fuentes anónimas y del anecdotario más fútil, hacia el proceso protagonizado en Venezuela por Hugo Chávez. Dentro de esta marea, se cae muchas […]
Los recurrentes ataques hacia la propuesta de reforma de la Constitución venezolana son sólo el penúltimo capítulo de un serial de descalificaciones viscerales, nacidas en su mayoría del interminable imaginario de las fuentes anónimas y del anecdotario más fútil, hacia el proceso protagonizado en Venezuela por Hugo Chávez. Dentro de esta marea, se cae muchas veces en la torpeza de calificar un proceso apoyado en las urnas con porcentajes superiores al 60-70 por ciento, en función únicamente de criterios formales y por pura alergia a una estética, en lugar de valorar los acontecimientos por su contenido y trascendencia, como sería del todo deseable.
Conforta, en este contexto de ausencia de rigor, escuchar a un jurista como Eligio Hernández, exfiscal general del Estado español, no sólo defender el planteamiento de la reforma porque no vulnera en ningún caso los principios básicos de un Estado de Derecho, sino también valorar al demonizado presidente Chávez, por liderar uno de los «proyectos políticos más interesantes de los últimos tiempos»; la reinvención del socialismo o socialismo del siglo XXI; simplemente -y esto lo digo yo- el derecho a buscar un camino alternativo al sistema imperante que nos conduce directamente a la destrucción del Planeta y al reinado absoluto de la desigualdad. Todo ello dentro de raíles democráticos, no como en experimentos políticos anteriores; y desde el internacionalismo, persiguiendo la unidad política de América del sur como objetivo estratégico irrenunciable.
La reforma constitucional, que ya ha sido ratificada por la Asamblea Nacional, foro donde la oposición no está representada porque no le dio la gana en su momento de concurrir a los comicios, persigue la modificación de 69 de los 350 artículos de la Constitución del año 1999, y será sometida el 2 de diciembre a referéndum. Entre las críticas más reiteradas al proyecto destaca el revuelo provocado ante la posibilidad de la reelección indefinida del presidente del Gobierno, como si los presidentes europeos -por no hablar de algunos jefes de Estado- sí tuvieran límite de mandato; o la potestad de decretar el estado de excepción, como si Venezuela inventara una fórmula inédita en las constituciones de todos los países democráticos del mundo.
Sin embargo, la reforma sí que incorpora aspectos verdaderamente novedosos, como la eliminación de la «autonomía» del Banco Central -algo por lo que en Europa aboga ya hasta el mismísimo Sarkozy-; prohíbe los monopolios privados y los latifundios no productivos; consolida las Misiones, como instrumento que ha servido entre otros logros para que Venezuela haya sido declarada territorio libre de analfabetismo por la UNESCO, o para que millones de personas tengan acceso gratuito a la salud; y establece la jornada laboral en 36 horas semanales.
Pero lo que realmente escuece a los detractores de la política de Chávez son los proyectos de colaboración (ALBA) que Venezuela viene estableciendo con los países de su entorno, basados en el intercambio de recursos, en frenar en lo posible la firma de nuevos Tratados de Comercio bilaterales que siempre benefician al más fuerte, y con la mira puesta en la conformación de América del sur como bloque económico unido frente a la Unión Europea y Estados Unidos. O la próxima creación del Banco del sur, una institución crediticia, en la que embrionariamente estarán Brasil, Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Paraguay, y a la que Colombia, un país libre de toda sospecha izquierdista, ha anunciado su intención de unirse. El Banco del sur financiará proyectos de desarrollo e integración sudamericana, y evitará las relaciones de dependencia con las entidades internacionales de crédito, que vinculan sus préstamos a la adopción de políticas macroeconómicas que acaban con todo lo que huela a público.
Eligio Hernández reconoció valientemente que un fenómeno como el que vive Venezuela no puede ni debe ser valorado únicamente en función de la propaganda. De ahí que decidiera un buen día -como relató él mismo- analizar la situación con objetividad e independencia de criterio, venciendo la pereza y el «llamativo bombardeo informativo» en contra del proceso venezolano. Quizás todos deberíamos hacer ese mismo esfuerzo; dejar de ensañarnos con el malo oficial y hacerlo con personajes verdaderamente dañinos, preguntándonos qué hay detrás de los orquestados ataques al proyecto venezolano y del terror a que otros países sigan su ejemplo.