Es urgente abordar la estructura del mercado, su «oligopolización», las dificultades ante la transición energética y el incremento de riesgo de pobreza energética en nuestra sociedad
El pasado día 1 de marzo, la Comisión Europea y en su nombre su presidente Jean-Claude Juncker, presentó el Libro blanco sobre el futuro de Europa. Reflexiones y escenarios para la Europa de los Veintisiete en 2025. La prensa, en general, ha dado suficiente noticia del mismo, especialmente en lo que se refiere a la propuesta de cinco escenarios para el futuro de la Unión. Pues bien, las referencias a la energía son mínimas y siempre relacionadas con la creación del mercado interior, o la mejora de la producción de energías limpias, la eficiencia y el consumo.
Unos días antes, en España, se mantuvo entre descalificaciones, acusaciones y frivolidades un apasionado debate sobre la subida del precio de la electricidad. En algún lugar (seguramente en La Moncloa), se debieron de celebrar rogativas a San Isidro Labrador y llovió. La lluvia apagó el debate.
En cierto sentido, hay que reconocer que esta actitud puede estar justificada a tenor de la positiva valoración que tanto la UE como España registran en el World Energy Trilemma Index 2016, elaborado por el World Energy Council (WEC), organismo consultor de las naciones Unidas en materia de energía y sostenibilidad. En dicho informe, la Unión Europea aparece como la región del mundo que observa un mayor equilibrio entre los tres objetivos evaluados en el Informe: seguridad energética, equidad energética y sostenibilidad energética. En otros términos, la seguridad nacional en los aprovisionamientos tanto internos como externos, la garantía a la población de acceso a las fuentes de energía y el grado de satisfacción respecto de la transición del suministro energético desde fuentes de energía convencionales hacia las renovables, y bajas en la emisión de carbono.
Sin embargo, el WEC apremia a la Unión Europea para que mejore su seguridad energética y los mecanismos de mercado e impulse la producción de nuevas energías a fin de cumplir con los objetivos establecidos en su Acción por el Clima. Es decir, lograr en el año 2020 una reducción del 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero (en relación con los niveles de 1990), incrementar hasta el 20% la importancia del abastecimiento energético en fuentes renovables y mejorar en un 20% la eficiencia energética de la Unión.
España ocupa la posición número trece en el ranking establecido por el WEC con las mejores calificaciones en cada uno de los índices (triple A), entre otros motivos, por la mejora de las interconexiones con otros países -singularmente con Francia-, la reforma del sistema de déficit tarifario o la calidad y extensión de las infraestructuras de transporte de gas, si bien muestra una cierta preocupación por el futuro desarrollo de las energías renovables ante la reducción de la inversión en este sector, aunque no duda de su cumplimiento del objetivo compartido en el seno de la Unión Europea.
Ante esta situación, no debe de ser motivo de sorpresa que las autoridades tanto de la Unión Europea como españolas «se gusten» (como dirían los taurinos). No obstante, y como sucede con la mayor parte de los grandes indicadores, los agregados no pueden servir de excusa ante los problemas que los mismos puedan esconder. Está bien, es necesario e inevitable discutir acerca de ingenios, inversiones (dentro y fuera de España), seguridad de suministros, servicios y precios, pero ello no es incompatible con abordar otros asuntos tales como la estructura del mercado, su oligopolización, las dificultades ante la urgente transición energética o -en otro ámbito, más lacerante– el incremento de riesgo de pobreza energética en nuestra sociedad.
Caben pocas dudas acerca de la importancia de la energía en el devenir de la historia. La incorporación de sucesivas fuentes energéticas ha sido uno de los principales motores del cambio de las sucesivas formas en las que la humanidad ha podido satisfacer sus necesidades materiales, de tal manera que la tracción animal, el carbón o el petróleo se pueden identificar con diferentes etapas de la historia de la humanidad. Se puede afirmar que, hasta hoy, cada descubrimiento de una nueva fuente de energía era acompañado de renovadas esperanzas puestas en las nuevas oportunidades a la reconversión de los sistemas de producción y consumo vigentes. En la actualidad, sin embargo, estamos ante una situación paradójica: por un lado, es creciente la toma de conciencia social de los riesgos ambientales que el modelo energético ofrece sobre el horizonte, mientras que, por otro, los obstáculos al establecimiento de un modelo energético sostenible parecen no tener fin. Algo indica que no estamos ante cuestiones meramente técnicas sino más complejas, con una amplia pero concreta dimensión social.
La energía ha dejado de ser un bien de la naturaleza para ser una mercancía, suministrada desde la lógica de la obtención de beneficios a corto plazo pero que, en tanto que imprescindible, las formas de su generación, distribución y consumo tienen una enorme y directa repercusión en la solución de los problemas económicos de cualquier sociedad a largo plazo. La energía no es una mercancía más. Difícilmente tiene sustituto, se puede cambiar de formas de producción (por combustión de carbón o por el movimiento del agua), se podrá ser más o menos eficiente en su empleo, pero prescindir de la energía es algo que ningún ser vivo puede hacer, tampoco las sociedades humanas más avanzadas. Sin embargo estamos siendo presos de la paradoja del panadero neoclásico señalada por Georgescu-Roegen: ante la falta de harina poco importa que el capital y el trabajo seas sustitutos o no, lo que se precisa es harina, en nuestro caso energía, pero ambos, harina y energía, están fuera del modelo más empleado por el análisis económico.
Estas preocupaciones son las que han movido a Economistas sin Fronteras (EsF) a dedicar su último dosier a la energía, en cuya redacción han colaborado expertos en la materia procedentes del mundo académico y de organizaciones sociales y profesionales.
Como recuerda Alejandro Arizcun en este trabajo, «la sostenibilidad ambiental es un problema de límites, de saber que vivimos en un mundo limitado y que necesitamos acomodarnos a esos límites para no destruir las bases físicas de nuestra supervivencia». Esto significa que habrán de abordarse otros problemas en ámbitos diversos como el político y la participación social, la reestructuración de la economía y, sobre todo, la consolidación de nuevos valores que reordenen la vida social en tanto que la sostenibilidad es un problema de comportamiento humano que, lejos de apoyarse en valores expansivos y utilitaristas del medio físico, sepa reconocer sus limitaciones y adaptar su comportamiento a ellas. En esta perspectiva, como señaló Herman Daly, es importante establecer criterios generales sobre los límites a la utilización de materiales y comenzar a trabajar por un mundo sostenible. Es decir, un mundo en el que el patrimonio de materiales utilizables permanezca constante. En este sentido, las llamadas energías renovables son el recurso sostenible por excelencia. De ahí que un componente fundamental de cualquier estrategia nacional o internacional de lucha contra el cambio climático sea la transición energética: resulta imprescindible descarbonizar el actual sistema productivo y de consumo si se desea atender a los problemas del cambio climático tal y como se recoge en el Acuerdo de París de 2015.
Ambos riesgos, los ambientales y la escasez de recursos, se presentan en el caso de las energías fósiles. Pedro Prieto, en el documento al que hacemos referencia, señala que «la causa de que se emitan unos 30.000 millones de toneladas de carbono al año la tiene obvia y directamente la quema de más de 10.000 millones de toneladas anuales de petróleo y de combustibles fósiles (…) Por otro lado, y por si fuera poco, tenemos una constancia cada vez mayor de que los yacimientos de combustibles fósiles están llegando a un límite de extracción conocido como cenit de su producción mundial». En 2010, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) admitió que el petróleo convencional había llegado a su cenit de extracción mundial máximo en 2006. Es decir, sin esperar a los cambios en otros órdenes sociales, la transición energética es una necesidad del propio sistema económico vigente.
Es por ello que en los últimos años se han dado importantes avances tecnológicos en el campo de las energías renovables, aunque se mantiene la duda sobre su ritmo de expansión y su capacidad de sustitución de las energías no renovables. Esto está propiciando una creciente competencia entre productores de energías convencionales con los que pretenden su sustitución en el mercado energético: los productores de energía renovables. En este sentido, Pedro Linares plantea tres escenarios: 1. Se avanza en la descarbonización de la economía; 2. Captura y, sobre todo, el almacenamiento de carbono, y; 3. «Gran estancamiento» y, por tanto, basado en una ralentización de la innovación y del crecimiento económico.
En el primero, los intereses de los países productores y exportadores de energía no renovable, esencialmente, de petróleo, se verán muy afectados, lo que cambiará la geopolítica internacional además de otros en los ámbitos nacionales. El segundo significaría el triunfo de los productores convencionales, con un impacto más limitado sobre el modelo actual, y el tercero supondría aplazar la solución de los problemas, agudizados por otros derivados del propio estancamiento económico. En todo caso, no se puede estar a la espera de los avances tecnológicos, son necesarias políticas que incentiven la reducción del consumo y la mejora de la eficiencia energética que acompasen a las innovaciones técnicas e impulsen nuevas formas de producción y consumo de energía. Y este sentido la regulación, la política energética, es fundamental.
La generación de energía es una actividad en la que cabe la posibilidad de que aparezcan monopolios, dadas las enormes cifras de inversión exigidas por la extracción de carbón o la explotación y transporte de petróleo y gas. Cabe, sin duda, defender la concentración económica por su mayor capacidad para invertir en nuevos desarrollos tecnológicos, pero, como apuntó Sylos Labini, su contribución social dependerá de la política de precios y costes que dichas empresas lleven a cabo entre cada segmento de clientes y de la distribución de los progresos técnicos en el sistema productivo. En el caso de la energía, su carácter de materia prima imprescindible para las actividades humanas otorga a los productores una posición de ventaja en las negociaciones de suministro, al mismo tiempo que juega a favor de la reducción de los costes de producción y distribución la ampliación del mercado (economías de escala). Es un sector, por tanto, en el que cabe la posibilidad de crear un monopolio natural. Por este motivo, porque el libre mercado acabaría por suprimir el mercado -además de otras cuestiones, como la seguridad nacional-, es por lo que el Estado siempre ha actuado en el sector energético.
Es decir, los riesgos sobre el funcionamiento correcto del mercado junto a los compromisos de descarbonización adquiridos en relación a la política de sostenibilidad ambiental y lucha contra el cambio climático justifican políticas audaces que limiten el poder de los suministradores y atienda al bienestar general. Sin embargo, la experiencia española no responde a esta lógica. Como recuerdan Cristóbal J. Gallego Castillo y Daniel Carralero Ortiz en el dosier de EsF, la política energética española se apoya en el fortalecimiento del mercado. Desde 1997, fecha en la que se datan las primeras medidas de liberalización de sector, se obvia el debate sobre el carácter público o privado del suministro energético (apostando decididamente por un modelo privado), no se abordan cuestiones como el derecho al suministro garantizado de energía, la correcta fijación de precios atendiendo a los costes de generación, las barreras a la entrada de nuevos competidores, la diferenciación de productores según origen de la energía o el autoconsumo o la apropiación de las externalidades por el propio mercado energético. En palabras de los autores citados, «en la práctica implica a un grupo muy reducido de grandes empresas, reduciendo drásticamente la capacidad del Estado para hacer política energética y subordinando la reducción del impacto ambiental a la maximización del beneficio económico». Con unos resultados: «El déficit de tarifa, la expansión de la pobreza energética, las sacudidas al sector renovable, los incrementos espectaculares de precio, los exorbitantes beneficios de las eléctricas españolas en comparación con sus homólogas europeas, la no devolución de los Costes de Transición a la Competencia, etc. son fenómenos que han resultado de entender de una cierta manera el papel que juegan la energía y la política energética en la sociedad».
Con el desencadenamiento de la crisis económica, han ganado trascendencia el fenómeno de la pobreza energética junto al surgimiento de iniciativas sociales en torno a la producción y consumo de energía, hechos ambos que cuestionan la inevitabilidad del modelo establecido. No cabe duda de que la pobreza energética, es decir, la imposibilidad de cubrir las necesidades de energía para mantener una vida digna, ha golpeado la conciencia social, ha despertado del sueño del bienestar a buena parte de la ciudadanía que siempre consideró que la pobreza era subdesarrollo y por lo tanto inaceptable en una sociedad exitosa como así misma se ve la española.
Por otro lado, aparte de las reacciones desde las instancias políticas, con acuerdos sobre la suspensión de los «cortes de la luz» y otras cuestiones administrativas de escaso impacto económico, el análisis de la pobreza energética relaciona la disponibilidad de energía con otros hechos que la acompañan. Victoria Pellicer señala tres elementos principales como los causantes de este fenómeno: 1. Disponer de bajos ingresos. 2. Habitar viviendas con baja calidad de eficiencia energética. 3. Incremento en los precios de la energía. No debe de sorprender esta interrelación entre condiciones generales de vida y pobreza energética. En definitiva, lo que pone al descubierto el fenómeno de la pobreza energética no es otro que el hecho cierto de que el mercado no es una institución inclusiva, por lo que no cabe esperanza de que a partir del reforzamiento de los mecanismos de mercados se puedan resolver estos problemas.
Por ello, ganan importancia las iniciativas de economía social que buscan la autosatisfacción de las necesidades de los consumidores de energía en marcos de colaboración donde el beneficio social esté por encima de la búsqueda de beneficios económicos inmediatos. En esta dirección, como indican Pablo Cotarelo y Sebastià Riutort, frente a la cortedad de miras de las administraciones españolas, existen marcos legales como el de las cooperativas en España o las REScoop europeas que permiten sustituir el papel de cliente-consumidor como la opción central y única posible de implicación de los ciudadanos en el sistema de provisión energética, a partir del empoderamiento de las personas e impulsando la gestión democrática de la energía, hacia un escenario de prosumidores (productores y consumidores, simultáneamente).
Tras este recorrido, apoyado en el Dosier de Economistas sin Fronteras, queda clara la importancia e incluso la urgencia de un debate riguroso sobre el futuro energético en el que se reconozcan los resultados positivos pero también la insuficiencia de las medidas adoptadas, no por su eficacia inmediata sino por la acumulación de dificultades para el cambio que el actual modelo de producción y consumo ofrece. Hay un amplio espacio para las iniciativas de fortalecimiento de las capacidades sociales, las medidas de apoyo a la introducción de nuevas tecnologías en el sector que en definitiva, faciliten la transición energética hacia un modelo más sostenible y con menos costes sociales. En otras palabras, hay que romper el silencio energético.
José Manuel García de la Cruz, profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Consejo Editor de Dossieres EsF.
Fuente: http://ctxt.es/es/20170405/Firmas/12001/Union-europea-energia-sostenibilidad-oligopolios-pobreza.htm