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La democracia y el cangrejo

Fuentes: Rebelión

A finales del siglo XIX, Alfredo Calderón, uno de los egregios fundadores de la Institución Libre de Enseñanza -organismo impar en nuestra historia, creador de la mejor de nuestras generaciones en todos los campos del saber, al que se sigue sin reconocer sus méritos inmensurables en estos tiempos de zozobra educativa-, decía que la democracia […]

A finales del siglo XIX, Alfredo Calderón, uno de los egregios fundadores de la Institución Libre de Enseñanza -organismo impar en nuestra historia, creador de la mejor de nuestras generaciones en todos los campos del saber, al que se sigue sin reconocer sus méritos inmensurables en estos tiempos de zozobra educativa-, decía que la democracia española y europea -entre nosotros, el fin del imperio colonial, entre franceses, ingleses, belgas, germanos y yanquis, la disputa por el reparto del pastel mundial que tanto daño ha hecho a la Humanidad- parecían imitar, contra todas las leyes de la evolución, el movimiento del cangrejo, es decir, que había comenzado un periodo en el que las naciones se habían olvidado de cualquier principio progresivo para comenzar a caminar sobre sus pasos, hacia atrás. Calderón era un magnífico periodista. Director y fundador de La Justicia, republicano, ateo y librepensador, hizo de la ironía un instrumento contundente para socavar los cimientos de la monarquía corrupta de la Restauración. Por ello sufrió cárcel, fue expulsado de varias universidades y pasó las penalidades propias de todo aquel que en España ha luchado contra el privilegio, las patrañas clericales y el casticismo estéril.

Decía aquello Calderón, cuando la democracia estaba dando sus primeros pasos, cuando el sufragio era censitario en la mayoría de los países que celebraban elecciones, cuando pensar libremente y expresarlo era recompensado habitualmente con temporadas a la sombra, cuando el diminuto pensamiento de la iglesia seguía impregnando leyes, vidas y hábitos, cuando las mujeres no tenían derecho a voto, cuando el voto era manipulado por los caciques del turno, cuando los obreros se dejaban la vida por un salario digno, por una jornada laboral para personas. Se dice con frecuencia que la democracia nació en la Inglaterra del XVII, en Estados Unidos o en la Francia revolucionaria. Nada más incierto. El pueblo, utilizado para los cambios, nada tuvo que ver con las discusiones y decisiones de los lores en el Parlamento inglés; cuando Washington fue nombrado Presidente de los Estados Unidos, acudió a la Casa Blanca, todavía en construcción por su decisión, en un carruaje del que iban atados decenas de esclavos negros, los mismos que levantarían gran parte de la residencia presidencial, y a la revolución francesa, sucedió el imperio, los imperios, las monarquías hasta Napoleón III y las brutales represiones de las revoluciones del siglo XIX. ¿Cuándo, entonces, nace eso que llamamos democracia? Si nos atenemos a la frase célebre de Lincoln, «la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», sin ir más lejos, sin buscar otras definiciones más complejas, no podríamos hablar de democracia hasta que esas premisas comenzaron a hacerse realidad, al menos en parte. Y no sería hasta la instauración de la III República francesa, con Gambetta, Combes, Herriot, Briand, Ferry, Clemenceau, cuando los gobiernos comenzaron a reconocer derechos a los trabajadores en las normas fundamentales, o sea al pueblo soberano. Fueron los hombres de la Tercera República, muchos de ellos partidarios del colonialismo, los que implantaron el sufragio universal, la enseñanza obligatoria, gratuita y laica, la separación entre la Iglesia y el Estado, y quienes sentaron las bases primarias -ya había actuado en ese terreno Bismarck- del sistema de protección social. Pero no nos confundamos, aquello no nació por arte de magia, sino que fue el resultado de la lucha de cientos de miles de trabajadores que clamaban por salir del esclavismo en el que la sociedad capitalista los había encerrado.

A las luchas encarnizadas de los obreros europeos por los derechos de todos, sucedieron dos guerras mundiales y, entremedias, la revolución rusa: Hoy la patria de los soviets, víctima de contradicciones internas inasumibles y de una presión exterior insoportable, yace junto a las ilusiones de millones de personas que vieron en ella la posibilidad de un mundo mejor. Empero, aquel movimiento revolucionario acaecido en 1917 en un país que vivía en el medievo zarista, no ocurrió en balde. Los cimientos de una Europa hecha a la medida de la burguesía menos ilustrada se tambalearon, los gobernantes más remisos pensaron que algo había que hacer para detener a ese fantasma que venía del Este, los defensores del privilegio y la explotación temieron por sus fortunas y sus vidas. Se inventaron el fascismo como dique sanguinario, pero el fascismo fue derrotado, salvo en España, donde lo dejaron porque España no importaba, estaba fuera de la historia. Así lo decidieron. Se repartieron el mundo. Y fue en esa Europa fronteriza y temerosa de la URSS donde de verdad comenzó a existir la democracia, el Estado Social de Derecho, el Estado Socialdemócrata que, con todos sus defectos, es el sistema político más avanzado que ha logrado construir el hombre, aunque era sólo un niño cuando decidieron acabar con él.

El movimiento obrero europeo y el miedo al contagio soviético, fueron los verdaderos impulsores de eso que se llamó Estado del bienestar, que comienza a finales de la década de los cuarenta del pasado siglo y empieza a declinar con la conversión de los sindicatos y partidos de izquierda en domésticos, hecho que permitió la llegada al poder de Margaret Thacher y Ronald Reagan con el único propósito -sabedores sus mentores y mantenedores de la debilidad de las organizaciones obreras- de desmantelar lo hasta entonces conseguido, es decir, el derecho a un trabajo y un sueldo digno, el derecho a la vivienda, el derecho a la jornada laboral de ocho horas, el derecho a una jubilación pagada al cumplir los 65 años, el derecho a la enseñanza pública gratuita y de calidad, el derecho a la asistencia sanitaria pública y de calidad, el derecho a la protección social, el derecho a recibir un salario mientras se estuviese en el paro forzoso, el derecho a la huelga y el derecho a la negociación colectiva. Todos esos elementos, unidos a las libertades derivadas de las revoluciones burguesas -libertad de pensamiento, de reunión, asociación, expresión- fueron construyendo esa enorme casa que se llama democracia, una casa que nunca se terminará de construir pues el hombre tiende al progreso y siempre tendrá ideales nuevos por los que luchar, aunque este no sea precisamente un periodo ejemplar.

Pero Thacher y Reagan -evidentemente es una simplificación- no querían sólo desmantelar el Estado del bienestar, disminuir al Estado, quedarse con los dineros públicos mediante la privatización de todos los servicios estatales. Sus propósitos iban más lejos: Ninguno de los dos creía en la democracia, ninguno de los dos sabía, siquiera, qué significaba esa palabra. La envenenaron y decidieron que lo único que tenían que hacer los ciudadanos era ir a votar si querían y si no, subirse a un puente para contemplar desde él, sin rechistar, como deshacían la obra resultante de décadas de luchas de sus antepasados, como vaciaban la democracia de contenido, como convertían a los ciudadanos en súbditos, como a los trabajadores en productores, como a los hombres en consumidores compulsivos endeudados hasta las orejas, como era sustituido el espíritu crítico por el pensamiento único, como se limitaban todos los derechos, como las llamadas democracias se iban pareciendo cada vez más, fenotípica y genotípicamente, a los regímenes que no tenían esa denominación.

Ahora, cuando buena parte de la tarea de desguace está hecha y nos hallamos en una crisis difícil de definir, los descendientes de Thacher y Reagan, al comprobar que el pueblo soberano no quiere serlo y calla, al ver, incrédulos, que nadie reacciona ante la gran estafa urdida por ellos, se han envalentonado y se disponen a pisar el acelerador: La única receta para salir de la crisis es la de siempre, menos Estado, más mangantes, menos democracia, más oligocracia, menos derechos, muchos más deberes. Los convenios colectivos, la jornada laboral, las pensiones, la libertad de expresión, el derecho a la huelga, a una educación pública gratuita y de calidad -recordemos el dinero que se da a la iglesia en España, recordemos Bolonia-, a una sanidad pública integral, son una carga para estos demócratas de pacotilla, para estos logreros, para estos indeseables que creen que el estado natural del individuo es la esclavitud, que la democracia es el gobierno de la plutocracia, por la plutocracia y para la plutocracia, que los ciudadanos no somos tales sino simples comparsas de sus fechorías, carne de explotación.

Contra ese vaciado de la democracia que prescinde del hombre, que desprecia las palabras sagradas de Lincoln, contra esa concepción perversa de la misma que justifica la tortura, la desigualdad social, la pena de muerte, la guerra preventiva, la mengua de todos los derechos, la explotación del hombre por el hombre, la mentira, la estafa, el enriquecimiento fácil, la destrucción de la naturaleza como valores inmanentes del nuevo orden mundial, ha de alzarse la voz y la fuerza de la verdadera democracia, la voz y el gesto unánime de un pueblo que no está dispuesto a consentir que le obliguen a andar como los cangrejos, hacia atrás y a toda máquina. Nadie puede quedar al margen de la lucha que se plantea, aquí no sirven las medias tintas, ni las equidistancias, está en juego la supervivencia de un modelo político basado en la libertad, la educación, la justicia, la igualdad y la solidaridad, o el regreso al tiempo de la esclavitud.