El profesor americano Paul Ehrlich escribió en 1968 su libro «La bomba poblacional», en el que presagiaba cientos de millones de muertes por hambre en los años 70 y 80, debido a una combinación de factores entre los que destacaba la explosión demográfica. Obviamente, su análisis no resultó acertado, pero se sumó a la lista […]
El profesor americano Paul Ehrlich escribió en 1968 su libro «La bomba poblacional», en el que presagiaba cientos de millones de muertes por hambre en los años 70 y 80, debido a una combinación de factores entre los que destacaba la explosión demográfica. Obviamente, su análisis no resultó acertado, pero se sumó a la lista de maltusianos que vienen advirtiendo de los límites para atender los crecimientos poblacionales, y que, aun errando en la concreción de fechas y en sus acongojantes predicciones, acertarían en la premisa básica de que los crecimientos exponenciales, de no ser frenados, tienen trágico final, en un Planeta finito. Así como la válvula de escape que supuso la colonización americana y del resto de continentes influyó para desbaratar la también errada predicción de límites poblacionales que hizo el economista y clérigo Thomas R. Malthus para la empobrecida población europea del Siglo XVIII y XIX, en el caso de Ehrlich parece que éste no tuvo en cuenta la explosión de productividad de la revolución verde agrícola. Efectivamente, está siendo la Revolución Verde, ese extraordinario fenómeno de la introducción de fertilizantes y pesticidas derivados de las circunstancias y aplicaciones militares de las contiendas del Siglo XX, añadido a la mecanización abrumadora del trabajo en el agro, la producción con híbridos más resistentes, la extensión de la superficie agrícola, etc., la protagonista, junto a la extensión de las vacunación, medidas de higiene básicas, y otros importantes factores, de que la población haya seguido creciendo exponencialmente. De hecho, desde los años 70 hasta la actualidad, en un periodo de poco más de tres décadas, el Planeta ha sido testigo de la duplicación del número de humanos que la pueblan.
La extraordinaria abundancia que trajo la revolución agrícola, uno de cuyos mentores, el también americano y Nobel de la Paz Norman Borlaug, permitió, entre otras cosas, por ejemplo, que la producción mundial de granos se multiplicara por cuatro desde los años 50. La energía y transporte baratos – algo que ya está comenzando a ser pasado – hicieron lo demás, distribuyendo y llenando almacenes y después supermercados o agencias alimentarias de medio Planeta, con una perfecta cadena ininterrumpida de frío que suministra proteínas a poblaciones que en su vida han visto una vaca de forma real. Probablemente nunca ha habido tanta abundancia alimentaria como en este periodo de la Historia de la Humanidad.
Ahora parece que llegamos a una era de hambrunas, fruto de que el modelo anterior, generoso inclusive para muchos pobres en época de abundancias, se vuelve siniestro cuando se encuentra ante límites, que son múltiples y complejos: se prodiga la cruel especulación que, aunque siempre existió, exacerba ahora sus efectos con las estrecheces, incrementando diferencias sociales; las malas cosechas, que también existieron siempre, pero que hoy se hacen más dramáticas con el doble de población, y que amenazan convertirse en crecientes con el escenario del calentamiento global; agotamiento de la capacidad de crecimiento de la superficie de tierras arables, especialmente en la diferencia entre tierras agotadas o erosionadas por la intensificación agrícola y aquellas nuevas que se pueden incorporar a través de la deforestación, etc; también la decreciente disponibilidad de agua dulce que traen las sequías o la sobreexplotación de acuíferos; la disposición de superficie cultivada de cereales, caña de azúcar y otros cultivos para alimentar coches, o para la creciente dieta cárnica de los más ricos, hoy en los cinco continentes, que tenemos más dinero que los pobres y así podemos comer animales que comen cereales; los límites cada vez más cercanos, cuando no ya decrecientes, de los rendimientos de la agricultura intensiva; o los precios crecientes de los combustibles y demás insumos (fertilizantes, maquinaria, etc.), fruto de una era de costes fijos crecientes debido, como factor esencial, al fin de la energía barata y a una demanda insaciable.
Todo ello alimenta el Hambre, y genera disturbios, racionamientos, etc., porque los alimentos se encarecen. Entendamos la especulación financiera con materias primas, pues, como una consecuencia más de este ajuste creciente entre oferta y demanda. Nos preguntamos si alguna otra revolución agrícola vendrá a rescatarnos de este tremebundo escenario. Pero, mientras tanto, parece claro que aquellas zonas del Mundo que puedan disponer de más alimentos producidos localmente con menos insumos (no hay que olvidar que la energía del transporte y procesamiento de los alimentos será cada vez más cara para los lugares importadores) tendrán mejor destino final en esta nueva Era de las Hambrunas, que no conoce de fronteras, como así nos advirtió Malthus en su Primer Ensayo de la Población, Ehrlich hace unas décadas, y hoy nos lo recuerdan las revueltas por el precio y acceso a los alimentos, que se suceden en decenas de países del Mundo. ¿Existió una prioridad mayor que atender, y también un extravío mayor como el que vivimos peligrosamente en estos días de ominosas advertencias?