Hace unos meses, un médico norteamericano, el doctor Kevorkian, fue noticia porque había inventado una máquina para suicidarse. El invento no es demasiado sofisticado. Se trata de un motor eléctrico que bombea en vena una mezcla de sedantes y veneno que provoca una muerte tranquila durante un sueño inducido y que puede ser accionada a […]
Hace unos meses, un médico norteamericano, el doctor Kevorkian, fue noticia porque había inventado una máquina para suicidarse. El invento no es demasiado sofisticado. Se trata de un motor eléctrico que bombea en vena una mezcla de sedantes y veneno que provoca una muerte tranquila durante un sueño inducido y que puede ser accionada a voluntad por el paciente. Con este procedimiento se suicidó una enferma terminal, que no soportaba seguir viviendo con dolores muy fuertes y que convenció a su marido y al médico de que la dejaran morir. En estos días, el doctor vuelve a ser noticia porque, después de muchas discusiones legales y médicas, acaba de ser acusado de homicidio. Al ser procesado Kevorkian protestó contra la hipocresía judicial. «Lo primero que requiere un homicidio -arguyó- es una persona que no quiera morir y yo me limitó a proporcionar ayuda técnica para que la gente pueda tener control sobre su propia muerte». A Kevorkian le acusan de violar el juramento hipocrático pero, según su abogado, lo único que ocurre es que los médicos van perdiendo el control sobre la vida y muerte de la gente. «Es la rebelión de los consumidores», proclama. La verdad es que, en los países desarrollados, el tema de cuando acabar se está convirtiendo en complicado, tanto por esas otras máquinas de prolongar la vida artificialmente como por la toma de decisiones asistenciales al respecto.
Mucha gente se niega a mantener a sus seres queridos enchufados a máquinas de vivir y tratan de convencer a médicos y jueces para que los desenchufen. Sin embargo, la cultura sanitaria predominante, que es tan cicatera con la medicina preventiva y, sobre todo, tan discriminatoria económicamente, se niega a perder el control. En el fondo es una cuestión financiera. Al final duran más los pacientes ricos, siquiera sea porque la contabilidad hospitalaria está empezando a calcular las horas de vida artificial que se pueden costear con cargo a la seguridad social.
La creación social de la cuarta edad, los mayores de ochenta años, tiene esas complicaciones en países ricos, mientras en los pobres mueren diariamente miles de niños por causas tan obvias como el hambre, la deshidratación o la carencia de agua potable. Por eso no se entienden muy bien las ínfulas filosóficas o teológicas de los que se llaman, en abstracto, defensores de la vida, y menos, el falso escándalo de los profesionales de la medicina. La ética profesional tiene más ingredientes y es, a la vez, más comprometida. Pero el asunto rebasa los viejos escenarios del control de nuestras vidas por poderosos de uno y otro signo. Tal control está basado en una idea tan sencilla como ilegítima: «Tu vida no es tuya sino de Dios y en su nombre actúa el Estado y los médicos». La autonomía de voluntades engendrada por la modernidad no acepta tal simplificación y declara el derecho a gestionar la propia muerte.
Como decía el abogado del doctor Kevorkian, la rebelión de los consumidores ha llegado a los hospitales y bastante gente piensa que, con el modelo de familia que tenemos en el mundo desarrollado, con el tipo de autonomía individual que nos concede la civilización tecnológica y urbana, -los viejos y los muy impedidos sobran en las ciudades modernas- no vale mucho la pena durar tanto y menos si ese último período está lleno de sufrimiento y de humillaciones. El único delito del doctor Kevorkian es haber sacado las consecuencias de todo ello. Para subrayarlo, el juez de primera instancia acaba de declararle inocente.