Habana yo sé, no podría yo jamás dejarte sola Fito Páez Ya como tendencia irrefrenable, La Habana ve pasar de mano en mano discos compactos con filmes y cortos del patio, y ve nacer su criolla filmoteca digital. Los «contrabandistas» implicados cobran sabores tales como rebeldía, desafío, oposición ingenua, placeres de cofradía y hasta la […]
Habana yo sé,
no podría yo jamás dejarte sola
Fito Páez
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Ya como tendencia irrefrenable, La Habana ve pasar de mano en mano discos compactos con filmes y cortos del patio, y ve nacer su criolla filmoteca digital. Los «contrabandistas» implicados cobran sabores tales como rebeldía, desafío, oposición ingenua, placeres de cofradía y hasta la libertad de encontrar a la gente (y a si mismos) más parecidas a lo que son. ¡La ciudad que no cabe en los discursos polares encuentra su cámara de video!
Y es que se impone, para quienes no andan la Isla comiendo y bebiendo sin saber que la andan, la necesaria codificación de angustias y pretensiones. Detenerse frente al concepto de ti mismo, no como partícula individualizada, sino como hechura de una generación pletórica de preguntas y razones, es un acto de goces múltiples, aun cuando la desazón muestre su rostro entre los corolarios posibles.
Monte Rouge, osado y simpático; Utopía, sabia y previsora; Fuera de liga, conciliadora y mítica; Noventa millas, dramática y cotidiana; encabezan, quizá, la lista de éxitos de esta nueva filmografía. Se hacen acompañar por Habana Blues, película exquisita y franca, la que, justo por estas horas, arrebata lágrimas tejidas con el fino y duradero hilo de la identidad. ¿Es acaso que la verdad arropada de pasión duele?
La historia, que al inicio parece solo una, se desdobla en muchas más, y todas de todos los días y horas de La Habana narrada. La ciudad que se debate entre concesiones y principios, dignidad y desgano, ilusiones y apremios, porque sí y porque no, se puede y no se puede más; La Habana que se debate entre lo que dicen de ella y lo que sabe de sí misma.
Ruiz, Tito, Caridad, son tan reales que pueden tener millones de nombres sin que cambie el drama que sintetizan, sin que los espectadores «clandestinos» dejen de descubrirse en los parlamentos apurados y puntuales, en las letras de las canciones bien sentidas, en las distancias de cualquier parte, en las auténticas sensualidades liberadas (de lesbiana ternura, de travestismo enfático, de belleza heterosexual) en la «lucha» por sobrevivir riendo, en los abrazos desde dentro, en las relaciones quebradas, y en las decisiones sin retorno. Habana Blues convoca porque, como sentencia la Chari en su presentación del concierto, es «una muestra de diversidad y libertad».
» Vivir es elegir», reza el cartel que anuncia minutos hondos. Pero esa elección significa frontera, significa, literal y metafóricamente, poner muchos mares frente a ti o a tus espaldas. Se trata de elegir una razón para ser vivida y resistir (hasta donde sea posible) los rigores que impone viajar con la cabeza gacha, quedarse con lágrimas erguidas o viceversa. Esa elección obliga al desgarramiento. Y duele. Esa elección significa «empezar de nuevo, sin destino y sin tener un camino cierto que me enseñe a no perder la fe», como brota de la quebrada voz de Ruiz en la escena en que se parte una misma vida que fue suya, de Caridad y Tito en tres nuevas por construir. Sin regreso. El drama primero está en las decisiones de para siempre que parecen ser el diseño de vida para los cubanos que saben llorar con Habana Blues.
Los desafíos que aderezan hoy a la Isla han sido maltratados en muchos intentos del celuloide, con trivialidad, simpleza financiada y con el consabido desinterés por hurgar en los matices de la realidad o pintarlo con la punta fina de un guión justo y el uso exacto de cámaras, luces y sonidos. Habana Blues tiene la dual cualidad de entender y mostrar. Por eso fecunda los ojos vidriosos que la visitan, por eso anda en las cabezas que la repasan horas después de haber sido poseídas por ella.
El espacio underground visitado por el ingenio de la película (bendita la cámara que recoge su legitimad) es una imagen de la revolución no institucionalizada que brota de la Isla como el magma que anuncia al volcán; la revolución que, soslayada por los decretos y el buen hacer normado, salva su autenticidad y persistencia. La misma de paralelos y confluencias, la misma de valores altos y cansados. En ese espacio de marginalidad creativa se consumen dudas para ser dibujadas en alternativas sonoras: la risa, el hip hop, las malas palabras. La necesidad de decir, aunque sea desde garages , sótanos o solares maltrechos, también discursa en esta tribuna en tiempo de blues .
La amistad es protagonista y símbolo de Habana Blues . Entre Ruiz y Tito se equilibran lo explosivo y la mesura, la dignidad y los costos. Entre ellos se impone la dependencia amiga (solidaria, entregada, hermosa). Una sola frase, franca, poderosa, que rompe el esquema de parlamentos axiomáticos a la usanza de Martín «H» (igual de válido), brota del irascible Tito: «¡no me quiero ir solo cojone!». Y es que elegir implica además, perder, dejar algo que lacera mucho porque es parte esencial del yo socializado que construiste y que debes mutilar. Es una decisión entre tus yo posibles, homologable en su drama, por qué no, a la decisión de Sofía. El consuelo que se impone es «escapar de este dolor sin pensar en lo que fue».
La Habana canta un blues con su voz de «nación cansada». Y le asiste el derecho de llorar por su propio drama, porque es bello su empeño de ser la artista «químicamente pura» de su propia creación. ¿Quién osaría ponerlo en duda? La Habana tiene el derecho de llorar por los que se van y por los que se quedan, de llorar por los que lloran cualquier distancia, porque La Habana está en todas partes, en los que la llevan consigo sin miedo a desarraigarse.
La Habana no es un verso. Quedarse o alejarse da el mismo derecho de recurrir a ella a quienes la asumen como una necesidad vital. Eso es, La Habana es una necesidad vital que, justo por estas horas, llora en los bordes del blues que hace evidente su tristeza.