Jair Messias Bolsonaro, el ex capitán-presidente que desearía ser la encarnación de Donald Trump en esta parte del mundo, no es –por paradójico que parezca– el principal problema del Brasil que las políticas de Lula llevaron a la condición de sexta economía mundial y transformaron en referente de lucha contra la pobreza, a partir de programas sociales con alcances sin precedentes en el país.
El ex capitán que desconoce sus deberes republicanos y apoya de forma explícita el retorno de la dictadura como régimen político es, apenas, una de las expresiones grotescas de las múltiples crisis que hoy afectan, de manera simultánea, a esta nación sudamericana. Todas ellas agravadas por el desempeño, los intereses de dominación y el odio genético del llamado “bolsonarismo”, muy bien identificado por el excanciller Celso Amorín [1].
Sobran los análisis de la prensa que concentran en Bolsonaro la atención a la hora de explicar la conflictiva evolución de la política interna de su país, pero este es el camino más corto para confundir las ramas con el bosque. Las crisis que hoy laceran la vida de los brasileños y que ponen en peligro el régimen democrático en el país, tienen raíces más profundas.
En consecuencia, la historia y los nexos estructurales de los actuales problemas económicos, sociales, políticos y ambientales del gigante sudamericano, son mayores y más complejos que los derivados de la gestión reciente de un gobierno u otro, de un presidente u otro.
Una pandemia, la del coronavirus SARS-CoV-2, se transformó en catalizador de todos ellos, los llevó al status de crisis multidimensional agudizada y puso al desnudo las inequidades inherentes a un sistema político que sigue funcionando a favor de una insultante minoría privilegiada.
Los actuales problemas internos de Brasil guardan relación, en primer lugar, con el régimen de dominación de clases cuyas estructuras de desigualdad, desde la colonia a la fecha, nunca fueron rotas y hoy hacen estragos.
Se explican por el tipo de inserción a la economía mundial que hicieron las élites oligárquicas del país en el siglo XIX, luego de la independencia de Portugal, a partir de un modelo de desarrollo capitalista dependiente y anuente a las principales potencias occidentales, que ahora retoma fuerza con el bolsonarismo.
Revelan, en un altísimo grado, los inevitables efectos del proceso de creciente transnacionalización de la propiedad y la riqueza en el país, sobre la cultura y la práctica políticas de los distintos grupos de poder que dominaron (y dominan) la economía y la vida nacional, siempre amparados en el papel tutelar de las fuerzas armadas. Así lo confirman las principales constituciones del país, incluida la vigente, aprobada en 1988 con contenidos mucho más avanzados que sus antecesoras. Ello explica por qué hoy Bolsonaro ataca con tanta vehemencia sus contenidos “izquierdistas”.
La comprensión del momento político pasa, además, por la necesidad de descifrar el alcance de los nexos orgánicos entre los intereses del gran capital brasileño y los del capital transnacional, al cual el primero está supeditado en diversos grados.
Demanda identificar cómo están operando en sistema las distintas expresiones institucionales (políticas, económicas, parlamentarias, judiciales, militares e ideológicas) de esta élite brasileña con sus pares externos, e incluye también conocer las zonas de conflicto que de hecho se están observando en el seno de ella, pero dentro de un marco de retrocesos múltiples para el país.
Desde las premisas expuestas [2], es factible anticipar que una eventual implosión del gobierno de Bolsonaro, sea vía impeachment u otra, pasa hoy por el comportamiento que asuman las fuerzas armadas como corporación; depende del modo como se den las contradicciones de intereses en el seno de la derecha que facilitó su ascenso y, en particular, está sujeta al grado en que se debilite el “bolsonarismo”; y guarda relación con el nivel de apoyo externo que, de manera solapada y vía aliados internos, tengan Bolsonaro y la ultraderecha que le da sustento.
Para desenredar la madeja
Jair Bolsonaro deviene Presidente gracias a una vasta operación política de la derecha nacional e internacional, que logró sus objetivos retrógrados no porque portase banderas alternativas favorables a la mayoría de los brasileños, sino porque gracias a las aberraciones procesales del entonces juez Sergio Moro, Lula no pudo ser candidato presidencial.
Fue beneficiario, vía operación Lava Jato, de una estrategia geopolítica articulada desde los Estados Unidos de objetivos múltiples. Entre ellos, poner al servicio de las petroleras estadounidenses, principalmente, las vastas riquezas del presal, así como anular el protagonismo internacional de Brasil a partir de la política exterior activa y altiva instalada por Lula.
Logró la primera magistratura porque se mintió a todos sin escrúpulos de ningún tipo respecto al Partido de los Trabajadores (PT) y sus líderes, y en gran parte porque la derecha supo cabalgar con eficacia sobre ciertas fallas, omisiones y errores del PT y el campo aliado.
En este contexto, el “bolsonarismo” surge y se constituye como una conjunción tan heterogénea como contradictoria de grandes intereses económicos y financieros, de objetivos revanchistas en el campo político y de valores retrógrados en el terreno de las costumbres. Bolsonaro los representa a todos, a la vez que en política externa busca ser más trumpista que Trump.
Es, en rigor, expresión de prejuicios anticomunistas reciclados, propios de los peores momentos del macartismo, como lo ilustran las “tesis” extravagantes del “filósofo” Olavo de Carvalho, con residencia en los EE.UU. Expresa el primitivismo y la intolerancia de los evangélicos fundamentalistas que acogieron a Bolsonaro como fiel privilegiado, tras su bautizo en las aguas del Jordán.
Cobra vida en sectores sociales principalmente urbanos, intoxicados por el odio promovido por una guerra mediática diseñada milimétricamente para intentar la deslegitimación, desde la raíz, del PT y la izquierda aliada. Y revela las nostalgias militaristas y represivas de los protagonistas más directos, civiles y militares, de la dictadura instalada en abril de 1964, quienes creen haber encontrado el momento de retomar, esta vez de forma menos cruenta y hasta más hábil, el control directo del poder ejecutivo.
Y, lo fundamental, el bolsonarismo es el proyecto político, social, ideológico y económico que en Brasil representa el ultra-neoliberalismo que el capital transnacional, sobre todo el de nacionalidad estadounidense, concibe como el camino inevitable para recuperar su poder de dominación al sur del río Bravo. Es, en este sentido, antinacional por su carácter económico y político, elitista por su proyección social, y tan autoritario como represivo en su modo de proceder.
Este comportamiento autoritario y con tendencia a la represión violenta de los sectores sociales que identifica como “adversarios internos”, en 17 meses de gobierno profundizó una peligrosa tendencia que tomó contornos visibles con el inicio, en marzo del 2014, de la Operación Lava Jato, conducida por un hijo pródigo del Departamento de Estado de los EE.UU., el ahora exministro y exjuez Sergio Moro: la negación del Estado de Derecho en el país, por la vía de las violaciones procesales y de otros recursos reprobables, todo ello a partir del recurrente argumento de la lucha contra la corrupción, tan falaz como selectiva.
En el terreno de los hechos, Bolsonaro confirma todos los días lo expresado en otros textos: es empecinado a la hora de llevar adelante sus ideas y no se deja controlar con facilidad.
Concluido el primer año de Gobierno, el núcleo militar que le da sustento tuvo convincentes evidencias de que no logró imponer su papel tutelar sobre la gestión presidencial, conforme a la expectativa inicial. El tema, por sus complejidades, merece atención particular.
Al igual que Trump, Bolsonaro actúa como si aún estuviese en campaña electoral. Y lo está. Todos sus pasos, los de su “famiglia” y los del “núcleo ideológico” olavista en cruzada contra el inexistente comunismo, van en dirección al 2022. Este dato es clave: el objetivo es retener el sistema de privilegios obtenidos a cualquier precio.
Es en este punto donde empiezan los problemas para los grupos de poder, que necesitan cierto orden interno para asegurar la agenda ultra-neoliberal en manos del ministro de economía. Las transnacionales tienen prisa, desean más del presal y las grandes estatales en fase de privatización. Para la Casa Blanca, mientras tanto, es esencial el control geopolítico integral de Brasil.
La derecha oligárquica que facilitó el fin anticipado del gobierno de Dilma se inquieta con el rumbo recesivo de la economía; el incremento incesante del desempleo (por encima del 12,6%), junto al deterioro de otros indicadores sociales, no solo porque anticipan descontento social, sino tensiones internas que considera conveniente moderar con medidas paliativas, una vez más, en aras de asegurar las cuotas de ganancia del capital.
Pero el plan de Bolsonaro va por otra dirección: bajo la idea de que “no queremos negociar nada”, expuesta a los manifestante pro-dictadura el pasado 20 de abril, lo que quiere es armar a sus milicias y a todos sus seguidores, a fin de que defiendan al presidente que se auto-percibe como la expresión de “todo el pueblo”, en el más pervertido sentido del populismo de derecha.
De esta manera, y con apoyo de su base social cautiva (30-33%), el “nuevo Mesías” está colocando a Brasil ante serios peligros de confrontación civil, o dicho de otra manera, está jugando con la paz interna del país. Todo ello con el discutible objetivo de consolidar un liderazgo por la vía de las posiciones autoritarias y el incentivo del miedo en la sociedad. Las últimas encuestas de opinión confirman que tal opción se le está volviendo en contra.
El manejo voluntarista de la crisis sanitaria generada por la COVID-19, facilitó una crisis institucional que está en pleno desarrollo. Sectores del Congreso, el Supremo Tribunal Federal, los propios intereses que están detrás de los medios de comunicación que le ayudaron a vencer en las pasadas elecciones, las figuras más lúcidas de la intelectualidad y la academia están reaccionando con intensidad creciente para evitar el retorno a expresiones fascistas de gobierno, como las que Bolsonaro y el bolsonarismo representan. Así lo reveló, de cuerpo entero, la reunión del gabinete bolsonarista el 22 de abril pasado, magistralmente descrita por Frei Betto en el “Circo de los Horrores”.
Las mentes más lúcidas del país, muchas de ellas lejanas a todo proyecto de izquierda, perciben que mandatario confundió los votos que recibió en las pasadas elecciones, con un cheque en blanco para retrotraer al país a los años 60, cuando al calor del Acta Institucional A-5 se podía torturar en nombre de la democracia y la lucha contra el comunismo.
En medio del caos en ascenso, las fuerzas de izquierda y progresistas, obligadas por la pandemia al distanciamiento social que el presidente considera innecesario, están dando pasos alentadores.
Crece la conciencia colectiva de que hay que unir la lucha por la democracia, dentro de la composición más plural posible, con la reorganización del campo de izquierda. Ello no será fácil en la actual correlación de fuerzas. Nada lo es política. Como nada es imposible si hay decisión política, objetivos claros y apoyo de masas.
La dialéctica destructiva del binomio Bolsonaro-bolsonarismo podría, más temprano que tarde, crear el escenario social y político que posibilite la negación, esta vez con más calidad, sus efectos perversos para el país que, por sus recursos materiales y humanos, tiene todas las condiciones potenciales para ser un facilitador de la integración y la cooperación soberana en la región, así como un actor global que propicie el multilateralismo, desde políticas de paz y cooperación, como lo demostraron ya los gobiernos de Lula y Dilma.
Notas
[1] Ver: Celso Amorim al portal TUTAMÉIA: “Los militares se metieron en una trampa”, del 22 de abril de 2020. Este sugiere a la oposición: “debería concentrarse menos en Bolsonaro y más en el bolsonarismo y en Guedes (el ministro de economía ultraneoliberal). En el área económica las maldades continúan siendo encaminadas” (léase las privatizaciones y la desnacionalización de la economía, entre otras “maldades”).
[2] En un análisis integral del asunto no podría faltar, como variable clave, “el nivel de presión que sobre el Gobierno y Bolsonaro ejercen las fuerzas de izquierda y democráticas”. La no inclusión de esta variable se explica por el hecho de que en estos momentos ella no tiene un rol determinante. Prevalece en el país una correlación coyuntural de fuerzas que es adversa a la izquierda y a los sectores progresistas. Estos se encuentran en plena fase de reorganización, para lo cual poseen las experiencias y el ánimo de pasar a la contraofensiva necesaria. Un proceso de concertación, promisorio, está en fase de gestación.