Conmemoramos hoy un encuentro histórico, y un discurso histórico, respondiendo a una amable invitación de Jubileo Sur y la Central de Trabajadores Cubanos que nos honra y que mucho agradecemos. Hace exactamente veinte años, y nadando a contracorriente del saber convencional de los economistas y políticos «responsables» y «sensatos» de la época, el Presidente Fidel […]
Conmemoramos hoy un encuentro histórico, y un discurso histórico, respondiendo a una amable invitación de Jubileo Sur y la Central de Trabajadores Cubanos que nos honra y que mucho agradecemos.
Hace exactamente veinte años, y nadando a contracorriente del saber convencional de los economistas y políticos «responsables» y «sensatos» de la época, el Presidente Fidel Castro Ruz ofrecía en su discurso un detallado y riguroso análisis del capitalismo latinoamericano y la dinámica estructural que lo condujo a la crisis de la deuda, estallada en 1982. Su alocución pronosticaba, con una lógica impecable, que a menos que los gobiernos actuaran conjuntamente y atacaran el problema en sus causas de fondo, la deuda externa del Tercer Mundo se convertiría en una hipoteca histórica impagable e incobrable.
En un pasaje de su discurso decía, con fina ironía, que
«Me culpan a mí de decir que la deuda es impagable. Bien. La culpa hay que echársela a Pitágoras, a Euclides, a Arquímedes, a Pascal, …, al matemático que Uds. prefieran. Son las teorías de los matemáticos las que demuestran que la deuda es impagable.» (p. 16) [i]
Una deuda que, anotaba Fidel, si pusiéramos un individuo a contarla dólar por dólar, y a razón de un segundo por dólar, se demoraría 11.574 años en auditarla. Una deuda que, en ese año, equivalía a 17.530 dólares por kilómetro cuadrado, y que de intereses nomás debía pagar, en los próximos diez años, 19.478 dólares por kilómetro cuadrado, sin hablar del repago del capital. Una deuda de 923 dólares por habitante, quien deberá pagar, sólo de intereses, 1.025 dólares en los próximos diez años. ( p. 19) ¿Quién dijo que no existían milagros en la economía?
La deuda y la economía capitalista internacional
El problema de la deuda mal podía analizarse, mucho menos resolverse, sin estudiar la estructura y el funcionamiento del capitalismo a nivel mundial: comprender lo que significaba para nuestras economías el intercambio desigual, las restricciones que imponía el proteccionismo del Norte, la fuga de capitales y el estancamiento económico y la dependencia de la periferia, fenómenos éstos producidos por las férreas leyes de la acumulación capitalista y la sumisión al imperialismo que tornaban imposible el pago de la deuda.
Descartó en su conferencia toda una serie de ingeniosas pero artificiosas fórmulas que, según sus mentores, permitirían resolver el problema de la deuda externa latinoamericana: desde reducir el pago a una proporción de las exportaciones (10, 20 por ciento, etc.), estirar los plazos vía hábiles renegociaciones con los acreedores y otras por el estilo como, por ejemplo, lanzar un «Plan Marshall» para América Latina.
Y remataba su razonamiento con una ominosa metáfora médica:
«la deuda es un cáncer … que se multiplica, que liquida al organismo …. y que requiere una intervención quirúrgica. Toda solución que no sea quirúrgica, les aseguro, no resuelve el problema. … Todo paliativo no tiende a mejorar, tiende a agravar el mal.» (p. 26-27)
Pero, se preguntaban muchos: ¿de dónde saldrían los recursos para financiar esa cirugía mayor exigida por las circunstancias? ¿Hay o no hay recursos para ello?
La respuesta: recortando la carrera armamentista -absurda, irracional, inhumana, un gigantesco e irresponsable desperdicio de recursos- que consumía nada menos que un millón de millones de dólares, es decir, un billón de dólares, por año. Una cifra superior a la deuda externa de la totalidad del Tercer Mundo. (p. 28)
Una pequeña parte de ese gasto militar, un 12 % -dependiendo naturalmente de los intereses- sostenido ininterrumpidamente a lo largo de diez años sería suficiente para abatir la deuda externa de nuestros países.
Pero, proseguía en su discurso,
«no se resuelve el problema con anular la deuda, con abolir la deuda; volveremos a estar igual, porque los factores que determinaron esta situación están ahí presentes. Y nosotros hemos planteado esas dos cosas muy asociadas: la abolición de la deuda y el establecimiento del Nuevo Orden Económico Internacional.» (p. 28)
De ahí su llamamiento al establecimiento de un nuevo orden que pusiera fin a las crecientes inequidades de la economía mundial y a sus tendencias polarizantes y excluyentes, y que consagraban la vigencia de una división internacional del trabajo según la cual, como agudamente lo observara Eduardo Galeano, algunos países se especializan en ganar y otros en perder.
Todos los indicadores señalan que, desde esos días, la situación ha empeorado dramáticamente. El actual orden económico internacional es, en realidad, un gigantesco y salvaje desorden que ha ocasionado un holocausto social sin precedentes en la historia, colocándonos al borde de una irreparable catástrofe ecológica y de los peligros que entraña un imperialismo que, acosado por la lucha y resistencia de los pueblos, criminaliza la protesta social, militariza la escena internacional y se repliega sobre su formidable maquinaria bélica procurando perpetuar, a cualquier precio y echando mano a cualquier recurso, su dominación sobre los pueblos y naciones de la periferia.
Un desoído llamamiento a la unidad.
Salir de la crisis de la deuda requería que los países actuaran concertadamente, desarrollando una estrategia unitaria para enfrentar a unos acreedores riquísimos y poderosos, perfectamente organizados, que se movían coordinadamente, que contaban con inmensos recursos para defender sus intereses -oficinas, equipos técnicos, publicistas y embaucadores inescrupulosos aptos para todo servicio- y que, además, contaban con el incondicional apoyo de «sus gobiernos», articulados para hacer frente a los desafíos de la coyuntura bajo el liderazgo de los Estados Unidos. Esta abrumadora coalición de los acreedores generaba además un discurso, permanentemente reproducido por la «comunidad financiera internacional» y sus representantes políticos encargados de gestionar la crisis capitalista, advirtiendo sobre los inmensos riesgos que acarrearía, para los deudores, imitar el modelo organizativo de sus acreedores. Nosotros actuamos concertadamente, ustedes háganlo por separado: ese era el consejo que procedía del centro imperial y que repetían insistentemente sus epígonos en el Tercer Mundo
En su profético discurso Fidel denunciaba los errores y la inconveniencia de
las estrategias nacionales individualistas de resolución de la crisis de la deuda. Los tímidos amagues efectuados por algunos gobiernos para promover una solución colectiva de la crisis -principalmente la creación del Grupo de Cartagena, integrado por los más grandes deudores de América Latina pero excluyendo irracionalmente a la gran mayoría de los países de la región- fueron eficazmente neutralizados por Ronald Reagan, sus aliados en el Primer Mundo y sus compinches en el Tercero. Según el enfoque «caso por caso» auspiciado por la Casa Blanca los gobiernos que optasen por una negociación individual de la crisis de la deuda -es decir, que traicionaran a las otras víctimas del sistema- serían recompensado por un tratamiento especial, más considerado y condescendiente, que el que obtendrían si es que elegían la escabrosa y desaconsejada senda de la negociación colectiva frente al club de acreedores. Como rapaces patronos sabían que, en momentos de crisis, valía la pena invertir unos dólares más para romper una huelga contratando esquiroles. Aplicaron la misma táctica en las relaciones internacionales y, desgraciadamente, encontraron más de un voluntario para hacer el trabajo, quebrando definitivamente la posibilidad de establecer una concertación estratégica entre las naciones sometidas al imperialismo y al yugo de la deuda.
Los gobiernos de nuestras pseudo-democracias capitularon uno tras otro, hundidos para siempre en el deshonor, y aceptaron la negociación individual, seducidos por las promesas de un trato diferencial. Todos, sin excepción, fueron prolijamente estafados por el tahúr imperialista. Y nuestros países terminaron todos más endeudados que antes, después de haber pagado miles de millones de dólares a sus acreedores durante un cuarto de siglo.
Si bien Fidel concluyó su discurso planteando la imposibilidad matemática de pagar la deuda, la anulación que proponía se fundaba en otros factores de superior importancia: factores políticos y morales.
En primer lugar, en las insuperables dificultades políticas con que se enfrentarían los nacientes gobiernos democráticos de la región para imponer los programas de ajuste y estabilización requeridos por los «perros guardianes» económicos del sistema: el FMI, el BM, el BID y la OMC. Tales programas implicaban una interminable sucesión de ajustes que, a la larga, serían insostenibles en democracia. O que, si lo fueran, terminarían por desnaturalizar y erosionar, quizás irreparablemente, la incipiente legitimidad de las nacientes democracias de la región.
En segundo lugar existía todo tipo de consideraciones éticas, religiosas y filosóficas que demostraban inequívocamente la inmoralidad de la deuda, su carácter insanablemente ilegítimo y fraudulento, que conllevaba a «la más flagrante y brutal violación de los derechos humanos que pueda concebirse.» (p. 49) Un ejemplo era suficiente: el informe del Director de la UNICEF que decía que si los países de América Latina tuvieran los niveles de salud que Cuba ofrece a su población se salvarían de morir nada menos que 800.000 niños por año. ¿Quién si no el imperialismo y sus gobiernos-clientes, dóciles sirvientes de sus menores deseos y siempre atentos a sus intereses, deben responsabilizarse por tamaño genocidio, ejecutado fría y silenciosamente todos los días?
La responsabilidad de los intelectuales.
Pero, conviene también preguntarse por la responsabilidad que les cabe en la producción y ocultamiento de este genocidio a tecnócratas e intelectuales, sobre todo los pertenecientes a esa variedad que Alfonso Sastre ha magistralmente denominado los «intelectuales bienpensantes.» Tecnócratas, casi siempre economistas ortodoxos para quienes la vida humana es un simple número en una ecuación econométrica, y que en épocas como éstas -que condenan a 100.000 personas por día a morir a causa del hambre y enfermedades prevenibles, 35.000 de los cuales son niños- hacen gala de una ilusoria neutralidad y equidistancia, buscando refugio en supuestos imperativos técnicos que culminan en la exaltación del pensamiento único y en la justificación de lo injustificable. Otros, refractarios a tecnicismos de cualquier tipo, prefieren envolverse en las tinieblas de una retórica pseudo-humanista que, en sus dichos, rinde culto sin concesiones a los más excelsos valores del espíritu humano pero que, en su práctica, terminan convalidando las mayores atrocidades.
Intelectuales que, como reconoce Mario Vargas Llosa en su libro El lenguaje de la pasión se dedican incansablemente a «la gratísima tarea de fabricar mentiras que parezcan verdades.» [ii] (p. 90), algo que los «bienpensantes» hacen en sus novelas, lo que no está nada mal, sino también en sus envenenados artículos de opinión, lo que está muy mal porque constituye una estafa al lector, y que la prensa capitalista reproduce en todo el mundo condenando a Cuba y a Fidel; a Venezuela y a Chávez; al MST brasileño y los zapatistas mexicanos. En fin, a todos cuantos tengan la osadía de desafiar la dominación del capital.
Intelectuales y prensa que, sin embargo, callan miserablemente ante los crímenes y las violaciones a los derechos humanos que a diario comete el imperialismo como, para nombrar sólo la más reciente, el cobarde asesinato del patriota puertorriqueño Filiberto Ojeda Ríos perpetrado por el FBI y otras fuerzas represivas del imperio. ¡Imagínense el griterío que habrían armado los Vargas Llosa, padre e hijo, los Carlos Alberto Montaner, las Zoe Valdéz, los famosos «Reporteros sin Fronteras» -en suma y parafraseando el título de un libro de los primeros- «los perfectos idiotas colonizados» por el imperio si algo levemente parecido hubiese ocurrido en Cuba o Venezuela! Peor aún, piensen lo que podrían haber dicho nuestros «bienpensantes» si un dirigente opositor hubiese sido apaleado por la policía en Cuba o Venezuela. Su santa indignación habría alcanzado alturas olímpicas, descerrajando atronadoras declaraciones que habrían inundado día y noche la televisión mundial, mientras que toda la llamada «prensa seria» internacional reproduciría sus «mentiras que parecen verdades» por semanas y semanas. Y sin embargo, ante un crimen alevoso como el cometido en Puerto Rico, estos patéticos bufones del cowboy tejano se llamaron a un ignominioso mutismo, un silencio que los delata en su condición de farsantes a sueldo del imperio, gente a la que se le paga para que hablen y también para que callen, para fabricar impunemente esas mentiras que parecen verdades mientras se los rodea de un halo de inmaculada moralidad cívica.
Sería larga la lista de los cómplices del imperio en esta hora trágica para la civilización. ¿Dónde están, por ejemplo, esos atildados gobernantes europeos, cuyo sueño es perturbado sin clemencia por la sola visión de las amenazas que se ciernen sobre la libertad política en Cuba y Venezuela y que sólo encuentran consuelo planeando hacer negocios con China? ¿Y que hay de los diplomáticos del Viejo Continente que incansablemente condenan a Cuba por su inclaudicable defensa de los derechos humanos y la democracia verdadera, y a Venezuela por su pretensión de abrir paso al socialismo del siglo XXI? ¿Se reunirán ahora el Consejo de Europa, o el Parlamento Europeo, para sancionar a los Estados Unidos por acribillar, al mejor estilo de los gangsters de Chicago de los años treinta, a un patriota septuagenario, enfermo y desarmado? ¿Qué harán en la próxima sesión de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra? ¿Tendrán la valentía de denunciar este crimen cometido por el imperio en una de sus provincias cautivas? Y nuestra OEA, ¿convocará de urgencia a la Srta. Rice para amonestarla severamente por esta nueva muestra de terrorismo de estado cometida en tierras americanas?
Elementos para un balance.
Para terminar, y resumiendo, porque en esta mesa tengo el honor de estar acompañado por algunos de los mejores economistas del mundo, quiero decir que, en consonancia con el discurso de Fidel de 1985:
1°) La deuda demostró ser impagable.
Según los datos publicados por el Comité por la Anulación de la Deuda de los países del Tercer Mundo (CADTM), que lidera Eric Toussaint desde Bélgica, la deuda externa total pasó de 580.000 millones de dólares en 1980 a 2.400.000 millones de dólares (es decir, dos billones cuatrocientos mil millones de dólares) en el 2002.
Por cada dólar adeudado en 1980 los países del Tercer Mundo ya habían pagado, al año 2001, 8 dólares, y todavía debían 4 dólares más.
Pablo González Casanova ha demostrado que las transferencias de excedentes desde la periferia hacia el capitalismo metropolitano en los veintitrés años comprendidos entre 1972 y 1995 llegó a la fabulosa cifra de 4,5 billones de dólares (o sea, 4.500.000 millones de dólares). Cálculos efectuados a la luz de esta metodología exclusivamente para América Latina por Saxe-Fernández y Núñez arrojan una cifra «que supera los 2 billones de dólares tributados en dos décadas de neoliberalismo globalizador, cifra cuya magnitud equivale al PIB combinado de todos los países de América Latina y el Caribe en 1997.» [iii]
En conclusión: los países de América Latina y el Caribe han pagado entre cinco y seis veces la deuda externa original, pese a lo cual todos ellos están más endeudados que antes
Este perverso «milagro económico» ha tenido gravísimas consecuencias sobre la región, al aumentar exponencialmente el número de pobres e indigentes y al comprimir los horizontes vitales de la gran mayoría de nuestra población, aún entre los «afortunados» que se sitúan por encima de la raquítica «línea de la pobreza» usualmente utilizada por tecnócratas y expertos -que ganan suculentos sueldos y que, como los de las instituciones financieras internacionales, ni siquiera pagan impuestos- para discriminar entre pobres e indigentes y quienes no lo son.
2° ) Sobre los planes Marshall y Brady
Y en relación al Plan Marshall, debemos reconocer que ahí el Comandante se equivocó. Dijo en su discurso de 1985 que no se necesitaría uno sino veinte planes Marshall para resolver el problema de la deuda. (pg. 43) Pero según Eric Toussaint, en su documentadísimo libro La Bolsa o la Vida, y más recientemente en el sitio web del CADTM entre 1980 y 2002 los pueblos del Tercer Mundo enviaron, a sus acreedores del Norte, ¡una suma equivalente a 51 Planes Marshall! [iv] Si sumamos lo que siguieron enviando en estos últimos cinco años seguramente estaremos en una cifra cercana a los sesenta planes Marshall. Fidel se equivocó: ¡pecó de optimista, de voluntarista! Ni sus refinados análisis pudieron prever un despojo tan fenomenal y desorbitado de nuestras riquezas.
¿Y del Plan Brady, tan alabado por los políticos de nuestras transiciones democráticas? ¿Quién se acuerda ahora del famoso Plan Brady según el cual, una vez firmado por nuestros países, el tema de la deuda externa quedaría definitivamente relegado al olvido? Argentina lo firmó en 1993, de la mano de ese verdadero «eje del mal» formado por Menem y Cavallo. El resultado: la deuda pasó de 65.000 millones a 113.000 millones de dólares en 1999, poco después de que por seguir a rajatabla todas y cada una de las recomendaciones del Consenso de Washington la Argentina se desbarrancara en la más profunda y extensa recesión económica de su historia. Pero como era buen negocio prestarle a ese país el gobierno de De la Rúa, cuando su ministro de Economía era el actual Secretario General de la CEPAL, José Luis Machinea obtuvo gracias a la bendición del FMI un «blindaje financiero» cercano a los veinte mil millones de dólares, mismo que estuvo bien lejos de proteger a la economía argentina pero que sirvió para financiar la acelerada fuga de capitales ante su inminente derrumbe. Esa medida fue seguida por otra, igualmente especulativa e igualmente auspiciada por el FMI, el «megacanje» de una parte de la deuda externa cuyo más inmediato resultado fue la jugosa comisión de veinte millones de dólares que cobró un puñado de bancos norteamericanos por hacer un par de asientos contables en sus libros. Cuando Rodríguez Saá declaró el default, a fines de 2001, el país que había sido hasta ese entonces un pagador ejemplar, a costa de la destrucción del estado y el hambre del pueblo, debía 122.000 millones de dólares, casi el doble de lo adeudado al firmarse el Plan Brady. Todo un éxito, sin duda, para los banqueros.
3°) La deuda externa, cual un cáncer, terminó por debilitar a las nacientes democracias del continente.
El costo de aplicar las políticas recomendadas por el Consenso de Washington fue enorme también desde el punto de vista político. Desde el discurso de Fidel hasta hoy no menos de 16 gobiernos de América Latina fueron desalojados del poder en medio de graves crisis económicas y sociales. En los últimos años en tres ocasiones en Ecuador, dos en Bolivia, una en Perú y Argentina. Y si vamos para atrás tenemos la caída de Collor de Melo y Carlos Andrés Pérez, en Brasil y Venezuela respectivamente. Y antes el traspaso adelantado del poder de Alfonsín a Menem en medio del incendio hiperinflacionario de la Argentina de 1989.
La deuda externa y las brutales condicionalidades impuestas por el FMI para su eterno -y altamente rentable- refinanciamiento fueron las grandes responsables del profundo desprestigio en que han caído los mal llamados gobiernos democráticos de la región, en realidad curiosa mezcla de regímenes plutocráticos, es decir, al servicio de los ricos, pero elegidos, al revés de los antiguos regímenes oligárquicos, por una crecientemente desencantada, apática y abstencionista ciudadanía. La democracia fue definida por Abraham Lincoln como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Nuestras «democracias» son otra cosa: gobiernos de los mercados, por los mercados y para los mercados. Es decir, plutocracias en el más puro sentido de la filosofía política clásica.
Según un estudio del PNUD si en 1997 el 41 % de la población latinoamericana declaraba estar satisfecha con sus gobiernos democráticos esta cifra descendía a 29 % en el 2004. Es decir, que menos de un tercio de los habitantes de esos países estaba satisfecho con sus gobiernos. Presumo que Cuba no fue incluida en la muestra de 18 países de la región seguramente porque se la consideró apriorísticamente como no-democrática, por lo cual carecía de sentido preguntarle a los cubanos si estaban o no satisfechos con su democracia. En esa misma encuesta sólo el 19 % declaraba su beneplácito con el funcionamiento de la economía de mercado, pese a que sus publicistas se desgañitan cada día proclamando sus incomparables virtudes. En el país en el cual la economía de mercado contaba con mayor porcentaje de aprobación, Chile, esta proporción apenas llegaba al 36 %. Lamentablemente no se tienen noticias de que, salvo Chávez en Venezuela, alguno de los gobiernos involucrados haya decidido someter su mandato a un referendum revocatorio de mandato. Ninguno demostró tampoco mayor preocupación por el bajísimo nivel de aprobación que gozaba la economía de mercado, cuyos milagrosos «efectos de derrame» tanto benefician a los pobres. No hay información hasta ahora que gobierno alguno haya decidido someter a votación si, dado el bajo nivel de aceptación de la economía de mercado, se continúa con la misma o se ensaya algún otro sistema económico alternativo.
Por último, la encuesta del PNUD le preguntó a 231 líderes de la región, entre los cuales varios ex-presidentes, ex- ministros y grandes empresarios quiénes realmente mandaban en América Latina. La respuesta es sumamente aleccionadora, sobre todo por venir de quienes viene: el 80 % declaró que quienes realmente mandaban en sus países eran las grandes corporaciones transnacionales y el capital financiero, seguido, en un 65 % de los casos, por la prensa y los grandes medios de comunicación. Esos son los verdaderos factores de poder en nuestras mal llamadas democracias. Sólo uno de cada tres líderes creía que quienes prevalecían eran nuestros devaluados presidentes. La tan controvertida afirmación de Marx y Engels contenida en el Manifiesto Comunista y que decía que el «Estado es el comité que administra los negocios conjuntos de la clase burguesa» obtiene ahora una sonora ratificación de fuentes insospechadas de contaminación alguna con el virus del comunismo. Son los propios burgueses y sus representantes políticos quienes ratifican la tesis de aquellos autores.
Esta fenomenal crisis política e ideológica, cuyas consecuencias a futuro son impredecibles, se la debemos al imperialismo, la deuda externa y el Consenso de Washington.
4°) La crisis moral.
La globalización neoliberal, etapa superior del imperialismo, trajo consigo una crisis moral que la deuda externa no ha hecho sino profundizar.
Una crisis que se manifiesta en la corrupción sistemática que implica el traspaso de miles de millones de dólares de los países del Tercer Mundo a los centros hegemónicos del imperio, y principalmente a los Estados Unidos, indispensable eje articulador del sistema, traspaso que se efectiviza sin mínimos controles de probidad y honestidad administrativas. Todo eso mientras nuestros pueblos quedan sumidos en la miseria, nuestros recursos naturales son saqueados a mansalva, y nuestro medio ambiente y la biodiversidad convertidos en viles mercancías, al igual que el trabajo humano, y sujetos a una ilimitada depredación.
Crisis moral, también, la que nos hace aparecer como deudores cuando en realidad, como lo demuestran sobradamente las organizaciones y movimientos sociales que convocaron a este encuentro, nuestros pueblos son los verdaderos acreedores de una deuda histórica, social, ecológica y cultural contraída por siglos de dominación imperialista. Una deuda que es ilegítima, ilegal, injusta e inmoral, y que por lo tanto debe ser anulada de inmediato. Como si estas consideraciones no fueran suficientes, porque ya ha sido pagada en numerosas oportunidades.
Por eso cuando vemos a algún que otro pequeño economista del establishment rasgarse las vestiduras ante la posibilidad de que no paguemos la deuda y advertirnos las amenazas que se cernirían sobre nosotros en caso de no «honrar nuestros compromisos» deberíamos recordarle que obrar según sus consejos sería algo así como pretender que una persona que ha sido asaltada por una pandilla de bandidos que la despoja de todos sus bienes se esmere por honrar los compromisos derivados de una tal situación. O que un pequeño comerciante, extorsionado por la mafia, honre el compromiso de pagar, reiteradamente, lo exigido por aquella para garantizar la protección de su humilde local. Este símil entre la operación de la mafia y al modus operandi del imperialismo no es para nada casual ni anecdótico.
No es muy diferente la situación de nuestros países en relación a la deuda externa. La literatura sobre el tema de la «deuda odiosa,» como lo recuerda Noam Chomsky en varios de sus escritos, ha crecido llamativamente. La génesis de esta concepción se remonta a la guerra entre España y los Estados Unidos. Cuando éstos tomaron posesión de Cuba, en 1898, procedieron a dar por cancelada la deuda que la isla tenía con España debido a que «la misma se impuso sobre el pueblo de Cuba sin su consentimiento y por la fuerza de las armas.» Veinticinco años más tarde esta misma doctrina fue utilizada para avalar la cancelación de la deuda que había contraído un dictador costarricense con el Royal Bank of Canada. Gran Bretaña presentó una reclamación que condujo al arbitraje a cargo de la Corte Suprema de los Estados Unidos. El fallo refrendado por el propio presidente de la Corte, Howard Taft, se encuadró en la doctrina de la «deuda odiosa» y dispuso que dado que el banco había prestado el dinero a un gobernante ilegítimo, en un país sin controles democráticos ni libertad de pensamiento y para un uso no legítimo, la petición británica fue desestimada. Más recientemente, el gobierno de George Bush anuló la deuda de Irak por haber sido contraída bajo el régimen dictatorial de Saddam Hussein. El hecho de que estas experiencias no hayan sido incorporadas a la agenda de discusiones sobre la deuda externa nada tiene que ver con cuestiones legales, económicas o técnicas. Se trata simplemente de una cuestión de correlación de fuerzas en el plano internacional, que hace que las naciones endeudadas acepten los términos que les imponen sus acreedores. Pero nada indica que dicha correlación de fuerzas sea inalterable.
Por último, ¿cómo desconocer que la deuda externa se ha convertido en un gigantesco tributo neocolonial que los países de la periferia abonan a las burguesías y gobiernos del centro del sistema? Por eso la renegociación de la deuda se ha constituido, tanto como el cobro de sus servicios, en una de las principales fuentes de ganancias del capital financiero. Este hecho desnudo queda oculto, sin embargo, por la cantidad impresionante de prejuicios, «mentiras que parecen verdades» y datos amañados que permanentemente presenta la «prensa especializada» disfrazada de información objetiva y veraz.
Así se escucha con frecuencia decir que si el Tercer Mundo no pagara su deuda se produciría un cataclismo financiero internacional que arrojaría la economía mundial a una depresión peor aún que la de los años treinta. Esta imagen catastrofista y extorsiva contrasta brutalmente con los sobrios datos que expone Eric Toussaint y que demuestran que las naciones de la periferia son responsables por apenas un 10 porciento de la deuda externa del planeta, y que los gastos militares de poco más de dos años alcanzarían para cancelarla por completo. La abrumadora mayoría de la deuda corresponde a los Estados Unidos, la Unión Europea, Japón y el resto del mundo desarrollado. Sin embargo, ¡este noventa porciento no constituye un problema; el diez por ciento del Tercer Mundo sí! [v] En realidad, la deuda ha sido uno de los mecanismos favoritos de la gran burguesia financiera internacional para asegurarse ingresos estables, gestionados políticamente por sus gobiernos con el auxilio de sus perros guardianes del FMI y el BM. Estas genencias les permiten construir una red de seguridad financiera que los faculta para encarar operaciones de alto riesgo, contando con el seguro respaldo de las suculentas ganancias garantizadas por la intervención directa de las potencias capitalistas al exigir el pago de los servicios de la deuda externa, promover la interminable renegociación de la misma y al imponer las fatídicas «condicionalidades» que potencian la rentabilidad de todas sus operaciones en la periferia del sistema.
Por eso es imprescindible seguir librando esta crucial batalla de ideas, a la que hace ya mucho nos convocara Fidel. El imperialismo ha quedado huérfano de ideas, y nunca tuvo valores. Sólo le quedan las armas. Y en su célebre alegato luego del fallido asalto al Cuartel Moncada, Fidel decía al respecto, citando a Martí, que «un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército.» [vi] El imperialismo podrá prevalecer por las armas, pero al no tener más ideas ni valores su victoria no será duradera. Bien lo anotaba, hace casi dos siglos y medios, un gran filósofo, Jean-Jacques Rousseau, al comentar que: «Si Roma y Esparta perecieron, ¿que imperio puede aspirar a perdurar eternamente?» La Roma americana seguramente no habrá de desmentir la sabiduría del filósofo.
Muchas gracias.
[i] Las notas del discurso del Comandante Fidel Castro Ruz corresponden a la edición conmemorativa del discurso pronunciado el 3 de Agosto de 1985 en la Sala 1 del Palacio de Convenciones de La Habana, Cuba, bajo el título Conciencia ante la crisis (La Habana: Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2005).
[ii] Mario Vargas Llosa, El lenguaje de la pasión (Buenos Aires: Aguilar, 2001), p. 90.
[iii] Gonzalez Casanova, Pablo La explotación global (México: CEIICH/UNAM:1998) y Saxe-Fernández, John; James Petras; Henry Veltmeyer y Omar Núñez 2001 Globalización, Imperialismo y Clase Social (Buenos Aires y México: Grupo Editorial Lumen/Humanitas), pp. 105 y 111.
[iv] Eric Toussaint, La Bolsa o la Vida (Buenos Aires: CLACSO, 2004). El cálculo publicado en este libro, para el período 1980-2000 era de 43 planes Marshall. Cf. p. 178.
[v] Ibid., pp. 50-51.
[vi] Fidel Castro Ruz, La Historia me Absolverá . Edición definitiva y anotada. (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2005), pp. 41-42.
Atilio A. Boron. CLACSO/Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales