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La disputa ideológica por la hegemonía global

Fuentes: Rebelión

Desde que el ahora presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, era candidato a la primera magistratura de ese país, se convirtió en espacio común, dentro de las agendas pública y de los medios en Occidente, el afirmar que su campaña -ahora su presidencia-, en general; y su personalidad y posicionamiento respecto de la economía […]

Desde que el ahora presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, era candidato a la primera magistratura de ese país, se convirtió en espacio común, dentro de las agendas pública y de los medios en Occidente, el afirmar que su campaña -ahora su presidencia-, en general; y su personalidad y posicionamiento respecto de la economía y el ejercicio de la política, en particular; son la más clara representación de una ola global de anacronismos y experiencias retrógradas que amenaza con revivir lo peor del proteccionismo de corte fascista y nacionalsocialista del siglo XX. 

Las declaraciones de Trump en torno a la necesidad de potenciar la economía estadounidense revisando sus principales tratados y prácticas comerciales, modificando su política fiscal, recortando presupuesto a ramos ligados con la seguridad social de los trabajadores , o simplemente dejando de financiar programas y organizaciones internacionales y/o de Estados aliados, entre otras posturas han sido, desde el periodo de campañas, los principales argumentos sobre los que medios de comunicación de distinta índole se han montado para asegurar que Trump es la personificación de cada uno de los idearios que el liberalismo tuvo que vencer el siglo pasado para concederle al mundo poco más de cincuenta años de orden, paz y estabilidad globales.

De hecho, si bien es cierto que dentro del desarrollo del programa liberal -en tanto ideología o instrumento de interpretación social- los conflictos entre sus diferentes corrientes, recepciones, variaciones, derivaciones y apropiaciones no han escaseado desde su emergencia en el siglo XVIII, también lo es que, en el momento presente, el cisma que Trump parece haber planteado al grueso de los ideólogos liberales en Occidente fue tan profundo -y hasta cierto punto, igual de inesperado en el seno de la sociedad que practica día con día la versión hegemónica y más utilitarista e individualista del mismo- que el replanteamiento de los términos de la discusión no únicamente ha proliferado como pocas veces lo ha hecho en sus doscientos años de existencia, sino que, además, sus principales puntos de partida son, justo, los posicionamientos del hoy presidente estadounidense.

Trump, en los términos de esta discusión, por supuesto no pasa por el filtro, ni siquiera, del liberalismo más moderado y centrista concebible. Por donde se lo observe, él mismo en su persona y en su investidura es percibido como la antítesis de los postulados más básicos de una sociedad liberal : desde su actitud respecto de los medios de comunicación tradicionales hasta su comportamiento con el género femenino, pasando por su defensa de los valores familiares tradicionales de finales del siglo XIX y principios del XX, por su rechazo del consumo de sustancias enervantes, por su oposición al tránsito de personas a través de las fronteras, etcétera.

El problema de fondo -se afirma- es, pues, que Trump es un populista, un producto de ideas concebidas en otra época: ideas, además, ya superadas por el mayor progreso que el liberalismo ofrece a las economías de mercado y a sus regímenes de Gobierno residuales, las democracias procedimentales y representativas. Por eso, cuando se trata de lidiar con el conservadurismo de Trump, lo primero que sale a flote en la discusión no versa sobre el análisis autocrítico (o simplemente crítico) del funcionamiento del liberalismo, operando en su versión neo desde que ésta se ensayó en el Chile de Augusto Pinochet, desde 1973 . Antes bien, lo que de inmediato sale a colación es que todos los enemigos del liberalismo (y por extensión, de las economías de mercado y de la democracia) se forman, actúan y se mantienen por fuera del propio ideario liberal, nunca son subproductos del funcionamiento de éste que, con el tiempo, se van desplazando hacia y polarizando en distintos posicionamientos autónomos respecto del marco que los engendró en principio.

Pero no sólo, pues además en los términos de la discusión se pierde de vista que en el funcionamiento de una economía de corte liberal (clásica o neo), ésta no requiere de la puesta en práctica de un ideario liberal como condición sine qua non de su propia existencia. Pasar por alto esta breve y hasta efímera observación ha llevado a posicionar en distintos imaginarios colectivos la idea de que el mercado, para funcionar como lo hace en el presente requiere, en principio, de un conjunto de actores fieles a los postulados más básicos del liberalismo (comenzando por la defensa a ultranza del funcionamiento espontáneo y autorregulador del mercado); y en segunda instancia, que dichos postulados sean adoptados por la mayor cantidad de actores con el mayor grado de fidelidad y homogeneidad posibles.

Ya de entrada, argumentos como ese son problemáticos porque llevan a suponer que ambas condiciones se cumplían sin ambages hasta antes de la llegada de Trump (y de algunos homólogos europeos que comparten rasgos de su misma línea discursiva). Introducen en la agenda de discusiones la noción de que Trump minó el funcionamiento normal, orgánico, del orden liberal imperante ya desde el momento en que, aún sin haber tomado posesión o haber implementado política pública alguna, con sus puras declaraciones, por el peso político que tiene la presidencia estadounidense a nivel global, estaba alterando a los mercados y a sus tomadores de decisiones.

Son argumentos, en este sentido, que borran de la ecuación variables como el hecho de que las economías tradicionalmente consideradas los baluartes del liberalismo occidental sostienen sus sistemas de transferencias de capital, de las periferias globales (América Latina, África y Asia) hacía sí articulando restricciones a su mercado y presiones de liberalización hacia los mercados a los que exportan y desde los cuales extraen las materias primas o los productos manufacturados que luego regresan a esos mismos lugares como bienes y mercancías de consumo final -o intermedio, dependiendo de la cadena de producción de la que se trate.

Y por supuesto, se borran, además, variables aún más claras e igual de determinantes que la anterior como el hecho de que en las economías periféricas del sistema internacional, el liberalismo -y sobre todo, el neoliberalismo- experimentan su ciclo de emergencia y sostenimiento sobre la base que le es provista por regímenes gubernamentales de tipo autoritario y dictatorial. Es decir, eliminan el reconocimiento de que los diversos modos de producción, aprovechamiento y consumo de los recursos en las poblaciones periféricas son suprimidos y sustituidos por la producción mercantil orientada hacia el mercado global a través del accionar de Gobiernos con idearios profundamente conservadores y de vocaciones totalitarias. Los Señores de la Guerra en África, las juntas militares en el Sudeste asiático y la historia de las dictaduras militares en América Latina (de donde no hay que excluir el sui generis caso del partido hegemónico en México) son representativos de ello, pese a que se argumente que es azaroso, casual, que neoliberalismo y militarización de la vida en sociedad se hayan producido paralelamente en cada caso.

Gran parte de estas omisiones se cometen de manera deliberada, respondiendo a una -voluntaria o no- convicción de militar en favor del ideario liberal (desde todas sus variantes). Sin embargo, una porción importante de las mismas se debe, a su vez, al desconocimiento y/o negación a reconocer que, a pesar de que el postulado liberal pugna por el reconocimiento de la existencia del mercado como un ente, un proceso y una dinámica natural , espontánea, autogeneradora y autorreguladora de sí, en la práctica histórica del mismo, éste es generado, sostenido, defendido, regulado y apuntalado por la intervención directa de un andamiaje político particular: en el capitalismo moderno, el Estado-nación.

La forma más voraz de liberalismo practicada en la actualidad, el neoliberalismo de autoría intelectual estadounidense , por ejemplo, ni en sus orígenes -cuando surge como crítica al liberalismo clásico del siglo XVIII y principios del XIX- ni en su actualidad ha dejado pasar por alto este hecho crucial, aunque en la historia de sus ideas siempre sea una directriz velada por lo saturado que se encuentra el lenguaje de las referencias a la individualidad, el utilitarismo y la libertad.

Basta con pasar revista a los postulados de algunos de los principales ideólogos del neoliberalismo vigente para advertir que gobiernos autoritarios, al frente de andamiajes estatales fuertes, rígidos y abarcadores, implementando políticas proteccionistas e interviniendo de manera más agresiva en el funcionamiento del mercado , han sido, desde hace mucho tiempo, el principal mecanismo de protección que las economías nacionales emplean para dotarse, mantener o apuntalar sus ventajas competitivas y su posición dentro del conjunto global. Y ello, con independencia de si su posición es central, semiperiférica o periférica -o en el lenguaje más políticamente correcto y velado del liberalismo: desarrolladas , en desarrollo y en vías de desarrollo / subdesarrolladas , respectivamente.

En las actas del Coloquio Lippmann , celebrado en París, entre el 26 y el 30 de agosto de 1938, y en donde participaron los pioneros autores intelectuales del ideario neoliberal: Walter Lippmann, José Castillejos, Friedrich A. von Hayek, Ludwig von Mises, Jaques Rueff, Raymond Aron, Ernest Mercier, Alexander Rüstow, Wilhelm Röpke , etc., por ejemplo, se concluye que para hacer frente a la decadencia del orden liberal hasta entonces imperante era preciso reconocer que ese mismo orden no es autónomo ni espontáneo: es producto de un andamiaje legal que lo precede y que presupone la intervención directa, deliberada, del Estado-nación en su funcionamiento. Y es que, en tanto hecho histórico, el mercado se reproduce a partir de los sistemas de normas, los conjuntos de leyes y los conglomerados de instituciones que garantizan, entre otras cosas, los derechos de propiedad, los contratos, las patentes, el cumplimiento de las deudas, la circulación monetaria, las directrices laborales, las facilidades de producción, el abaratamiento de costos, etcétera.

En lo individual, a principios del siglo XX, Mises afirma que el mercado debe funcionar en el marco de operación de un régimen democrático: hasta cierto punto, homologarse. En los años cuarenta, Joseph Schumpeter invierte la ecuación y postula la necesaria mercantilización de la política, es decir, su operación a partir de la misma lógica y racionalidad que se despliega en el funcionamiento del mercado. Una década después que Schumpeter, Anthony Downs desarrolla un modelo para hacer funcionar a la política que dirige el funcionamiento del Estado a partir de la operación puramente microeconómica de la sociedad.

En los años sesenta, George J. Stigler formula un modelo propio, siguiendo a los precedentes, para aplicarlo al funcionamiento de los partidos políticos. Por esos mismos años, Hayek refina su explicación respecto de lo necesario que son no cualquier Estado y cualquier conjunto de leyes e instituciones, sino un tipo de Estado y de leyes en particular para hacer funcionar al mercado. Bruno Leoni, además, suma a esta perspectiva la noción de que es el derecho consuetudinario el elemento sobre el cual se erige todo mercado.

A mediados de los años setenta, James Buchanan fundamenta la existencia del Estado a partir de la función de éste como garante de la propiedad privada y de la limitación de la libertad que le sea benéfica a esa propiedad. En paralelo, Milton Friedman desarrolla su programa de choque para lograr la instauración del neoliberalismo en Chile y reafirma la necesidad de un régimen militar en el país para garantizar la prohibición de los sindicatos y para controlar la organización política de la sociedad. Hayek, por su parte, terminó declarando a la prensa chilena, en el marco de la reunión de 1981 de la Mont Pélerin Society, en Viña del Mar, que «una dictadura […] si se autolimita, puede ser más liberal en sus políticas que una asamblea democrática». Y a finales del siglo, Mancur Olson desarrolla un esquema en el que fundamenta la idea de que la riqueza y la pobreza de las naciones se deben al diseño y operación de los andamiajes estatales y no al mercado.

Tener presentes estos posicionamientos, y en especial la importancia vital que en ellos se concede al Estado y a la autoridad gubernamental para la plena operatividad del ideario liberal, en general, neoliberal en particular, permite observar que la actual Administración estadounidense, a pesar de toda la retórica y la demagogia conservadora de la persona al frente de su primera magistratura, no debe leerse como un retroceso, un golpe de timón retrógrado y hostil frente a los valores occidentales y su ideología dominante .

Y es que sí, es cierto que las principales directrices firmadas por Donald J. Trump al frente de la presidencia estadounidense van en la dirección opuesta a la que se orientaban políticas económicas implementadas por las dictaduras militares del Cono Sur, por los Señores de la Guerra en África o por las juntas militares en el Sudeste asiático. Sin embargo, y este es realmente el rasgo que no se debe perder de vista, la cuestión de fondo aquí, en contrastación de éstos frente a aquel, es que en las periferias lo que se busca es su subordinación a los centros globales, mientras que en el caso actual de Estados Unidos, lo que se plantea es el sostenimiento, la permanencia, de determinadas ventajas comerciales y financieras (las mismas que le aseguraron su propia hegemonía en la economía global durante la segunda mitad del siglo XX) de cara a la disputa que le plantea China como economía sucesora en esa posición.

La competencia con China por la hegemonía (o en lenguaje políticamente correcto liderazgo) global, por supuesto, no es algo que esté ausente de los análisis que a diario se producen en Occidente, y en específico en Estados Unidos, para hacerle frente. Sin embargo, éstos han gravitado con enorme fuerza sobre el mismo discurso que apela a más dosis de liberalismo ya como medio de contención, de disuasión o de enfrentamiento. Y la cuestión aquí, el problema que subyace a esa narrativa, es que no se alcanza a comprender que fueron justo dosis altas de liberalismo -aplicadas a la economía china por más de cuarenta años, ininterrumpidamente desde mediados de la década de los setenta- lo que llevó a dicha sociedad a una posición en la que le fuese posible disputar a Estados Unidos su rol en la jerarquía interestatal.

La apertura del régimen chino al capitalismo -de lleno a finales de la década de 1970- supuso a Occidente en general y a Estados Unidos en particular el acceso a un enorme mercado y al mismo tiempo a una maquiladora de iguales proporciones. Por supuesto las prácticas comerciales desleales del Gobierno y de los empresarios chinos fueron un factor decisivo para poder posicionar a su sociedad por encima del rango de mayor maquiladora del mundo. Sin embargo, poco importa apelar a la descalificación de tales actos cuando la historia del colonialismo, del mercenariado y de la piratería en Occidente supone su raíz análoga en tiempos pasados. Lo realmente importante de mirar aquí es que mientras Occidente acumulaba y concentraba capital en sus arcas gracias a su comercio con China aquello no fue verdaderamente un problema.

La reacción de Estados Unidos ante esta situación debe empezar a leerse como una reacción natural -de tantas opciones disponibles- al peligro que implicaba seguir tratando con liberalismo a la economía que ya le disputa su liderazgo global . Pero también como una reacción, agresiva, necesaria para contener a China en su avance hacía el control de las diez industrias que dominarán la actividad económica en el futuro inmediato: la robótica, la automatización de procesos, la inteligencia artificial, la aeronáutica y la biotecnología entre ellas.

En octubre de 2015 el Gobierno anunció al mundo, con su visión de largo plazo, Made in China 2025 , que ya está de lleno en la carrera por conseguir ese objetivo: el control, la vanguardia, del complejo científico-tecnológico de las siguientes décadas. Que no sorprenda, entonces, que ante ello Occidente (porque Europa también está legislando para limitar las adquisiciones empresariales de China en los países de la Unión Europea) esté buscando reaccionar de manera que sea posible minar ese camino sin, paralelamente, dinamitar sus propios beneficios actuales (y futuros) obtenidos de su relación comercial con el gigante asiático . Reaccionar con conservadurismo, con proteccionismo y fortalecimiento de la autoridad estatal frente a tal situación es hoy más un recurso de supervivencia que una mera ocurrencia sacada de la personalidad de un mandatario retrógrado.

No es casual que Trump esté operando bajo la lógica de la industrialización (del capitalismo) de la segunda mitad del siglo XX , si es ese mismo esquema el que permitió a Estados Unidos sostener por más tiempo que el pronosticado su hegemonía global. 

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