El Este, una masa crítica sin precedentes en población, PIB y recursos, está cimentando su papel como el nuevo centro de gravedad global (El Tábano Economista)
En noviembre de 2025, la administración Trump publicó la Estrategia de Seguridad Nacional (NSS, por sus siglas en inglés), un documento que pretende ser una hoja de ruta para restaurar la grandeza estadounidense, pero que, bajo su retórica de fortaleza, revela las fracturas profundas de un imperio en retirada calculada. Firmado por un presidente que regresa al poder con la misma consigna, pero con un mundo radicalmente transformado, el texto proclama un giro radical hacia el «America First», condenando el globalismo de la posguerra fría como un error histórico que diluyó la soberanía y desangró la prosperidad estadounidense.
A primera vista, la NSS parece un correctivo audaz, una medicina amarga pero necesaria: promete reindustrialización, control fronterizo total y una paz impuesta mediante una fuerza disuasoria abrumadora. Sin embargo, un análisis que vaya más allá de la superficie retórica expone una paradoja fatal. Sus falencias estructurales, su miopía histórica y su repliegue agresivo no están diseñados para revertir el declive, sino para gestionar su caída mientras se extrae el máximo beneficio de lo que queda. El documento no es un plan para competir, sino un síntoma de derrota anticipada, una admisión velada de que el centro de gravedad del planeta ya se ha desplazado hacia el Este.
El enfoque obsesivo de la estrategia en “nuestro” hemisferio occidental —resucitando el cadáver político de la Doctrina Monroe con un «Corolario Trump»— es el núcleo de su ilusión y su principal error de cálculo. Reduce a América Latina y el Caribe a la categoría de patio trasero, un espacio meramente extractivo para minerales críticos y energía barata, mientras desecha a una Europa considerada decadente y debilitada, sin retirarse por completo de los mecanismos de la OTAN. Este repliegue continental sólo sería viable bajo un escenario político en disputa: la victoria total y duradera del soberanismo sobre el globalismo en las guerras culturales e institucionales de Estados Unidos y Europa.
Pero esa es una batalla que se libra en el contexto de sociedades profundamente divididas, donde las élites financieras y el complejo militar-industrial aún controlan los flujos de capital y la agenda de seguridad. Mientras Washington se enreda en estas disputas domésticas, el ascenso del «Este», un eje llamado Suroriente Asiático (las tres Asias) cohesionado no por una alianza formal, sino por intereses complementarios y una hostilidad compartida hacia la unipolaridad, proyecta un dominio económico y tecnológico que deja a Estados Unidos sin espacio relevante, salvo en el ámbito de la confrontación militar o en un impasse cada vez más costoso con Pekín. Latinoamérica, atrapada entre la deuda con instituciones occidentales y el comercio sin condiciones políticas de China, emerge como el gran campo de prueba de esta transición, el perdedor potencial si no logra navegar con una agilidad que nunca le permitieron tener.
La sección dedicada al hemisferio occidental es un ejercicio de nostalgia imperial disfrazada de pragmatismo. Al invocar un «Corolario Trump» a la Doctrina Monroe, el documento afirma que Estados Unidos debe asegurar una «estabilidad razonable» en la región, un eufemismo para un control que prevenga migraciones masivas, combata el narcoterrorismo y, crucialmente, excluya «incursiones hostiles» de potencias extrahemisféricas como China y Rusia.
Esta formulación es un anacronismo geopolítico. Su lógica subyacente es puramente extractiva: garantizar el acceso a recursos claves, como el triángulo del litio, el cobre andino, el petróleo venezolano o el gas boliviano, presentados como materias primas esenciales para la fantasía de la «reindustrialización» estadounidense. La retórica de «cadenas de suministro seguras» y «acceso continuo a ubicaciones estratégicas» no puede ocultar la esencia de la propuesta: reducir a las naciones latinoamericanas a la condición de proveedores subordinados, donde la soberanía nacional es un inconveniente que debe ser gestionado, no un principio que deba ser respetado.
En lugar de abordar estas causas, la estrategia enfatiza la necesidad de «excluir la propiedad extranjera de activos clave». Lo que esta obsesión excluyente ignora es la realidad material sobre el terreno: China ya es el primer socio comercial de la mayoría de los países sudamericanos, con un intercambio bilateral que supera los 500.000 millones de dólares anuales. Pekín ofrece infraestructura, financiamiento y mercados sin las condicionalidades políticas y las crisis de deuda recurrentes que históricamente han acompañado a los paquetes del Fondo Monetario Internacional y el Consenso de Washington. El Departamento de Estado ofrece un retorno a la doctrina del patio trasero; Pekín, al menos en el discurso, ofrece una asociación Sur-Sur.
El desdén de la NSS hacia Europa es igualmente revelador. En sus páginas, el continente es descrito como carente de «confianza civilizacional» y parasitario de la potencia militar estadounidense. La viabilidad de toda esta arquitectura estratégica descansa sobre una premisa interna frágil: la victoria definitiva del soberanismo sobre el globalismo en el corazón de Estados Unidos. Esta es una batalla lejos de estar ganada.
Este forcejeo ocurre en el contexto de un déficit fiscal estructural que supera los dos billones de dólares, lo que limita severamente los fondos disponibles para la prometida reindustrialización. El resultado es un estímulo económico estadounidense que, en la práctica, se canaliza de manera errática y contradictoria dependiendo de las elites ganadoras de la guerra en subsidios masivos a industrias como semiconductores, impulsados por el pánico a perder la carrera tecnológica con China.
Esta iniciativa coexiste con recortes sociales y un complejo militar-industrial que exige un gasto récord, todo ello sin un plan de desarrollo nacional integral. El Estado actúa, pero lo hace como un instrumento capturado por intereses privados en competencia, subsidiando beneficios corporativos en sectores estratégicos —muchas veces con cadenas de suministro que aún pasan por China— en lugar de ejecutar una planificación coherente para el interés nacional a largo plazo.
Este caos doméstico contrasta de manera brutal con el mecanismo de ascenso del Este, que no se presenta como un bloque monolítico sino como un núcleo de poder dominante que deja poco espacio para la influencia estadounidense. La probabilidad de que Este, el eje oriental, articulado a través de la Organización de Cooperación de Shanghái, el triángulo Rusia-India-China y los BRICS+ se consolide como el núcleo económico global para 2030 se estima entre el 70 % y el 85 %. Representaría alrededor del 50 % del PIB mundial. El desarrollo económico y tecnológico del siglo XXI pasa, de manera casi inexorable por Asia, impulsado por su demografía abrumadora (el 60 % de la población mundial), su capacidad de innovación acelerada (China ya lidera en patentes de inteligencia artificial y computación cuántica) y la densidad de su comercio intrarregional, que ya hace palidecer a los flujos transatlánticos.
La cumbre de la OCS en Tianjin, en agosto de 2025, fue un hito en esta consolidación. Allí se enfatizó la multipolaridad no como un eslogan, sino como una arquitectura en construcción, facilitada por un deshielo notable entre India y China, con acuerdos para desescalar tensiones fronterizas y profundizar el comercio, con Rusia actuando como un mediador energético y estratégico clave. Los acuerdos abarcan una cooperación ampliada en seguridad, interconexión energética y, de manera crucial, en los mecanismos para desdolarizar el comercio, cubriendo ya al 40 % de la población mundial y al 30 % de la economía global. Este proceso fortalece un continente asiático integrado y sirve como un poderoso contrapeso a las alianzas occidentales como el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral, Quad, que empiezan a parecer reactivas y defensivas.
Es en este contexto donde la llamada Doctrina Primakov encuentra su verdadera reencarnación y significado. Concebida originalmente por el estadista ruso Yevgeny Primakov como una respuesta diplomática a la unipolaridad de los años 90, proponía un «triángulo estratégico» entre Rusia, India y China para equilibrar el poder de Washington. Hoy, lejos de ser una reliquia de la Guerra Fría, se ha revitalizado como el principio organizador tácito de una nueva era.
Revivida por las políticas agresivas de la administración Trump —como la imposición de aranceles del 50 % a productos indios—, la doctrina ya no busca simplemente gestionar un concierto de potencias que incluya a Estados Unidos, sino que promueve abiertamente una multipolaridad coordinada para contrarrestar lo que percibe como una hegemonía unilateral en declive, pero aún peligrosa. No es un bloque formal con tratados, sino una convergencia de intereses soberanos que está reconfigurando el tablero global y acelerando el realineamiento del Sur Global, desde África hasta América Latina, que pasa de ser objeto de ayuda a convertirse en proveedor estratégico en nuevas cadenas de valor.
Los BRICS+, expandidos a once miembros con la inclusión de potencias regionales como Etiopía, Egipto e Irán, encarnan este impulso. Representan el 35 % del PIB global y el 45 % de la población mundial. Su impacto se materializa a través de instrumentos como el Nuevo Banco de Desarrollo, que ya ha financiado más de 100.000 millones de dólares en infraestructura Sur-Sur, proyectando una red alternativa de conectividad que compite directamente con el modelo occidental. Se estima que este bloque concentrará el 50 % del PIB global para 2030, un eje de gravedad económica centrado irrevocablemente en Asia.
Para Latinoamérica, este juego geopolítico genera una presión existencial y una oportunidad ambivalente. Las naciones de la región se encuentran en una pinza: por un lado, el estrangulamiento de la deuda con el FMI y los mercados de capitales occidentales; por el otro, la tentación de un comercio sin condiciones y la financiación para infraestructura que ofrece China. La NSS de Trump promete una cooperación basada en la seguridad, pero su «Corolario» genera una resistencia instintiva y revitaliza viejos sentimientos antiimperialistas.
Un pivote hacia los BRICS+ ofrece una alternativa financiera y una narrativa de autonomía, pero conlleva el riesgo tangible de cambiar una dependencia por otra, intercambiando la tutela de Washington por una relación asimétrica con Pekín, donde la deuda podría tomar una forma diferente pero no necesariamente menos onerosa. El futuro de la región dependerá de su capacidad, hasta ahora elusiva, de forjar una unidad de propósito y negociar de manera colectiva, utilizando esta competencia entre gigantes para obtener cláusulas de transferencia tecnológica, industrialización in situ y un verdadero espacio para políticas de desarrollo soberanas.
El futuro que le queda al Sur Global en este duelo de sistemas es complejo y bifurcado. No será un mundo de bloques herméticos, sino de lealtades solapadas y alineamientos pragmáticos. Los países del Sur tendrán que navegar en una «no alineación activa«, negociando con ambos polos para maximizar su margen de maniobra. El modelo chino de infraestructura e intercambio comercial sin condicionalidades políticas será atractivo para regímenes autoritarios o simplemente hastiados de la tutela occidental.
Sin embargo, el riesgo de caer en nuevas trampas de deuda o de replicar un modelo extractivo-exportador, esta vez hacia el Este, es real. La oportunidad, en cambio, radica en utilizar la competencia para diversificar alianzas, acceder a tecnología en mejores términos y forzar a ambos gigantes a ofrecer más que simples commodities por recursos primarios. África, con su juventud y sus minerales críticos, y América Latina con su energía, alimentos y reservas de litio, no están condenadas a ser meros proveedores. Podrían, si actúan con una agencia colectiva que históricamente les ha sido esquiva, convertirse en centros de procesamiento y manufactura intermedia, integrados a las nuevas cadenas de valor que se están definiendo entre Asia y el resto del mundo.
La Estrategia de Seguridad Nacional de 2025, con todas sus falencias y su arrogancia miope, es menos una hoja de ruta para restaurar la grandeza estadounidense y más un epitafio anticipado para el orden unipolar. Su efecto más probable no será el «America First» triunfante, sino la aceleración frenética de la multipolaridad que tanto teme. Solo una victoria total y duradera del soberanismo en las entrañas de Washington y Bruselas podría darle viabilidad, y esa es una apuesta cada vez más remota.
Mientras tanto, el Este consolida su dominio económico, tecnológico y demográfico. A Estados Unidos no le queda más que un replanteamiento radical de su lugar en el mundo, uno que acepte la igualdad soberana y la cooperación en lugar de la imposición. De lo contrario, su elección será entre una marginación irrelevante o una confrontación catastrófica, dos caminos que, desde el prisma de la NSS de 2025, parecen estar peligrosamente cerca de converger. El futuro se escribe en Asia, y el resto del mundo, desde Europa hasta Latinoamérica, está aprendiendo a leer el nuevo alfabeto del poder.


