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Texto leído en el Coloquio "la Guerra Civil Española" en 1996

La guerra de la España revisitada

Fuentes: La Jiribilla

I. España y Cuba Se acaba el siglo XX y estamos volviendo sobre uno de sus acontecimientos más descollantes. España en guerra fue puesta en el ápice de la etapa de más agudo enfrentamiento ideológico del siglo; parecía ser una batalla decisiva para el mundo. Los más grandes poetas la cantaron, el cine y la […]

I. España y Cuba

Se acaba el siglo XX y estamos volviendo sobre uno de sus acontecimientos más descollantes. España en guerra fue puesta en el ápice de la etapa de más agudo enfrentamiento ideológico del siglo; parecía ser una batalla decisiva para el mundo. Los más grandes poetas la cantaron, el cine y la fotografía la volvieron imágenes. A nadie le fue indiferente: atrajo desde las angustias de las personas decentes hasta los manejos de las grandes potencias. Después, sobre la Guerra de España se decretaron largos, diferentes y sucesivos olvidos. Y a pesar de que a ese olvido particular se le suma hoy una tendencia general al olvido que pretende ser ley, estamos aquí, aunque parezca extraño, conmemorándola. El propósito de mis palabras se limita a comentar con ustedes algunas de las reflexiones que aquel evento me provoca, a la distancia de Cuba y de 1999, aunque seguramente de otros años previos también, que eso sucede con todas las opiniones y argumentos, aun con los que creemos más actuales.

Solo unas palabras sobre esa ubicación «desde Cuba». Las relaciones tan íntimas y conflictivas entre ambas sociedades culminaron en la terrible guerra de independencia de 1895-98: Cuba tuvo que arrostrarla para lograr ser una nación, en una gesta armada de participación masiva, que fundió a las castas en que la gran esclavitud moderna para el mercado capitalista había dividido al país, y en un gigantesco holocausto. No es sano manipular la historia: los colonialistas impusieron su voluntad y llevaron a España a hacer contra los cubanos una guerra muy cruel, que incluyó la concentración forzada y el exterminio de poblaciones civiles; murió más del 20% de la población. La sociedad española aceptó esa política, y sacrificó en ella a ochenta mil de sus jóvenes [2] . Pero los colonialistas fracasaron ante la firmeza de los ideales patrióticos y la magnitud y organización de la guerra revolucionaria. La mezquina salida autonómica que ensayaron en 1898 solo podía convenir a los ricos de Cuba y de España; el pueblo cubano en armas la rechazó. La invasión norteamericana impuso entonces un final imperialista a España y a Cuba, y el gobierno español no tuvo ningún gesto postrero que favoreciera el derecho del pueblo cubano a su independencia.

Treinta y ocho años después del fin de aquella guerra, el país había recibido la más numerosa inmigración española de su historia. Una parte muy importante del comercio y la industria era controlada por españoles, pero la mayoría de los inmigrantes engrosó las filas de los trabajadores. Quiero destacar que la nación cubana tuvo fuerza suficiente para absorber una masa enorme de inmigrantes en tan breve tiempo, sin desfigurarse ni dividirse en sectores por procedencia nacional [3] ; y llamo la atención sobre las nuevas visiones e ideas acerca de las relaciones entre la nación y las luchas de clases que se abrieron paso en el país de la primera república [4] . Españoles tuvieron parte relevante en las organizaciones de trabajadores, desde su origen; también fue así en la difusión de ideas radicales y en la creación de organizaciones combativas. Se comprende, por todo lo dicho hasta aquí, que entre Cuba y España existían muy grandes nexos, interés por los asuntos de cada cual e influencias. Cuba vivió un profundo proceso revolucionario en los primeros años 30, y ese fue el medio que condicionó e incluso guió los sentimientos y los juicios cubanos hacia la República y la Guerra de España. Las mayorías apoyaron a la República, más de mil combatientes cubanos participaron en esa guerra, y se desarrolló en Cuba un enorme movimiento de solidaridad con la República, que influyó además de manera muy positiva en la reorganización del campo popular después de las derrotas de 1935. Este Coloquio examinará varios ángulos de esa relación, y también la herencia que dejó en nuestra cultura política.

II. La república y la guerra civil

En el siglo XX ha habido dos grandes ondas expansivas de la «izquierda» o, para ser más preciso, de un anticapitalismo actuante: la que se plasma en 1917 y llega a los años 30, y la de la segunda postguerra, que tuvo su centro en los años 60. La primera fue básicamente europea: la gran revolución bolchevique y las luchas e ideas de una izquierda radical intentaron proyectar y realizar un cambio de las instituciones y las personas que marchara hacia el comunismo, en Rusia Soviética mediante el ejercicio de un nuevo poder, en otros países tratando de establecerlo. Este movimiento ensayó mundializar su polo, y encontrarse con las rebeldías que agitaban a muchos países del resto del mundo. Después, el capitalismo se fascistiza, y la URSS se staliniza. John Maynard Keynes y Adolfo Hitler -cada uno en lo suyo- ofrecen sus soluciones para conservar el capitalismo en tiempos de crisis; la fascista lleva al mundo a la guerra más devastadora de la historia.

La segunda gran onda fue básicamente «tercermundista»: triunfaron revoluciones de liberación en China, Corea, Viet Nam, Argelia, Cuba; se extendieron los movimientos revolucionarios por América Latina, África y Asia. La perspectiva dominante acerca del mundo abandonó la creencia en una relación atraso-civilización, que sería resuelta por el desarrollo del capitalismo en cada país, es decir, por la «modernización». Se hizo visible una nueva concepción: «subdesarrollo-desarrollo» es la expresión de un sistema único de explotación y dominación, una contradicción que debe ser resuelta contra el capitalismo. El fin del colonialismo y la mundialización adolescente del neocolonialismo, y el proceso de centralización y transnacionalización del capital, encuentran notable oposición en los propios centros imperialistas, con las protestas obreras organizadas, movimientos estudiantiles y el «movement» norteamericano. La URSS y su campo europeo y de influencia mundial son retados por las herejías de liberación y socialistas que recorren el mundo.

(Por cierto, ¿cuándo habrá una tercera onda? ¿Cómo será, quiénes serán los protagonistas? Pero esto no forma parte de nuestro tema de hoy).

La revolución y la guerra en España sucedieron muy al final de la primera onda que referíamos. Factores internos fueron los decisivos, como sucede siempre. El orden de la dominación trató de pasar en 1931 de una forma de gobierno -la monarquía- a otra -la república-, haciendo los ajustes obligados, pero sin perder lo esencial de su dominio. Sin embargo, aquel orden se enredó en las tareas mismas de modernización capitalista que el país no había realizado, y en las oposiciones, agravios, intereses y sentimientos de sus grupos componentes. Pero lo determinante no fue aquella pugna entre los de arriba, sino el empuje de otros: los dominados y explotados de España, que desde diferentes grupos sociales, identidades, formas de protesta, organizaciones y entidad regional, que al ponerse en marcha fueron perdiendo la tradicional sujeción a la hegemonía y al respeto al orden vigente, una condición esencial del funcionamiento «normal» de las sociedades. Veinte años de luchas sociales y políticas en España habían sido el largo prólogo de la contienda que se iniciaría en 1936, con sus alternativas de auge popular, dictadura, caída de la monarquía, república reformadora, explosión popular y represión republicana, frente popular.

Bajo la república -en los últimos cinco de esos años- se probaron numerosos métodos y equipos de gobierno, y de acción social desde arriba, pero ellos resultaron totalmente insuficientes ante los problemas del país y la resistencia activa, las demandas y la organización de los de abajo. Estos apelaron tanto al peso de sus votos como al abstencionismo, a la huelga, la ocupación de tierras y otras acciones legales e ilegales de grupos o de masas, y hasta a una insurrección. Esas acciones populares colectivas expresaban claramente una beligerancia que exigía mucho más que las modestas reformas proclamadas por la república, y no podía tolerar que la forma de Estado y los gobiernos que habían anunciado la libertad fueran capaces de olvidarse de los campesinos y los obreros, e incluso de reprimirlos. Los sucesos de octubre de 1934 marcaron con fuego la credibilidad de la república.

Toda la vieja derecha y la «acción popular» católica se organizaron políticamente contra la República. El par de elementos disímiles formado por la vieja reacción aristocrática de castas privilegiadas y las clientelas de pobres tradicionalistas, temía mucho la emergencia de una revolución. Una nueva derecha se levantó también con la Falange Española, que buscaba un fascismo propio, que fuera español. Se preparaba una conspiración militar antirrepublicana. Toda la España que nunca aceptó el liberalismo consideraba cuestión de vida o muerte acabar con un régimen que resultaba sospechoso de abrir el camino a la subversión social. Así se desgastó un sistema político ambiguo -que tampoco tenía a su favor una tradición democrática del país-, al no poder satisfacer ni a unos ni a otros.

El triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936 le dio, sin embargo, a la república un perfil de mayor participación popular, y una aplastante ventaja en las Cortes. Pero eran las vísperas de la guerra. La acumulación de viejos rencores y rencores nuevos multiplicó la actividad de ambos campos y caldeó los enfrentamientos sociales, políticos y regionales, en un país con una gran tradición de violencia política que fue renovada con entusiasmo. Las masas forzaban la amnistía y medidas sociales, en las calles, las huelgas y el campo, y la izquierda organizada veía más cercano un poder popular, o al menos avances concretos; un nuevo Presidente de la República, liberal, parecía ser el más indicado para satisfacer exigencias populares y garantizar que no cambiara el sistema; y la reacción se lanzó a una escalada de asesinatos, bombas y una gran conspiración militar. Trabajadores y activistas practicaban acciones directas y contragolpes. Finalmente, el recurso a la guerra se volvió inevitable.

El clásico pronunciamiento militar de fin de semana del 18 de julio no podía resolver la cuestión, porque lo que estaba a la orden del día era una revolución. El gran estallido de multitudes que rechazó el golpe en las jornadas sangrientas de julio fue el certificado de la fuerza del pueblo, que al revés de lo usual, fue capaz de combatir y procurarse organización. Su actitud fue decisiva incluso frente a indecisiones en las esferas oficiales, y de sus activistas y juventudes organizadas salieron gran parte de los cuadros militares de la República. Por su parte, el éxito obtenido por los sublevados iba más allá de las fuerzas militares que se le sumaron; su capacidad de captar bases sociales mostró también que a escala del país se ventilaba una oposición fundamental. La guerra no consistió entonces, desde su inicio, en el típico enfrentamiento político entre minorías, sino en una movilización de las mayorías. Desde el primer momento muchos lo entendieron así, y llamaron por su nombre al acontecimiento: la revolución española [5] . Otros se oponían a que hubiera una revolución, entre ellos el propio presidente de la República, Manuel Azaña. Se ha escrito y discutido mucho acerca de la heterogeneidad, las actitudes y las motivaciones de las fuerzas políticas que integraron el campo republicano; quisiera solamente destacar que fue el protagonismo popular quien le dio su mayor fuerza y alcance al campo de la República.

El gigantesco choque desencadenado entre el gobierno legítimo y la exigencia de un nuevo poder que «salvara» a España comenzó a opacar la profunda disyuntiva social que estaba en su base. La violencia incontrolada y el gran baño de sangre de los primeros meses de la guerra fue el bautizo de una contienda terrible, pero hasta estudiosos conservadores están de acuerdo en distinguir entre la sed de venganza espontánea que motivó esos y otros desmanes cometidos por el campo popular, y la gran matanza organizada que ejecutaron los «nacionales» -nombre que se daban a sí mismos los sublevados-, pronto convertida en una represión sistemática en cada nueva área que caía bajo su control [6] . La fría carnicería de la contrarrevolución se extendió hasta mucho después del fin de la guerra.

III. La revolución y la guerra civil

Después de la primera etapa, se fue imponiendo el orden detrás de los «frentes» de batalla, la guerra dominó sobre la rebelión, y exigió a sus participantes la virtud de la obediencia. Dos bloques muy heterogéneos se enfrentaron en la contienda, y cada uno fue reformulado, compuesto y disciplinado durante la propia guerra. En el campo de la contrarrevolución, la unidad era una necesidad que no afectaba a la naturaleza misma de la causa defendida. Ayudado de inicio por las muertes de sus pares militares y del joven líder José Antonio, Francisco Franco maniobró con inteligencia, redujo sin dificultad a su dominio el impulso falangista y lo remitió al arsenal simbólico, y combinó el fascismo con la tradición reaccionaria y la Iglesia. Para los «nacionales» la guerra fue el esfuerzo supremo que se hacía para alcanzar el triunfo; para sus oponentes, la guerra era una instancia defensiva que les fue impuesta. En el campo republicano la unidad también era imprescindible, y nadie poseía una fuerza decisiva, pero los factores a componer tenían intereses e ideales demasiado diferentes, si de revolución se trataba. El régimen aprovechó, promovió, ajustó, coordinó, disolvió o reprimió a los impulsos diversos de la revolución popular. De esta manera, la guerra se volvió central, predominó sobre la revolución y ordenó el campo de la República; se llamó «leales» a sus partidarios, y hasta el nombre mismo del evento quedó fijado de otro modo: Guerra Civil, o Guerra de España.

Desde un punto de vista radical podrían sacarse apuradas conclusiones: la guerra mató a la revolución. Las trágicas jornadas de mayo de 1937 en Barcelona, y sus consecuencias, han sido expuestas muchas veces como el momento definitorio de esa contradicción. Para sacarle el mayor provecho posible a una experiencia que costó tanto, me parece lo más acertado indagar sobre sus circunstancias y hacerle las preguntas necesarias. Es innegable que en las grandes encrucijadas históricas el impulso libertario lleva adelante los procesos de cambio social, muchísimo más lejos que lo que creían de inicio los propios actores calificados, para no hablar de los analistas de gabinete. Pero también es innegable que solo una organización radical enérgica y unida, identificada ideológicamente, puede acometer y vencer con éxito las tareas de combate y de creación de un nuevo poder que conlleva -de manera inexorable- toda revolución. Los rasgos esenciales y la masa de problemas que trae consigo ese binomio de las revoluciones verdaderas, debería ser un elemento central del trabajo intelectual acerca de ellas, porque es un elemento central de su práctica. En esta breve comunicación solo apunto el lugar de la fuerza, la naturaleza, las contradicciones y los dilemas tremendos que siempre entraña la dialéctica de ambos impulsos.

Cuando examinamos desde hoy aquel gran evento histórico estamos obligados a establecer las formas específicas en que se dieron esos dos impulsos, el mundo espiritual de los actores, la especificidad de los hechos históricos mismos, los condicionamientos que le aportaron un gran número de factores. Y no podemos olvidar que el material que es hoy para nosotros fuente de estudio o investigación porta las huellas de las distintas posiciones políticas e ideológicas de entonces, y también de los juicios y prejuicios que se han ido acumulando por sucesivas generaciones, en países, ideologías y circunstancias diferentes. El conjunto está plasmado en una enorme suma de relatos, memorias, investigaciones, creencias, pertenencias y polémicas.

No abordo los temas que proceden de la dimensión internacional, porque los tratará aquí Aurea Matilde Fernández, experta en la historia de España y en este tema [7] . Pero necesito al menos anotar que la revolución y la guerra de España tuvieron un fortísimo condicionamiento internacional, de saldo desfavorable para la República. Italia y Alemania fascistas aportaron a los sublevados una enorme ayuda económica y de técnica militar, que pesó demasiado en el teatro de operaciones; además, Italia envió a gran cantidad de tropas regulares y Alemania nazi sobre todo contribuyó con técnicos y con la acción de su aviación. Fueron nazis los aviones que destruyeron Guernica. La complicidad del régimen portugués les facilitó mucho las vías, y una retaguardia regional. Decenas de miles de soldados marroquíes – «los moros» – pelearon en el ejército de los «nacionales». La ayuda externa fue fundamental para Franco y, en algunos momentos, decisiva.

La política de oposiciones y alianzas entre las potencias -usuales en el «concierto internacional» – estaba regida en la segunda mitad de los años 30 por la expansión y agresividad alemana, y esto fue más bien fatal para la República española. Francia y Gran Bretaña no realizaron de ninguna manera lo que se esperaría de dos grandes democracias que auxilian a una democracia vecina frente al totalitarismo, ni protegieron eficazmente sus propios intereses de seguridad. La política de «No Intervención» lanzada en agosto de 1936, ante un conflicto contiguo a ellos y que les afectaba, preludió la del «apaciguamiento» ante el nazismo. La República fue en la práctica abandonada a su suerte, porque predominaron los intereses burgueses que temían a la formación de un verdadero poder popular en España, la ilusión de que el denominador común de clase permitiría entenderse con el régimen nazi, y las más mezquinas tendencias.

La lejana URSS brindó a la república la única gran asistencia estatal recibida, en armamentos y aviones, y en técnicos militares. Pero la URSS vio a la República a través del prisma de sus intereses estatales nacionales. La «cruzada» franquista y la intervención fascista se vestían de lucha contra el bolchevismo que supuestamente trataba de imponerse en España. Que eso fuera falso -y totalmente ajeno a la URSS- no era algo importante: unos y otros procedieron en consecuencia. La URSS limitó siempre su posición, priorizando sus relaciones en Europa occidental y el equilibrio con relación a Alemania; esa actuación tuvo consecuencias prácticas negativas, y perjudicó a la ideología del movimiento comunista en sus valoraciones de la revolución española. Es justo recordar la gallarda posición del gobierno mexicano de Lázaro Cárdenas. Y a nivel de las sociedades la causa española tuvo una repercusión y una solidaridad a escala europea, americana y mundial realmente extraordinaria, que se examinará en este evento. En el ápice de ese movimiento de solidaridad estuvieron las Brigadas Internacionales, porque se ganaron las palmas de la gloria y el sacrificio.

La revolución y la guerra en España no coincidieron con un auge revolucionario europeo, sino con el trágico final del ciclo revolucionario en la URSS y con el avance impetuoso del fascismo en el continente. Era un tiempo de endurecimiento de los poderes de cada Estado, los que se aprestaban a librar o temían el choque general que fue la Segunda Guerra Mundial. La guerra en España fue también otro prólogo de esa contienda. Aunque las dimensiones internas siempre son las decisivas en los procesos históricos como el que comentamos, los intereses externos, sus pugnas y la política interna de varios países, y los grandes enfrentamientos políticos e ideológicos de aquel momento, influyeron notablemente en las posiciones y actitudes de los contendientes en España.

Por lo demás, a las ondas largas del anticapitalismo como la que yo apuntaba arriba, o a las etapas generales que los historiadores determinan después, no se les suele hacer ningún caso cuando un pueblo o una organización decididos se lanzan a luchar, y España no fue la excepción. En realidad, ondas largas y etapas históricas son solo tendencias ideales que se advierten y elaboran durante los procesos de conocimiento. Sin desdeñar su peso, es obligatorio analizar cada proceso singular como una totalidad concreta en la que el entramado interno es fundamental. Por otra parte, desconfío del recurso de convertir en explicación histórica los argumentos que fueron esgrimidos en un contexto determinado -por ejemplo, el del «eslabón más débil»-, y constato el peso que sobre la comprensión de las actuaciones y los procesos concretos pueden tener las abstracciones convertidas en dogma, como sucede, por ejemplo, con la de «revolución democrático-burguesa». En general, no comparto la posición que privilegia al determinismo en la comprensión de los eventos sociales.

En lo tocante a concepciones generales, entiendo que la tesis de Carlos Marx acerca de la creciente internacionalización del capitalismo, y sus obligados efectos sobre las luchas de clases que lo desafían, es muy acertada, como tendencia de funcionamiento del mundo social en esta época histórica. Pero no se trata de «comprobarla», mediante el «ejemplo» de la guerra de España. Todas esas «comprobaciones» y «ejemplos» de «regularidades» y «singularidades» han perjudicado mucho al marxismo, y lo que es peor, al movimiento práctico contra la dominación capitalista. El trabajo de ciencia social consiste más bien en tener muy en cuenta aquella concepción de Marx al encontrar preguntas y elaborar hipótesis para el análisis concreto, el duro trabajo intelectual que es indispensable en cada investigación social.

Volviendo a nuestro caso, salta entonces, entre otras, la cuestión de lo posible. ¿Qué revolución era posible para el campo popular en la España de 1936-38? ¿Qué era más razonable, exigir «victoria para la revolución», o «revolución para la victoria»? ¿Qué era lo acertado para congeniar la política y la ética, la efectividad pragmática y los principios que dan su naturaleza a una causa y motivan a los que luchan? ¿Qué relación de beneficios y daños aportaba el recorte del impulso libertario para adecuarlo a la razón política? Las preguntas que un día estuvieron en el fondo de las decisiones y de las angustias de los militantes, deben regresar ahora al taller del estudio. Ellas no nos darían solamente conocimiento histórico, sino alguna luz hacia las situaciones actuales, porque una y otra vez se presentan ante nosotros los dilemas de lo posible, de lo que se puede salvar y lo que es lícito sacrificar, de la conversión de lo inexistente en realidades mediante la acción y la voluntad organizadas, y los problemas -tremendos o sutiles- emergentes de los límites que encuentran la voluntad y la actuación. El análisis riguroso de las experiencias y los esfuerzos realizados por otros pueblos ofrece a todos un laboratorio valiosísimo.

IV. Revolución, guerra, sociedad

Los referentes ideológicos y políticos de los «rojos» y los «azules» en España eran los antagónicos por excelencia en el mundo de 1936. La izquierda y la derecha eran entonces los dos únicos puntos cardinales, aunque dejarían de serlo muy pronto. Una vez más habría que preguntarse qué relaciones guardaban los nombres que usaron los adversarios para designarse a sí mismos y a sus enemigos -esto es, las expresiones de sus subjetividades-, con los contenidos prácticos de sus respectivos campos y de su enfrentamiento. Digo prácticos, y no reales -si me permiten una digresión de método-, porque esas subjetividades también eran realidades, y tenían tanto peso como las que se miden o se palpan, o se creen medir y palpar.

Tal estudio nos asomaría a las motivaciones y reacciones de los que actuaron, a sus representaciones, imágenes del mundo, proyectos, ideales y valores. Fue desde ellos que enfrentaron las contradicciones en que estaban inmersos, y las resolvieron. Además de adelantarnos mucho en el conocimiento de la historia de aquel proceso español, la comprensión de los diferentes órdenes de realidades y de sus interacciones, esto es, de totalidades específicas, nos ayuda a construir productos más profundos y más capaces de sugerirnos nuevas preguntas. En la España de 1936-39, como en todas partes, los cambios sociales, las luchas y enfrentamientos políticos e ideológicos no se dan nunca sobre un suelo vacío. Solo pueden suceder inscritos en una cultura de signos contradictorios, compuesta de elementos afines y discordes, cercanos y lejanos, pero que ha sido equilibrada periódicamente en favor de un tipo específico de dominación y hegemonía, y de una forma de convivencia de características singulares. Esa cultura, y las acumulaciones culturales contenidas en su seno -que aportan, permanecen latentes o se reactivan-, son el medio en el cual sucede la política real, las ideas y sentimientos reales que mueven a las personas y a sus agrupamientos sociales. Por consiguiente, siempre se trata también de profundas luchas culturales.

La cultura de la dominación es por tanto un dato básico al tratar de comprender los conflictos y los intentos de cambios en una sociedad. Junto a las ideas y actitudes de las minorías lúcidas y despiadadas formadas por miembros de clases dominantes y por profesionales de sus aparatos, entre los que lucharon del lado de Franco o lo apoyaron existió una gama de actitudes individuales y de grupos. Enumero varias que me parecen principales: la sujeción al orden social vigente y al sentido de la vida «que siempre ha existido» -y a las imágenes del mundo correspondientes-; el deseo de ascenso social, o el de asegurar la sobrevivencia en medio de un país en crisis; las ideologías conservadoras alimentadas por la educación religiosa y ética, tanto o más que por la política; y también la creencia en una cruzada renovadora que regeneraría a España y la encaminaría hacia su destino. Jóvenes falangistas, pobres rurales y urbanos ignorantes o emprendores, mesnadas católicas, etc., formaron en las filas del «franquismo popular».

El material factual de una reflexión sobre la España que luchó por la república en 1936-39 nos lleva necesariamente al mapa social del país, a localizar a la masa de los desposeídos y los explotados, a los humillados y ofendidos; esto es, a la confluencia de la situación en que se vive con las autoidentificaciones y con la ubicación del enemigo, a los grados de organización propia o de deseo y necesidad de adscribirse. Pero conviene irnos también al mundo de las descripciones de actitudes y de vivencias. Las emociones no serán entonces asunto de anécdotas, sino materia de conocimiento. ¿Cómo comprender la resistencia y el formidable contraataque de masas de los primeros días, sin analizar su entusiasmo y su desprecio al peligro, su antigua cultura de motín, que se sobrepusieron a la tradicional resignación con que tantos políticos democráticos asisten al desenlace de un golpe militar? O sin valorar la nueva representación física de poder y de confianza que da a la gente del pueblo portar un arma, algo que cambia a las personas, atrae nuevos reclutas y crea nuevas imágenes significativas [8] .

Es necesario incluir en los análisis otros elementos. Los esfuerzos supremos en situaciones límite, realizados por tantos individuos a los que la lucha elevó y proyectó de nuevas maneras. El alcance y los límites de la cultura de rebeldía de un pueblo, expresada en comportamientos nuevos, que pueden a la vez llegar a ser muy contradictorios. Los papeles que tuvo la militancia en las actitudes individuales: la abnegación, la disciplina, la voluntad, la conciencia, la disposición al sacrificio, a servir como ejemplo y a conducir a otros, la efectividad, el heroísmo. También la extrema intolerancia que fue tan común, la ideología cerrada de blanco o negro, incapaz de ver matices y complejidades. La cooperación o la unión entre los diversos -y hasta opuestos antes de la guerra- en unos casos, y la falta en otros de fraternidad e incluso la hostilidad entre miembros de las diferentes organizaciones populares, que vivían la exclusividad de sus creencias y de sus pertenencias.

La capacidad asociativa se había desarrollado en las décadas anteriores, y sobre todo durante los años de la República. Durante la guerra, la milicia y otras formaciones armadas populares fueron organizaciones de máxima importancia, por las tareas que cumplieron y por las transformaciones que promovieron en sus miembros; en la medida en que se logró, la profesionalización del ejército canalizó esas expresiones populares en una gran fuerza, y también las sometió y disolvió. Miles de juntas y comités de trabajadores y de comunidades pasaron a ejercer poder sobre empresas y territorios, a distribuir alimentos, a sustituir el dinero por vales, a imponer un orden propio, a darle porciones de autonomía a la rica diversidad regional de España. Esos órganos participaron en las regulaciones del sistema económico en que coexistieron las colectivizaciones y sindicalizaciones con la permanencia de la propiedad privada y el mercado. Una nueva manera de vivir la vida se asomó en las experiencias y los ensayos del campo popular. La derrota de 1939 acabó con toda esa realidad incipiente, barriendo por igual a los radicales y los moderados, a la iniciativa popular y a sus críticos, e impuso un orden reaccionario sin fisuras ni tolerancia.

Otra cosa que las realidades de aquel evento es la leyenda de la Guerra de España. La leyenda no precisa de la Historia, incluso puede desentenderse de ella si le molesta. La leyenda de España ve pasar a civiles armados que vencen a militares profesionales, a una democracia de izquierda, una tradición de luchas armadas, un mar de fotos, la legalidad que sobrevive en el exilio como lección moral, y tanta emoción y mensajes en poemas, canciones e imágenes que han recorrido el mundo. España se tornó la causa más sentida de su época, heredada por los que deseaban sociedades de convivencia humana con justicia social, y un símbolo del internacionalismo militante: la acción heroica de miles de combatientes de numerosos países encarnó una instancia popular y una dimensión humana, asible, de la lucha contra la dominación y el capitalismo. La causa de la revolución española sobrevivió en su leyenda, que ha participado en la formación y la motivación de las generaciones de jóvenes que han venido después.

V. Final

Una nota personal. De niño leí la Guerra de España ya sucedida, en una colección de la revista Carteles abandonada en un traspatio. La viví semana tras semana, expuesta en centenares de fotos, mapas, noticias y reportajes, y ella tomó parte en la primera formación de mis sentimientos políticos. Cuando al fin fui a Madrid, hace unos pocos años, me hospedé en un hotel frente a la Estación del Norte. De inmediato salí, y al saber que estaba tan cerca del Cuartel de la Montaña, decidí comenzar por el principio, por donde subió el pueblo madrileño insurreccionado aquel 20 de julio, y con ellos los dieciocho, los primeros combatientes nuestros de la Guerra de España, los del Comité de Revolucionarios Antimperialistas Cubanos. Pero no encontré el cuartel. Le pregunté entonces al hombre más anciano que vi en la calle: ¿dónde está el Cuartel de la Montaña? Él me dijo: «esos terrenos pertenecen al Duque de Alba, y como le gusta la cacería, tuvo que echar abajo el edificio». Pero comprendió que mi cara y mi largo viaje necesitaban algo más que una respuesta evasiva, y agregó que el Cuartel era muy fuerte, y que resistió muy bien los bombardeos de la aviación durante la Guerra Civil. Todavía preocupado por lo que acababa de decir, añadió palabras rituales: «todo eso sucedió después del Alzamiento Nacional». Le agradecí mucho, pero tuve que caminar un rato más por los alrededores para quedar tranquilo.

Pero si la leyenda tiene su eficacia, tiene también sus condicionantes. La de la guerra de España fue estrechada por una ideología de izquierda que se fue desgastando, y por el mundo mismo que fue cambiando. Hoy estamos otra vez frente a aquel acontecimiento, pero millones creen que las ideologías se han acabado antes que el siglo XX. ¿Qué pueden ser, significar ahora, la revolución y la guerra de España? No tengo respuesta para esa pregunta. Pero abrigo la convicción de que es imposible que la gente se resigne a vivir como si fuera una maravilla la mezquindad del capitalismo de la vida cotidiana, picoteando el suelo como las gallinas. Van a volver entonces las necesidades de proyectos, y las conductas regidas por ideales. Entonces volverá el estudio de las revoluciones, porque ellas ofrecen enseñanzas a los nuevos proyectos, ejemplo a los nuevos revolucionarios, y el deseo de comenzar más allá del punto al que ellas en su época lograron llegar. Y también porque las revoluciones muestran a los que poseen o buscan ideales que existe un tiempo en que lo mejor de las personas se manifiesta y se multiplica, y una vida nueva florece entre la muerte, un tiempo en que la acción, la voluntad y la creatividad derriban las barreras de lo imposible. Llegado el caso, la revolución española seguirá ofreciéndonos lecciones y provecho.

NOTAS

[1] Versión ampliada del texto leído en el Coloquio «La Guerra Civil Española», Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 26 de septiembre de 1996, y publicado en Revista Bimestre Cubana núm. 5, La Habana,jul-dic. 1996. Revisado para esta edición.

[2] Las pérdidas cubanas en Juan Pérez de la Riva: «La población de Cuba, la Guerra de Independencia y la inmigración del siglo XX», en El barracón y otros ensayos, Ciencias Sociales, La Habana, 1975, ps. 191-208. Las españolas en Rolando Rodríguez: Cuba: la forja de una nación, Ciencias Sociales, La Habana, 1998, t. I, p. 599.

[3] En 1902-1930 entraron al país 1 280 000 inmigrantes, de los cuales 800 000 eran españoles; la mayoría se quedó. El fin de la expansión azucarera y la gran crisis económica abatieron ese flujo que caracterizó a la historia económica de Cuba durante siglo y medio; la inmigración perdió toda importancia, hasta hoy. La población nacida en el extranjero bajó del 21,5% del total en 1931, al 4,2% en 1943, por el cese de la inmigración, medidas y actos legales del período y regresos a sus países de españoles y antillanos (Julián Alienes. Características fundamentales de la economía cubana , Banco Nacional de Cuba, 1950, ps. 38-43; Leví Marrero. Geografía de Cuba, La Habana, Alfa, 1955, cap.9)

[4] El cubano Marcos Antilla acompaña al agitador español Manuel Herdoza en la anécdota de «La Guardarraya» (Luis Felipe Rodríguez, 1930), narración breve que expresa bien el ambiente de aquel tiempo.

[5] Esa constatación no se daba solo en España. «Me voy a España. A la revolución española», escribe Pablo de la Torriente el 6 de agosto de 1936, en un breve texto en que utiliza siete veces esa palabra.

[6] Los más diversos historiadores exponen esos hechos. Ver: Pierre Broué y Émile Témime: La revolución y la guerra de España. FCE, México, 1962, 2 vols.; Hugh Thomas: La guerra civil española 1936-39. Grijalbo, Barcelona, 1976, 2 vols; Pierre Vilar: Historia de España, (1946-78), Edición Revolucionaria, La Habana, s/f, cap. V.

[7] Ver su libro España contemporánea. Segunda República y Guerra Civil (1931-1939), Editorial Félix Varela, La Habana, 1995.

[8] El corresponsal francés Louis Delaprée se admira de una mujer que vuelve del mercado con su niño, su bolso y su fusil (Mort en Spagne; citado en Broue y Temime, ob. cit., t. I, p. 133)

Fuente:http://www.lajiribilla.cu/2006/n276_08/276_16.html