El martes 4 de febrero se presentó en Madrid el libro Sombras. El desorden financiero en la era de la globalización (Sylone-Viento Sur, 2019), escrito a cuatro manos por el economista portugués Francisco Louça y por el estadounidense Michael Ash. Aunque se publicó en agosto, Louça visita esta semana Madrid y Barcelona para promocionar la […]
El martes 4 de febrero se presentó en Madrid el libro Sombras. El desorden financiero en la era de la globalización (Sylone-Viento Sur, 2019), escrito a cuatro manos por el economista portugués Francisco Louça y por el estadounidense Michael Ash. Aunque se publicó en agosto, Louça visita esta semana Madrid y Barcelona para promocionar la obra, un completo análisis de los efectos de la globalización y del actual sistema financiero, caracterizado por la irrefrenable especulación. Louça es conocido especialmente por ser uno de los fundadores y liderar durante siete años, de 2005 a 2012, el Bloco de Esquerda en Portugal. Es también una de las voces más críticas de las políticas de austeridad impuestas desde la Unión Europea a su país.
-¿Quién se mueve en la sombra de las finanzas mundiales?
El término economía de sombras se refiere a todas las organizaciones financieras que no son bancos comerciales y que escapan al control de los bancos centrales, a la regulación y a la garantía de depósito: agentes financieros, fondos de inversión, agencias de Bolsa, etcétera. Michael Ash y yo queríamos investigar este tipo de organizaciones porque en ellas está el origen de la crisis de 2008. Pudimos comprobar que la mayor parte de estas organizaciones o bien son de los bancos o bien tienen una relación comercial con ellos. Es decir, el sistema financiero se ha reproducido en la banca tradicional y se ha multiplicado en nuevas formas de captación de ahorro y de productos financieros, muchos de ellos ficticios cuyo valor es producto de la especulación. Eso es el sistema financiero a la sombra.
–Ustedes definen el actual sistema financiero como «opaco, desregulado y fuertemente especulativo».
La economía especulativa tiene una dimensión aún mayor de la que tenía antes, y eso que durante la crisis hubo mucha doctrina y mucha promesa de regulación. Pero lo cierto es que a día de hoy la parte del ahorro mundial que está bajo el control de la llamada economía en la sombra es mayor de lo que ya había en 2007. Frente a esta situación tenemos dos alternativas: aceptar como un hecho inevitable un régimen de acumulación financiera o recuperar el control por parte de los Estados de los movimientos internacionales de capital y considerar que las finanzas son un bien público. La primera alternativa tiene una consecuencia negativa: la vulnerabilidad de los Estados y de la democracia. Los países tienen menos soberanía si existe la libertad absoluta de circulación de capitales porque así no puede haber política económica coherente decidida por y para el pueblo.
-¿Es posible frenar o al menos limitar esa especulación financiera?
En algunos casos anteriores se hizo. La consecuencia de la crisis de la crisis de 1929 en Estados Unidos y en el resto del mundo fue restringir la libertad de circulación de capitales e implantar impuestos progresivos con las políticas del New Deal impulsadas por Franklin D. Roosevelt. Luego apareció el Estado de bienestar en Europa, tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la paradoja es que la respuesta a la crisis financiera más importante del siglo XX, la de 1929, fue reducir la agresividad del sistema financiero, mientras que la respuesta a la crisis financiera del siglo XXI ha sido todo lo contrario, dejar crecer esa agresividad.
¿El capitalismo es incompatible con la democracia?
Un economista muy tradicional como Dani Rodrik dice: «O tienes globalización o tienes democracia», y yo matizo: «En una globalización sin freno la soberanía o la democracia estarán limitadas». Eso implica un riesgo y lo estamos viendo en la descomposición de los sistemas políticos de referencia en algunos países muy importantes: Estados Unidos con Donald Trump, Turquía con Erdogan o Brasil con Jair Bolsonaro. Uno de los efectos de esta crisis de la democracia es el auge de la derecha extrema. Pero es que, además, la destrucción de la capacidad económica de los Estados mina la democracia. La economía financiera destruye la posibilidad de que el pueblo pueda decidir sobre su futuro.
-Da la impresión de que la democracia no está generando políticas que conduzcan al capitalismo por el buen camino: cunde una cierta sensación de impotencia por parte del poder político.
El capitalismo actual es agresivo y se caracteriza por una gran concentración de renta financiera. Los grandes grupos financieros tienen incluso más poder que los Estados y eso los hace más invulnerables a la presión de la democracia o la presión de las necesidades del pueblo. El capitalismo controlado es un sueño del siglo pasado, pero hay que intentar recuperar la capacidad del pueblo de intervenir en su economía, de hacer de la política una cosa de la gente.
-Pero el neoliberalismo se ha terminado por imponer en todos los campos, hasta en las cátedras universitarias.
La crisis de los años 30 del siglo XX nos dejó el ascenso del keynesianismo y la respuesta en el siglo XXI es radicalizar el neoliberalismo. Eso provoca algunas paradojas históricas como que la actual extrema derecha abrace sin rubor las políticas ultraliberales cuando hace 80 años era proteccionista y estatista. Eso es una prueba de la arrogancia y de la fuerza que tiene el neoliberalismo en nuestros días.
-Sin embargo, en el último foro de Davos ha habido un intenso debate sobre el cambio climático y la desigualdad, e incluso el FMI habla de aumentar el gasto social y dejar atrás la austeridad ante tanta protesta a nivel global. ¿Atisba usted ahí un cambio de discurso?
Son discursos contradictorios. En el FMI desde hace muchos años hay dos discursos distintos: uno, más técnico, que se preocupa por el impacto social de las políticas de austeridad, pero luego está el discurso oficial, el discurso de la dirigencia respaldado por los Gobiernos, que es más agresivo ahora que en el pasado. Y eso se ha visto con la crisis de la deuda soberana en Europa y con las medidas que se impusieron a Grecia y Portugal y en menor medida a España y a otros países. Pero sí, es cierto que se aprecia alguna vulnerabilidad en ese discurso oficial. Eso sucede también en Davos con el discurso sobre el cambio climático y sobre cómo reducir el impacto de las políticas sociales destructivas, pero si uno mira a los consensos alcanzados, hay que decir que la respuesta es nula. Y si nos referimos a las políticas sociales, ocurre lo mismo: la Unión Europea ha decidido disminuir aún más el presupuesto dedicado a estas políticas. De hecho, las autoridades europeas han tenido una reacción muy negativa al aumento del salario mínimo en España y Portugal. Esa reacción contraria es herencia de las políticas de austeridad, que se han impuesto como un dogma inexpugnable.
-¿Se puede dar respuesta a ese dogma de la austeridad?
Sí, claro. Un Gobierno puede resistirse. La UE puede hacer todos los informes que quiera sobre que el salario mínimo no crea empleo, pero la realidad es que el aumento del salario mínimo crea empleo, crea demanda, crea inversión y permite aumentar el gasto social. Los Gobiernos pueden, claro que sí.
¿La desigualdad y la precariedad cada vez mayores son consecuencia de esa globalización salvaje en la que vivimos?
Sí, seguro. Al reducir los salarios, la precariedad crea una forma de disciplina social, impide a la gente tener una aspiración y por tanto una capacidad de representación colectiva y social que, como en la segunda mitad del siglo pasado, pueda poner imponer alguna pérdida a la tasa de ganancia de las empresas y recuperar así algún poder real para los trabajadores. La precariedad divide y destruye.
-¿Estamos preparados para una nueva crisis?
Crisis habrá, lo que queda por ver es en qué condiciones. Ahora hay algunas diferencias con respecto a lo que pasaba hace diez años. La primera, y eso funciona como una forma de control del riesgo en caso de una nueva crisis, es que una parte muy importante de la deuda está ahora en los balances de los bancos centrales y eso implica que hay más instrumentos de control político. Pero por otra parte, es cierto que la expansión de las políticas especulativas, la dimensión y la vulnerabilidad del propio sistema financiero junto la inestabilidad del sistema político internacional, con Donald Trump, la guerra comercial de Estados Unidos con China, con Alemania bordeando la recesión y con el brexit, aumenta el riesgo. En ese sentido, una crisis, incluso menor y con menor capacidad de contaminación financiera que la de 2008, puede verse agravada por el hecho de que los responsables políticos no quieran o no estén capacitados para intervenir. Ese es el verdadero problema: tener a George Bush en Estados Unidos era un riesgo, pero tener a Donald Trump, tiene otra dimensión, es casi una declaración de intenciones.