Llega la hora de la escenificación. El acuerdo político no se presenta ante el Congreso; se escenifica. El contenido se sustituye por el titular; la retórica elaborada, por el aspaviento; y lo que importa es machacar al adversario, ya que es la única manera efectiva de abrir el informativo de la noche. Así de certero […]
Llega la hora de la escenificación. El acuerdo político no se presenta ante el Congreso; se escenifica. El contenido se sustituye por el titular; la retórica elaborada, por el aspaviento; y lo que importa es machacar al adversario, ya que es la única manera efectiva de abrir el informativo de la noche. Así de certero es el diagnóstico del presidente de las Cortes españolas en esta legislatura, Manuel Marín, quien habló de la caricaturización de la política, tendencia que conduce a su progresivo descrédito ante la ciudadanía -a la abstención y al pasotismo-; a que se dé por sentado que los programas electorales se pueden incumplir sistemáticamente, y que nos embarca en una deriva democrática cercana al modelo berlusconiano de la vecina Italia. Y yo regreso a casa encantada de haberlo escuchado por coincidir en gran parte con sus análisis, pero constatando desilusionada que una vez más, un hombre cabal, el tío que más escucha en España -así al menos se define él mismo-, tenga que retirarse de la vida política por no sentirse querido por su propio partido.
La palabra «escenificar» es hoy mucho más que un sinónimo comodín de los muchos que utiliza la prensa; es ni más ni menos que un símbolo precioso del tiempo que nos toca vivir, el tiempo del escaparatismo y de la forma hueca por encima del discurso y del argumento. Para tener espacio en la pequeña pantalla y obtener audiencia, la propuesta política compite en franca desventaja con las palizas grabadas por algún energúmeno con su móvil, el partido de cualquier liga europea, el divorcio de un famoso, o las persecuciones sin medida a una conocida folclórica; y, por ello, ha acabado por adoptar su misma tipología formal, basada en la simpleza del contenido y en la búsqueda del impacto visual. La clase política vaga desconectada de la realidad de la gente mientras se recrea en mirarse el ombligo, y es mucho más rentable políticamente conseguir un tiempo en televisión que trabajar muchas horas en una ponencia en el Parlamento. Se instala la bronca permanente como método; y es precisamente en las épocas de crispación cuando se impone el modelo de político rudo y agresivo, como observó Manuel Marín.
Esta interdependencia entre el lenguaje audiovisual y la política se está saldando con la victoria de lo mediático a costa de la pérdida de complejidad y de sustancia de los mensajes que le llegan a la audiencia. También el reciente Nobel de la Paz, Al Gore, ha alertado en su último libro, El ataque contra la razón, del peligro que supone para la democracia la ausencia de debate razonado y de noticias serias en los grandes canales de televisión, sobre todo porque son la principal fuente de información de los ciudadanos. Por ello, a pesar de la expansión del sistema educativo y del bombardeo mediático la ciudadanía está cada día menos informada y más desinteresada del devenir político. En este contexto se entiende que de la última Cumbre Iberoamericana lo único que quede en la retina de los telespectadores sea el exabrupto del Rey, y ni una palabra de las conclusiones del encuentro porque éstas últimas carecen, al parecer, de atractivo televisivo; cabe preguntarse si hubiera tenido algún eco la reunión de no haber tenido lugar el conocido incidente. O el fenómeno genuinamente español de sustituir a los periodistas por políticos en los debates, posicionados a uno u otro lado de la trinchera partidista, lanzados a pelear como «mediáticos combatientes» -así los llama Marín-, una vez desterradas la heterodoxia, la complejidad ideológica y la crítica razonada.
En este marco de degradación, se diluye a toda velocidad el incuestionable papel de servicio público de la televisión; las cadenas públicas y privadas informan de los asuntos políticos del mismo modo que si se tratara de un espectáculo de boxeo; se mezclan sin recato información y opinión; y se ejerce el periodismo desde la fe ciega a uno u otro partido, sin espacio posible para la crítica hacia el que presuntamente te da cobijo. El traspaso de las formas audiovisuales al mundo de la política desacredita a quien la ejerce, convertido en marioneta al servicio del espectáculo, y causa un profundo daño a la propia democracia, en este camino de estupidización.