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La democracia sindical

Fuentes: La Tizza

Acápite del libro A Contraluz. Revisita los procesos sociales y políticos de la izquierda en América Latina (segunda edición), Partido del Trabajo, Ciudad de México, 2019, pp. 39‑44. El autor también tiene obra publicada con el seudónimo Fermín González Chávez.

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1921 la Revolución Rusa estaba sitiada. El «comunismo de guerra», instalado como dictadura de proletariado, se consideró como la única opción para resistir, pero el costo de una política autoritaria con los campesinos ya era muy grande. Se les incautó la producción de alimentos y fueron muy pocos los productos industriales que les devolvieron desde las ciudades, azotadas por la crisis de una industria semiparalizada que tuvo que dedicar sus esfuerzos a la guerra. Los soviets de obreros, soldados y campesinos estaban concentrados en la resistencia armada y su vida democrática dirigida a gestionar el Estado había quedado en manos de su Comité Ejecutivo. Las huelgas obreras reivindicativas se comenzaron a generalizar y creció el descontento frente a los costos del cerco de la guerra. La revolución pasaba su peor momento. En este contexto se desarrolló el debate sobre la función de los sindicatos en la fase de transición al socialismo, en particular, en un Estado en fase de reconstrucción, en los momentos finales de una guerra de agresión que había destruido sus transportes y fábricas, y donde se vivía a costa de la expropiación de la producción a los medianos campesinos.

Trotski, que inicialmente visualizó la necesidad de volver a formas de mercado en el campo, se convirtió en el adalid de la militarización del trabajo como única alternativa de sobrevivencia de la revolución. Propuso mano dura contra los sindicatos, quitarles la autonomía y volverlos parte del gobierno en tanto Estado proletario, dado que realizaban paros reivindicativos que ponían en peligro la sobrevivencia de una revolución cercada por sus enemigos. Su argumento fue la necesidad de ganar tiempo afirmando el lado de la dictadura del proletariado, para luego, con mayor espacio político, pasar a su democratización. Lenin, sin compartir el sentido estrecho de estos paros y aceptando la intervención de sindicatos con líderes que consideró contrarrevolucionarios, comprendió que estos organismos de clase tenían su razón inicial de existencia en el carácter corporativo que les dio origen, vinculado a la defensa de los derechos de los trabajadores, y entendió que su corta tradición en la lucha política no les permitía comprender las dificultades de la naciente revolución.

Los sindicatos —dijo Lenin— no son solo históricamente necesarios: son también una organización del proletariado históricamente inevitable, que en las condiciones de la dictadura del proletariado abarca a este casi en su totalidad. Esta es la idea más fundamental, pero el camarada Trotski lo olvida a cada paso, no parte de ella, no la valora.[1]

Con una mirada histórica y anticipándose a los riesgos de burocratización de la revolución —que en procesos como los gobiernos de izquierda y progresistas se combinan con el de corrupción—, Lenin se opuso a toda represión contra los mismos y pasó a caracterizarlos como las futuras «escuelas de comunismo».

La mayoría de quienes lo apoyaron «recalcaban el derecho del partido a controlar los sindicatos, pero también deseaban preservarlos como organizaciones autónomas de masas capaces de ejercer presión sobre el gobierno y la administración industrial».[2]

La tercera posición era la de los sindicalistas radicales, comandados por Clara Zetkin, que proponían la plena autonomía e independencia de los sindicatos, sin comprender que el sostenimiento de la revolución dependía de un pensamiento político unificado entre la clase y su dirección política. Sin embargo, sus argumentos encontraron eco en una clase obrera joven, poco madura y presionada por las posiciones anarquistas que rechazaban toda injerencia y poder del nuevo estado en construcción. Su argumento básico era simplista pero poderoso: ¿cómo hablar de una democracia proletaria sin permitir el funcionamiento y respetar las decisiones democráticas de los sindicatos? La contra argumentación que el propio Lenin aceptaba se preguntaba también: ¿de qué sirve la autonomía sindical si el pensamiento que la guía es dependiente de las necesidades e interés individuales o grupales, generados por las insoportables condiciones de vida que imponía la guerra contra el Estado obrero?

El debate se dio en el contexto de un callejón sin salida que llevó a colocar al partido por encima de la democracia soviética que habían diseñado, la cual debieron también recortar para prevenir el derrumbe. En tanto la revolución no había sido capaz de construir su propia propuesta para superar la parálisis de la economía y el desgaste generalizado de las energías revolucionarias de los trabajadores y campesinos, la salida terminó siendo acabar con el llamado «comunismo de guerra», lo cual reanimó la producción rural y alimentó a los trabajadores urbanos.

Un conflicto con parecidas raíces se repite en la actualidad, de distintas formas, con las experiencias de gobierno alternativos en Latinoamérica. Ya no solo los sindicatos, sino también los campesinos y movimientos sociales, cuestionan a los gobiernos de izquierda y progresistas por no cumplir sus promesas. Ello sucede, fundamentalmente, por las dificultades e incomprensiones de dichos gobiernos para lograr romper los límites que les impone la estructura económica y política que regula el Estado capitalista, conflicto que se ve agravado por las agresiones económicas, políticas y mediáticas que lideran el imperialismo y las transnacionales.

Los sindicatos deberían ser autónomos en sus decisiones como forma de controlar al aparato que gobierna el Estado revolucionario transitorio, pero al mismo tiempo dependientes del futuro socialista a construir. No han sido pocos los casos de sindicatos que, aún con intereses corporativos, han confrontado con gran madurez las políticas de corte neoliberal que se han tomado en estos gobiernos, algo que es difícil de alcanzar si no ha existido una formación política previa adquirida en el campo de las luchas sociales y de clase. Ejemplo de la importancia de la formación social-política son las experiencias de empresas autogestionadas con éxito en el contexto de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA‑TCP), todos los casos con trabajadores y líderes políticamente formados, en contraposición a los fracasos de la entrega de empresas en autogestión a trabajadores que, por no estar formados políticamente, obligaron a la reestatización de las mismas, como sucedió en Venezuela.

Sobre este debate Lukács es muy claro:

Mientras Trotski propagaba el proyecto de una especie de estatización de los sindicatos que permitiera utilizar su posibilidad organizativa para elevar la producción —lo que le parecía tanto más factible en cuanto en un Estado obrero una protección particular de los trabajadores frente a su propio Estado sería innecesaria—, Lenin destacó que en realidad el Estado era «un Estado obrero con deformaciones burocráticas». Resumió su punto de vista sobre esta cuestión de la siguiente manera: «Nuestro Estado de hoy es tal que el proletariado organizado en su totalidad debe defenderse, y nosotros debemos utilizar estas organizaciones obreras para defender a los obreros frente a su Estado y para que los obreros defiendan Nuestro Estado». Y quien conoce los escritos y cartas de sus últimos años de vida, sabe qué tenaz y encarnizadamente condujo esa lucha en todos los ámbitos de la vida estatal y de la vida social; cómo quiso excluir del partido a colaboradores antes apreciados (por ejemplo a Ordzonikidze) porque, retornando a determinados modos de proceder de la guerra civil, violaban estos principios de la democracia proletaria.[3]

La dificultad estaba, como analiza Deutscher, en que las causas de fondo que permitirían comprender mejor el problema no pasaban exclusivamente por la función de la democracia directa de los trabajadores y sus exigencias de derechos desde los espacios del mundo del trabajo (tema que desarrollará más adelante la escuela de Budapest). Había una necesidad postergada de abordar la discusión sobre el carácter dual del Estado soviético, con un gobierno socialista basado en una democracia obrera, campesina y popular como propuesta histórica, pero aun capitalista y feudal en su cultura y en las relaciones de propiedad y producción.

Pretender la existencia de un sindicalismo que pensara más allá del corporativismo reivindicativo era no reconocer la necesidad de su paso de clase en sí a clase para sí o, con otras palabras, de clase que asume el poder para eliminar todas las clases y las diferencias que generan. Este salto no se resolvía por decreto o simplemente con una nueva Constitución. Solo podía ser el producto de un largo aprendizaje de los y las trabajadoras de la ciudad y el campo, en la construcción de las nuevas relaciones de producción, de las cuales surgirían nuevas relaciones humanas.

La ventaja de haber asumido el poder del Estado permitía, no sin costos posteriores enormes, esperar que se dieran los tiempos y procesos para afirmar la revolución.

Sin embargo, esto no está al alcance en los procesos de gobernar a Estados capitalistas de la periferia, ya que son mucho más frágiles y volubles, sometidos a tiempos electorales predeterminados que ponen grandes dificultades a sus intentos de generar cambios con nuevas políticas públicas. En la dinámica de lograr una buena gestión pública, pierden contacto con sus orígenes y su programa. Además, no siempre encuentran los momentos de reflexión colectiva necesarios, tiempos que sí destinaron los bolcheviques en condiciones de mucho mayor atraso que las de cualquiera de estos gobiernos.

A falta de partidos sólidos y con la tradición del debate democrático a su interior, necesitaban y necesitan escuchar e incluir las propuestas de los destacamentos sociales más maduros de cada proceso, que hoy son comparativamente, mucho más maduros de lo que eran en la época de Lenin y Trotski.

Tan importante tema para todo intento de superar el Estado capitalista quedó relegado de los debates de la izquierda, como si fuera algo coyuntural que había perdido trascendencia. Solo fue recordado en la fase de regresión de la revolución, con la intención de marcar las diferencias que existieron entre Lenin y Trotski, pero con la paradoja de que en nombre del pensamiento de Lenin, Stalin pasó, en 1929, a aplicar las duras posiciones transitorias de Trotski, para volverlas permanentes. Así Stalin acabó para siempre con la autonomía de los sindicatos y también con la independencia de pensamiento de los órganos del doble poder: los comités de fábrica y los soviets.

Todos coincidían entonces en que el carácter contradictorio del Estado en transición al socialismo exigía impulsar el ejercicio de la democracia participativa directa y el doble poder soviético, para volcar el fiel de la balanza hacia el campo socialista. Pero su implementación dependía de condiciones subjetivas que estaban en reflujo.

Posteriormente, implementar esa democracia surgida de la lucha del trabajo contra el capital se convirtió, al mismo tiempo, en una amenaza contra quienes se apropiaban burocráticamente del Estado y del partido. Por eso fue aplastada y domesticada, y se permitió que las relaciones humanas y de poder mantuvieran su lado capitalista a través de una nueva casta dirigente, que justificaba su existencia con el argumento de que era la equilibradora de esa contradicción y la garante de las conquistas sociales.

El Estado obrero se sumergió en nuevas contradicciones porque, al tener que gobernar en un obligado encierro nacional, la resistencia nacional de clase se confundió con la imposibilidad de pensar la construcción del socialismo en un solo país, algo que no se comprendió en el curso posterior de la revolución, y se llegó al absurdo de poner a las nuevas revoluciones triunfantes en Europa al servicio de la sobrevivencia «socialista» de la URSS. El encierro nacional y el creer que, pese a todo, se estaba construyendo estratégicamente el socialismo fueron factores determinantes para que se instalara en forma permanente una casta, regresiva al interior y defensiva al exterior, que gobernó el nuevo Estado obrero en proceso de degeneración burocrática. Se expropió el poder a la clase obrera sin la intención de trasladarlo a la sociedad de productores organizados, como lo previó Marx.

Notas:

[1] Vladimir Ilich Lenin: Discurso pronunciado en la reunión conjunta de militantes del PC Bolcheviques y miembros del Consejo de los Sindicatos de toda Rusia, 30 de diciembre de 1920 (kaosenlared.net).

[2] Isaac Deutscher: Trotski, el profeta armado, books, google.com, p. 445.

[3] Georg Lukács: El hombre y la democracia, Editorial Contrapunto, Biblioteca Virtual OMEGALFA, Buenos Aires, 1985, p.74.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.