En un célebre artículo del New York American titulado «El triunfo de la estupidez», el filósofo británico Bertand Russell nos legó un pensamiento que hasta nuestros días nos da qué pensar que versa así: «el problema de la humanidad es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas». En una ocasión previa hemos hecho mención explícita de la típica bravuconería de los soberbios e ignorantes con poder, pero en el día de hoy quisiéramos reflexionar en torno al desafío que nos propuso Russell, a saber, que estamos completamente convencidos que quienes toman las decisiones que marcan nuestro rumbo a lo largo de la vida (gobernantes, dirigentes, secretarios, subsecretarios, asesores, y cuanto cargo burocrático se les ocurra) hacen gala apoteósica de su inutilidad e incongruencia, mientras que vemos las grandes mentes descubridoras, creativas y desafiantes bajo el yugo del silencio de una servidumbre voluntaria que parece aclamar desmedidamente la mediocridad intelectual.
En palabras del gran Aristófanes, podríamos reafirmar que su máxima «la juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con educación y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez dura para siempre». ¿Por qué tiene tanto poder y preeminencia la estupidez? Pues bien, intentemos deshilachar este problema. El vocablo «estúpido» proviene del latín «stupidus» y del verbo «stupere» que significan «estar aturdido» o «paralizado». Estupenda descripción inicial: el estúpido, como buen aturdido, no tiene chance alguna de escuchar atentamente a absolutamente nadie, puesto que su postura respecto a la comunidad que tiene que soportarlo es completamente egoísta y cerrada (egocéntrica e individualista). Ya la palabra nos da un gran indicio de comprensión: estar mareado, aturdido e inmovilizado es la postura excepcional para describir a una persona que, pudiendo aprender algo de otros, decide creer en el mito del autoconocimiento absoluto y descartar cualquier atisbo de colaboración intelectual por cualquiera que lo rodee.
Es imprescindible aclarar en este punto que en el pasado se le decía «estúpidos» a toda persona que tuviera algún tipo de discapacidad o dificultad de aprendizaje. Por suerte, en nuestros días ya no está permitido referirse a esas personas de esa manera, dejándonos el mote disponible exclusivamente a quienes realmente les corresponde: aquellos que pudiendo no ser imbéciles, optan serlo por decisión propia y convicción personal.
Ahora bien, es interesante que tratemos de comprender por qué los estúpidos, a pesar de su inestabilidad fundante, se sienten tan seguros de sí mismos y por qué reciben tanto crédito por parte de la sociedad. En este punto tenemos que recurrir al gran Sócrates (470 a.C – 399 a.C), a quien se le atribuye la frase “sólo sé que no sé nada”, la cual se deriva de la interpretación de un pasaje de la obra platónica “Apología de Sócrates”. Querefonte, amigo del enjuiciado filósofo precitado, asiste al oráculo de Delfos para averiguar si cabe alguna posibilidad de que exista alguien más sabio que Sócrates. Al recibir el resultado que la pitonisa de Apolo deja entrever indicando justamente que no hay nadie más sabio que Sócrates, éste, incrédulo, puesto que pensaba que no sabía nada, decide implementar un experimento social: consultaría a todos los especialistas que disponían de cierto reconocimiento, fama y calificativo de sabio, cada uno en su rama, para verificar aquello que el oráculo había sentenciado. Lamentablemente, el resultado de su investigación le terminó dando la razón a la profecía: todos los “sabios” entrevistados estaban bastante flojos de papeles y no podían dar fe de lo que decían saber en profundidad. La moraleja de este relato radica en que el más sabio lo es justamente porque es capaz de reconocer su ignorancia. A ello hay que añadir un detalle que no es menor: esa “ignorancia” tiene que ver con el reconocimiento de una realidad digna de ser conocida, pero inabarcablemente inmensa por un solo pensante, revela el desafío concreto de la vida sabia: jamás se deja de aprender.
En las antípodas de dicho desafío, el perfil clásico del bravucón estúpido se caracteriza básicamente por hacer gala de lo poco que conoce y de la nula necesidad que tiene de aprender un poco más. Visto así, suena horrible ¿verdad? Ahora bien, en el plano de la praxis es apabullante y escalofriante ver cómo en nuestra sociedad (y esto es un problema global) se ha naturalizado la banalidad que propicia la estupidez de la petulancia ignorante que no sólo retrasa en términos epistémicos, sino que entorpece seriamente, en términos políticos porque, hay que decirlo, contamos entre nuestros máximos exponentes y altos representantes de la estupidez aquellos que suelen tener un bolígrafo cuya firma condiciona nuestra existencia mediante decisiones cruciales.
Siendo estrictamente fiel a la etimología precitada del término “estupidez”, el gran Ortega y Gasset inventó un neologismo espectacular para poder comprender la actitud prototípica de la abulia que produce el abrazar la ignorancia con tanto amor. Precisamente llamó “hemiplejía moral” al estado intelectual simbólico en el que se encuentran las personas que se auto-determinan bajo el marco de una ideología específica (él menciona, por su época, a la “izquierda” y la “derecha”, pero hoy tenemos otras variantes que cumplirían el mismo rol). Ese estado de parálisis impediría acceder a un pensamiento complejo, extenso, sensato por la limitación evidente que devela el centrar la interpretación de la vida con las gríngolas que sirven de “protector” que se suele colocar en los ojos a los caballos para que sólo puedan mirar un punto fijo y no se distraigan con el entorno.
Salir de la caverna es siempre una invitación válida y un desafío acuciante. Quitarse las anteojeras para mirar a los costados fue, es y debería seguir siendo, el único motor que intente impulsar la educación para la libertad. Como hemos podido apreciar en las líneas precedentes, no será fácil (nunca lo fue) escapar del yugo del imperio de la estupidez. Aún así, a no desanimarnos: siempre estamos a tiempo de dar el primer paso, que no es más que dejar de aceptar sin dudar nada de nadie, y mucho menos, de parte de estúpidos.
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