Con el ataque militar a Ecuador, la activación de la IV Flota, el golpe militar en Honduras y la iraquización de Colombia (bases militares), Washington ha reimplantado por la fuerza la Doctrina Monroe en América Latina. El reciente rechazo del Senado paraguayo a la adhesión venezolana al MERCOSUR coronó esos esfuerzos de la bota militar […]
Con el ataque militar a Ecuador, la activación de la IV Flota, el golpe militar en Honduras y la iraquización de Colombia (bases militares), Washington ha reimplantado por la fuerza la Doctrina Monroe en América Latina. El reciente rechazo del Senado paraguayo a la adhesión venezolana al MERCOSUR coronó esos esfuerzos de la bota militar yanqui mediante un importante triunfo político. Tales éxitos de la dupla imperial Bush-Obama, logrados en poco más de un año, no hubieran sido posibles sin la incapacidad estratégica de los gobiernos «bolivarianos».
Para lograr sus éxitos Washington diseñó un paradigma militar-mediático que le concedió la iniciativa estratégica en ambos campos. Ejecutaba sus jugadas sincronizadas en el tablero de poder latinoamericano, sin que los gobiernos de centroizquierda lograsen descifrar ni la sofisticación ni la dimensión de la amenaza. Fueron siempre tomados por sorpresa y colocados a la defensiva, simplemente reaccionando y reaccionando de manera individual, sin capacidad de previsión y, mucho menos, de prevención de las ofensivas enemigas.
La Casa Blanca, apoyada por sus cómplices europeos, instrumentó su ofensiva en los dos campos de poder donde no puede ser vencido: el militar y el mediático. Geopolíticamente, avanzó vía el Bloque Monroeista del Pacífico (BMP), conformado por países centroamericanos, Colombia, Perú y, en parte, Chile. Ante este paradigma de intervención la única defensa bolivariana posible hubiera sido una contraofensiva colectiva del Bloque Bolivariano que enfrentara políticamente el centro de la agresión, Washington —arriesgando la ruptura abierta— y que castigara económicamente a su avanzada militar, el gobierno de Uribe-Santos. Al no actuar de esa forma, omisión, cuya grave responsabilidad histórica recae principalmente sobre el gobierno brasileño, el monroeismo ha avanzado como un cáncer letal que proyecta matar al Bolivarianismo dentro de dos años (2011), liquidando a su centrum gravitatis, la presidencia de Hugo Chávez.
El momento crucial para enfrentar la ofensiva general de Washington se dio con el ataque militar a Ecuador. Las ventajas mediáticas, jurídicas y políticas, que esa fragante violación de la soberanía ecuatoriana proporcionaba al Bloque Bolivariano eran inmejorables. Al violentar el gobierno colombiano la escena del crimen, removiendo y modificando la evidencia forense, hecho reconocido por la propia policía colombiana, el Bloque Bolivariano debía haber invocado la doctrina judicial universal de la inadmisibilidad de evidencia contaminada (tainted evidence) en una corte de ley.
Frente a los aparatos policíacos internacionales, la aplicación de este principio forense hubiera significado la negación de cualquier colaboración respectiva, advirtiéndose inclusive la posible ruptura en bloque con esas estructuras policíacas internacionales, controladas por Washington y Bruselas, ante presiones indebidas. Al no invocar ese axioma jurídico y la consiguiente advertencia de ruptura, los gobiernos de Quito y Caracas se convirtieron en rehenes pasivos de las subsiguientes campañas mediáticas chantajistas que Washington desata cuando le conviene.
El grave error de no enfrentar de manera jurídica-ofensiva la agresión militar de Washington-Bogotá a Ecuador, se repitió en lo político-económico. Presionado por dos cercanos aliados, Hugo Chávez tuvo que jugar al mediador y levantar las sanciones económicas contra Bogotá, dejando aislada la digna posición de no-reconciliación de Rafael Correa. La resolución de Santo Domingo, a su vez, consagró la impunidad, absolviendo a los dos perpetradores principales de la agresión (Bush y Uribe), sin cobrarles costo político ni económico alguno. Con este triunfo de la política del appeasement (oportunismo), que la historia no absolverá, la puerta al regreso de James Monroe quedaba plenamente abierta. No tardó mucho el Uncle Sam (Tío Sam) en pasar por ella. Le tocó el turno a Honduras.
El mismo patrón de tibieza o, mejor dicho, cobardía política de la nueva clase política desarrollista latinoamericana, practicada en Santo Domingo, se repite ante el coup d´etat en Honduras y la conversión de Colombia en un protectorado militar del Comando Sur. Mientras el pueblo hondureño enfrenta heroicamente a los gorilas locales de Washington en la calle, los gobiernos latinoamericanos de centroizquierda hacen, esencialmente, nada. No solo se mostraron incapaces de detectar el golpe a tiempo, ahora se muestran sin voluntad real para cortar el nudo gordiano del problema.
La solución al problema de la dictadura militar se encuentra en Washington, en la presión pública y colectiva de los gobiernos latinoamericanos sobre el gobierno de Obama, para que se defina ya. Si los gobiernos latinoamericanos no se atreven a cobrarle un alto costo político al «Presidente del Cambio y de la Esperanza» por su de facto complicidad con el coup d´etat —congelando las relaciones con su gobierno— el monroeismo ganará la batalla. Y la misma disyuntiva debe plantearse ante Uribe, explicitándole los costos políticos y económicos de la sumisión santanderista ante el imperio. Pedirle explicaciones sobre las bases militares estadounidenses en Colombia en una próxima reunión de la Unasur, es ridículo; de hecho, tan ridículo como el circo de la OEA instrumentado con el corredor imperial Oscar Arias. No es más que una finta seudo-diplomática de los gobiernos desarrollistas para engañar a las masas latinoamericanas sobre la verdadera gravedad de la situación, mientras el cáncer monroeista avanza.
Es la hora de la Batalla de Ayacucho, donde el virrey español La Serna, con el doble de tropas del Gran Mariscal de Campo Antonio José de Sucre y una abrumadora superioridad de artillería, aplicó la Guerra de Desgaste al Ejército Libertador del Sur; obligándolo a constantes movilizaciones reactivas en una guerra de movimientos. El Mariscal Sucre, decidido a no caer en el juego del enemigo, enfrentó esa estrategia con la estrategia de la batalla decisiva, es decir, la batalla que decide la guerra. El 8 de diciembre de 1824, en la pampa de Junín forzó a los realistas a presentar batalla. Su gloriosa victoria puso fin al colonialismo español.
Estamos, de nuevo, ante el escenario de una Guerra de Desgaste de fuerzas imperiales-oligárquicas muy superiores. Pero, esta vez, en calidad de huérfanos, sin el Gran Mariscal Antonio José de Sucre, sin el General Simón Bolívar y sin el General San Martín. Es decir, sin liderazgo ni vanguardia latinoamericana.
¿Qué hacer ante tal situación? ¿Abandonar la lucha? No, hay que mantener la máxima unidad posible, crear la vanguardia unificada latinoamericana y recuperar la iniciativa y el rumbo estratégico que los gobiernos desarrollistas han perdido. Y no solo los gobiernos. Es tiempo de que los grandes movimientos sociales, como el MST en Brasil, y los intelectuales de Estado, como la Red «En Defensa de la Humanidad», se autoasuman como sujetos estratégicos del cambio, dejando su papel subordinado ante los gobiernos respectivos, de cuya simbiosis se benefician con sus agendas particulares.
Es el momento de Ayacucho. Es el momento de la grandeza de los Libertadores.