En los últimos años, las condiciones de vida de la mayoría de la población de África, América Latina y Asia han empeorado drásticamente en relación con la situación en que se encontraban hace tan solo unas décadas. En el África subsahariana, por ejemplo, el consumo medio por habitante es menor que en 1970. Los ingresos […]
En los últimos años, las condiciones de vida de la mayoría de la población de África, América Latina y Asia han empeorado drásticamente en relación con la situación en que se encontraban hace tan solo unas décadas. En el África subsahariana, por ejemplo, el consumo medio por habitante es menor que en 1970. Los ingresos de la mayoría de los latinoamericanos son también inferiores, en un 20%, a los que recibían en 1980. Cada vez son más las personas que mueren a causa del hambre o de enfermedades fácilmente curables y crece vertiginosamente el número de las que carecen de tierra e incluso de hogar.
Esta desesperada situación de miseria a menudo se nos presenta como el producto de una congénita tendencia a la corrupción, la incompetencia y la ineficacia que, al parecer, caracteriza a no pocos pueblos y etnias. Vendría a ser el resultado de una suerte de maldición bíblica que impide a los hombres y mujeres de «el Sur» construir sociedades civilizadas y democráticas. No obstante, y a pesar de estas dificultades extrañamente innatas, los gobernantes y las instituciones financieras de los países más ricos del mundo siempre parecen dispuestos a ayudarles política, cultural y económicamente.
Al menos, esa es la versión que nos ofrecen los poderosos medios de comunicación del hemisferio Norte. Sin embargo, los fríos datos estadísticos se empeñan en mostrar una realidad bien diferente. Lo cierto es que, gracias al pago de la deuda externa, millones de dólares fluyen, continuamente, desde los países más necesitados hasta las colmadas arcas de los Estados Unidos y de las naciones europeas. En 1999, los 41 países pobres más endeudados (PPME) transfirieron al Norte 1.680 millones de dólares más de los que recibieron. En el mismo año, los países del llamado «Tercer Mundo», en su conjunto, realizaron una transferencia neta de recursos de 114.600 millones de dólares.
A pesar de estos astronómicos pagos, los intereses de la deuda han seguido aumentándola sin cesar, hasta convertirla en una carga insufrible para los habitantes de estos países. En 1982 ascendía a 780 mil millones de dólares. Actualmente se estima que el Tercer Mundo «debe», en su conjunto, algo más de 2 billones de dólares.
¿Es posible paliar la pobreza con unas economías hipotecadas que deben destinar la mayor parte de sus ingresos a satisfacer los intereses de la deuda? Y si no es así, ¿por qué los acreedores, supuestamente interesados en acabar con esta miseria, se niegan a condonarla a pesar de que su monto inicial ya ha sido abonado con creces? El África subsahariana, por ejemplo, entre 1980 y 1996 pagó dos veces el valor de su deuda externa, sin embargo, hoy se encuentra tres veces más endeudada que hace 16 años.
BREVE HISTORIA DE LA DEUDA
Hagamos un poco de historia para poder entender en qué condiciones se generó la deuda, quienes contrataron los préstamos y quiénes fueron sus beneficiarios.
En realidad, si quisiéramos indagar sobre el origen de la deuda externa de los países subdesarrollados deberíamos remontarnos hasta la época en que éstos fueron sometidos a la condición de colonias de las grandes potencias europeas. Durante toda esa etapa sus conquistadores les impusieron una economía basada en la exportación de materias primas cuyo beneficio iba a parar a manos de los colonos. Al mismo tiempo, las metrópolis convirtieron los territorios ocupados en mercados libres de competencia para vender sus productos. La lógica del sistema capitalista impuso una fatal división mundial de la producción: mientras a unos se les condenaba a ser eternos suministradores de materias primas baratas, otros se dedicarían a elaborar costosas mercancías manufacturadas. El «desarrollo» que los colonialistas llevaron a estas regiones, excusa que aún hoy se utiliza para enmascarar la naturaleza brutal de las «gestas» europeas, se redujo, en la mayoría de los casos, a la construcción de las infraestructuras necesarias para garantizar el comercio ultramarino y el bienestar de los colonos.
Después de la II Guerra Mundial, y en buena medida como consecuencia de ésta, tanto el imperialismo inglés como el francés perdieron gran parte de su antigua fortaleza. En África y Asia se desencadenaron fuertes movimientos de liberación que acabaron con la época colonial. No obstante, el legado de subdesarrollo que las grandes potencias dejaron en sus antiguos dominios sentaría las bases para que, en la práctica, las nuevas naciones no alcanzaran una auténtica independencia. Los viejos imperios establecieron las formas contemporáneas de dominio que los EEUU ya habían ensayado en América Latina* (1). Se trataba de conservar la fachada de soberanía de los países que habían accedido formalmente a su independencia al mismo tiempo que se continuaba ejerciendo sobre ellos el control político y económico.
Las economías de los países recién liberados siguieron dependiendo de las exportaciones agrícolas y mineras para hacer frente a las importaciones de productos manufacturados. Por otro lado, muchas de las ex colonias continuaron recurriendo a las empresas de sus antiguas metrópolis para abastecerse de todo tipo de productos elaborados. De modo que, para superar el déficit que generaba este «intercambio desigual», los países pobres se vieron obligados a aceptar préstamos extranjeros. En teoría el aporte de capital debía servir para dar un impulso inicial a sus economías que posibilitase un desarrollo autónomo. Como el desarrollo se identificaba con el modelo occidental, se planearon grandes proyectos de urbanización e industrialización que pretendían imitar este arquetipo de civilización. Pero, con alguna excepción, las obras que llegaron a realizarse resultaron excesivamente costosas e improductivas. En consecuencia, las economías de la mayor parte de estos países nunca experimentaron el anhelado despegue.
En realidad, sucedió todo lo contrario. Para hacer frente a los préstamos (y a las obras de infraestructura, ejecutadas también por empresas de los países industrializados), terminarían incrementando, aún más, sus exportaciones agrícolas y mineras. En definitiva, los créditos sirvieron para reforzar la antigua división colonial del trabajo. Los países pobres continuaron suministrando materias primas y productos agropecuarios a las naciones industrializadas y comprándoles, a su vez, bienes de equipo y capital y productos elaborados a unos precios mucho más elevados. De esta forma se perpetuó el «intercambio desigual», y por lo tanto, el continuo déficit comercial que les obligaba a pedir un préstamo tras otro.
Pero el endeudamiento de una buena parte del llamado «Tercer Mundo» se multiplicó entre la segunda mitad de los años sesenta y el final de los setenta del pasado siglo XX; lo que no estuvo determinado, exclusivamente, por las injustas relaciones heredadas de la época colonial. Precisamente por esas fechas, los banqueros del norte buscaban donde invertir las enormes ganancias que habían venido acumulando durante la etapa de recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial* (2) Cuando la tasa de beneficio en las empresas de los países desarrollados comenzó a descender, la búsqueda de rentabilidad orientó sus inversiones hacia la especulación y hacia la «ayuda al desarrollo» de los países pobres. Enviados de la banca privada, el Banco Mundial y ministros de los países del Norte utilizaron todas sus herramientas de persuasión para que los gobernantes de las naciones subdesarrolladas accedieran a pedir préstamos. Les ofrecían bajas – aunque también «variables»- tasas de interés, acompañadas de importantes comisiones por cada trato firmado. Un parte importante de estas «ayudas» consistía en «créditos a la exportación», que implicaban el compromiso de seguir comprando los productos elaborados por las empresas de los países donantes. De esta manera, las potencias del Norte favorecieron el endeudamiento de sus antiguas colonias al tiempo que conquistaban nuevos mercados para reactivar sus economías.
Al inundar sus mercados con los productos de las potencias extranjeras, los dirigentes locales sacrificaron cualquier posibilidad de que los préstamos sirvieran para desarrollar una industria propia. Aunque si sirvieron para que ellos y otras minorías corruptas -grandes exportadores nacionales o extranjeros- pudieran enriquecerse hasta el punto de permitirse gastos tan suntuarios como los del excéntrico presidente de Costa de Marfil, Félix Houphouët-Boigny* (3). La compra de propiedades en Europa, el consumo de todo tipo de artículos de lujo o las inversiones de carácter militar, fueron algunos de los destinos de los fondos que, teóricamente, debían potenciar el progreso de los países del Tercer Mundo.
Por otro lado, durante la Guerra Fría, los gobiernos occidentales prestaron dinero a dictaduras y a regímenes corruptos cuya existencia resultaba beneficiosa para sus propios intereses económicos y políticos. Dictadores tan sanguinarios como Mobutu en el Congo, Somoza en Nicaragua, Ferdinand Marcos, en Filipinas o Pinochet, en Chile, recibieron un respaldo financiero incondicional. Este apoyo les permitió, entre otras cosas, modernizar los ejércitos que luego utilizarían para reprimir a su población. En la mayoría de estos países, una legión de gobernantes irresponsables endeudaron sus economías mucho más allá de sus posibilidades reales de reembolso.
Mientras, el FMI, una institución que según las declaraciones de sus propios portavoces «debía velar para que los Estados realizaran una política financiera sana que les permitiera un desarrollo sostenido y socialmente equitativo…» se abstuvo de «alertar» a los gobiernos que se estaban endeudando excesivamente. Prefirió velar – también en esta ocasión – por los intereses de las grandes potencias y los bancos que necesitaban «colocar» su excedente de capital.
Un ambiente internacional tan permisivo potenció que la fuga de capitales se convirtiera en una práctica habitual. Mubutu Sesé Seko, por ejemplo, sacó del Congo entre 4 y 6 millardos de dólares, mientras, Marcos se dedicó a «limpiar» Filipinas colocando 3 millardos de dólares en los mercados inmobiliarios de Nueva York y en diferentes bancos suizos. En América Latina, dominada por políticos venales, sucedía algo similar. Según estimaciones del Banco de la Reserva Federal de EE.UU., entre 1974 y 1982 se transfirieron al exterior 84 millardos de dólares desde México, Chile, Venezuela, la Argentina y el Brasil. La riqueza evadida de esta manera por ciudadanos de los 15 deudores principales del Tercer Mundo ascendía en 1987 a 300 millardos de dólares, más de la mitad de su deuda externa. De esta forma, el capital puesto en circulación regresaba, multiplicado, a su lugar de origen; al mismo tiempo que se hipotecaba el presente y el futuro de millones de personas del Tercer Mundo, incluso antes de su nacimiento.
Esta expoliación a gran escala pudo continuar de manera regular durante la etapa de crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial y mientras el valor de las materias exportadas por los países del Sur se mantuvo relativamente estable. Pero ya a finales de de la década de los sesenta esta fase de expansión comenzó a dar muestras de agotamiento. El comienzo de los años setenta trajo consigo una recesión generalizada, agravada por los aumentos en el precio del petróleo que los miembros de la OPEP acordaron entre los años 1973 y 1979* (4).
Las consecuencias para los países altamente endeudados fueron especialmente graves. No solamente se incrementó el precio del petróleo sino también el de la mayoría de los productos que debían importar para mantener el funcionamiento de sus economías. Simultáneamente, la reducción drástica de la producción en los países industrializados produjo un hundimiento de los precios de las materias primas, que constituían su principal fuente de ingresos.
Las políticas proteccionistas de los países desarrollados, que impidieron el acceso a sus mercados a los productos de los países subdesarrollados, con la intención de superar los déficits de sus balanzas comerciales, contribuyeron también a agravar la situación.
Este continuo deterioro de los términos del intercambio obligó a los países endeudados a solicitar nuevos préstamos para poder hacer frente a las importaciones más básicas. Finalmente, tras la segunda alza del petróleo, la Reserva Federal de los Estados Unidos decidió elevar los intereses de los créditos hasta unos límites históricos. Otros países desarrollados adoptaron medidas parecidas. La gravedad de esta disposición estribó en el hecho de que no sólo se encarecieron los nuevos créditos. También aumentaron los intereses acumulados durante años sobre los antiguos préstamos, la mayoría de los cuales habían sido contraídos con tipos de interés variable. El incremento exponencial de la deuda, unido a la recesión económica, desencadenó la «crisis». Los deudores se convirtieron en morosos y los intereses adeudados se acumularon al capital. A partir de ese momento, se inició un ciclo, aún inacabado, que obliga a estos países a pedir nuevos créditos que se utilizan, fundamentalmente, para intentar pagar los intereses acumulados por los anteriores.
¿QUÉ ENCUBRE LA PROPUESTA DE «AJUSTE ESTRUCTURAL» DEL FMI?
El nuevo contexto económico mundial, la magnitud de la deuda y el retraso de los pagos hicieron evidente que los países subdesarrollados no podrían asumir sus compromisos en las condiciones pactadas. Entonces, las instituciones financieras internacionales – Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional – propusieron como solución las llamadas «políticas de ajuste estructural». El programa de ajuste debía servir, según sus propios creadores, para garantizar los pagos de la deuda más allá del corto plazo. Pero al mismo tiempo, era la solución que el BM y el FMI aportaban «para paliar la pobreza y reforzar la democracia» en estos países. Aunque, teóricamente, el proyecto era tan solo una propuesta, su aplicación se convirtió en un requisito indispensable para poder renegociar la deuda y seguir teniendo acceso a nuevos préstamos. Los posibles donantes, como los bancos privados o los miembros del Club de París* (5), acordaron que su «ayuda» solo alcanzaría a aquellos países que contaran con el visto bueno de las instituciones financieras internacionales. Obviamente, los países endeudados, que dependían enormemente de estos recursos, no tuvieron más remedio que capitular uno tras otro ante la presión de sus acreedores.
Uno de los propósitos de los programas de ajuste estructural es el de «convencer» a los países deudores de que destinen una mayor cantidad de recursos a aumentar el volumen de sus exportaciones de materias primas. Más tarde, los dólares obtenidos se deben utilizar para satisfacer los intereses de la deuda. Entre las condiciones que suelen imponer el FMI y el BM para lograr sus objetivos se encuentran las siguientes:
a) La disminución del consumo de toda clase de bienes y servicios. A esto, el FMI lo llama «gestión de la demanda».
b) La reducción o la desaparición de los servicios sociales, como los de salud, educación y seguridad social.
c) La privatización de las empresas públicas. Con la venta del patrimonio colectivo – normalmente a empresas multinacionales – se obtienen más divisas para garantizar los pagos.
d) La devaluación de las monedas locales frente a las extranjeras para potenciar las exportaciones.
f) La reducción drástica de los subsidios y ayudas destinados a proteger las economías locales de la competencia extranjera.
g) La apertura total del mercado nacional a la producción y las inversiones de las empresas multinacionales.
Éstas son, solamente, algunas de las medidas que se aplican a todos los países que solicitan la asistencia del FMI, independientemente de las circunstancias especiales de cada uno de ellos. No es demasiado difícil deducir cuáles son sus consecuencias más inmediatas:
– Las políticas de «gestión de la demanda», al imponerse en las regiones más pobres del Planeta, impiden a millones de personas el acceso a los bienes imprescindibles para sobrevivir dignamente.
– El aumento del volumen de exportaciones, por sí solo, produce una disminución en el precio de las materias exportadas. Como consecuencia, los países del Tercer Mundo son obligados a exportar más y más productos, cada vez más baratos. Esto agota hasta la extenuación sus recursos naturales, reduce la productividad y provoca la degradación de su medio ambiente.
– Suprimir las ayudas a la producción propia, al mismo tiempo que se abren los mercados a la producción foránea, más tecnificada – y a menudo subvencionada directa o indirectamente por los países industrializados – solamente puede conducir a la destrucción de las economías locales. Éstas sucumben, necesariamente, ante la competencia de las grandes corporaciones multinacionales. Y si al mismo tiempo que aumenta la dependencia de las importaciones se devalúa la moneda nacional se consigue empeorar aún más las condiciones del intercambio (ya que las importaciones se encarecen).
La apertura indiscriminada de los mercados, prepara el terreno para que estas empresas y los bancos extranjeros puedan reconquistar los viejos dominios coloniales implantando su particular dictadura. Sus multimillonarios beneficios, evidentemente, son enviados a los países del Norte. Fundamentalmente a los EE.UU. y a la UE
Allí donde el BM y el FMI han conseguido usurpar la soberanía de sus deudores los resultados han sido similares. Una disminución de las ganancias procedentes de la exportación con el consiguiente aumento del déficit comercial y la necesidad de pedir un préstamo tras otro.
A la luz del panorama actual, resulta evidente que esta reestructuración económica no ha conseguido «paliar la pobreza ni reforzar la democracia en el Tercer Mundo».Por el contrario, las desigualdades, el hambre y la mortandad no han dejado de aumentar, al mismo ritmo que la deuda y la aplicación de las políticas represivas imprescindibles para sostener los criminales «ajustes».
Aún así, la eficacia de las medidas de las Instituciones Financieras Internacionales no puede negarse. Los pagos se han venido produciendo con regularidad gracias a la venta del patrimonio colectivo de los pueblos endeudados. Además, en los países que han pasado a estar bajo su control, el FMI ha logrado eternizar la deuda. Es decir, la excusa legal para continuar, indefinidamente, el saqueo de sus riquezas. En definitiva, es cierto que los programas de ajuste estructural potencian el desarrollo. El de los acreedores y el de las corporaciones multinacionales.
LA GENEROSIDAD DE LOS ACREEDORES
A partir de 1994, el Club de París comenzó a negociar posibles reducciones de la deuda con países africanos avalados por el FMI. Haciéndolo, eso sí, con cada uno de ellos por separado, ya que a los deudores no se les permite asociarse. El Club de los prestamistas manifestó su intención de reducir el monto de la deuda de algunas de las naciones más necesitadas hasta en un 67%. Pero en realidad, las condiciones para acceder a estos beneficios eran tan duras que la mayoría de los países tuvieron que renunciar a ser «ayudados». La reducción total que se concretó en 1995 para todas las naciones del África subsahariana representó menos del 1% de su deuda.
También el FMI, desde 1999, decidió ofrecer nuevas «facilidades» a los países pobres más endeudados. Para ello, elaboró una lista con 41 candidatos de los que todos, a excepción de Uganda y Bolivia, continúan esperando. El trato amistoso hacia estos dos países no ha evitado, sin embargo, que sus respectivas deudas continúen creciendo.
En realidad, la estrategia de los acreedores no ha variado sustancialmente desde la crisis de los ochenta. Ésta consiste en disminuir un poco el peso de la deuda allí donde la situación se torna insostenible para asegurar la pervivencia del sistema. Cuando el Club de París, el Banco Mundial y el FMI publicitan – y lo hacen continuamente – la reducción parcial de la deuda, tergiversan cínicamente la verdadera naturaleza de sus ofertas. Porque, lo que reducen son los pagos derivados de algunos intereses y en ningún caso el monto total de la misma.
LA DEUDA IMPAGABLE Y LAS RESPONSABILIDADES HISTÓRICAS
Una de las primeras conclusiones que se extraen tras analizar la magnitud de la deuda, su ritmo de crecimiento y las posibilidades reales de los países endeudados es que ésta es sencillamente impagable. Por supuesto, los acreedores no desconocen esta realidad. Es más, son los primeros interesados en perpetuar la situación actual y para hacerlo cuentan con instituciones tan prestigiosas como el FMI y el BM. De hecho, la deuda se ha convertido en un instrumento perfecto para imponer una relación neocolonial de explotación al 75% de la población mundial. Pero, para poder establecer las oportunas responsabilidades es necesario recordar también de dónde proviene el dinero que las naciones ricas prestan a las subdesarrolladas. Ya que, en definitiva, éste es el producto del saqueo practicado en éstas últimas durante cientos de años de dominación (militar, política y económica). El resultado de una expoliación continuada que financió el desarrollo de las sociedades occidentales. Por otro lado, con el «negocio de la ayuda» las grandes potencias obtienen unos suculentos beneficios que permiten sostener, entre otras cosas, el irracional nivel de consumo del Primer Mundo.
A todo ello hay que unir el hecho de que los pueblos desangrados por la deuda nunca asumieron ningún compromiso con los prestamistas. Los contratos se firmaron al margen de su voluntad y de sus intereses; y jamás se han beneficiado del dinero de los préstamos. Por el contrario, en demasiadas ocasiones éstos se utilizan para costear los ejércitos encargados de reprimir sus legítimas reclamaciones.
Tanto el conocimiento de la historia de la deuda como la comprensión de los factores que la han perpetuado suscitan, casi de manera natural, una pregunta: ¿Quiénes son los verdaderos deudores?
Notas y referencias bibliográficas:
(1)El presente trabajo pretende ofrecer una visión general sobre los orígenes de la deuda del Tercer Mundo y los mecanismos de dominación que la han perpetuado hasta nuestros días. Al abordar un problema que afecta a países de tres continentes diferentes desde esta perspectiva, necesariamente hemos tenido que obviar muchas de sus características específicas. En el caso concreto de América Latina, por ejemplo, el endeudamiento durante las guerras de independencia. En cualquier caso, nuestra intención ha sido la de exponer, de manera sintética y didáctica, la información y los aspectos comunes que nos parecen más importantes para obtener esta visión de conjunto.
(2) En los EE.UU., cuya economía se vio estimulada por el esfuerzo bélico, este periodo comenzó en torno a 1940.
(3) Este político -estrecho colaborador del héroe nacional francés Charles De Galle- dedicó 350 millones de dólares a la construcción de una réplica de la Basílica de San Pedro en plena sábana africana. A pesar de su extravagancia, el suyo no es un caso excepcional. El Emperador Bokassa, de la República Centroafricana , gastó el 20% del PIB de su país en una suntuosa coronación de estilo napoleónico.
(4) Mandel, Ernest «La Crisis» Editorial Fontamara. 1975
(5) El Club de París está compuesto por 19 países «prestamistas» que tienen como objetivo maximizar los pagos de la deuda externa. Sus miembros deciden de manera conjunta las medidas más adecuadas para alcanzar este propósito; se reúnen y negocian con los países deudores. Éstos últimos se presentan ante el Club de forma individual, ya que no se les permite asociarse.
(6) Chaves, Emilo José «Intercambio desigual, divisas y deuda externa: Su rol en la desigualdad y la pobreza mundiales» Rebelión. 3 de septiembre de 2002
(7) «La espiral infinita de la deuda» Le Monde Diplomatique
(8) Oliveres, Arcadi «La deuda externa: Signo de dependencia y reto de liberación» Red Ciudadana para la Abolición de la Deuda Externa