Harold Meyerson pone el dedo en la llaga: «De todos los hiatos que en los EEUU de hoy separan las opiniones de la elite y de la masa, tal vez la mayor sea ésta: las elites no creen realmente que estemos todavía en fase de recesión, o acaso es que no les preocupa». Lo que […]
Harold Meyerson pone el dedo en la llaga: «De todos los hiatos que en los EEUU de hoy separan las opiniones de la elite y de la masa, tal vez la mayor sea ésta: las elites no creen realmente que estemos todavía en fase de recesión, o acaso es que no les preocupa». Lo que resulta aún más sublevante es que, tras haber sido los mayores beneficiarios de la magnanimidad del gobierno en los dos últimos años, son precisamente ellos quienes ahora despotrican contra la política fiscal «irresponsable» e «insostenible» del gobierno.
La amnesia colectiva y la depravación moral de estas elites es verdaderamente inconcebible.
¿Por qué tenemos un déficit cercano al 10% del PIB precisamente ahora, cuando sólo era del 2% hace 3 años? Las razones: el estímulo de Obama, el plan de rescate bancario (TARP) y la ralentización de la economía (que respondió a una crisis fiscal de envergadura, no precisamente causada porque el gobierno comenzara a derrochar irracional e irresponsablemente). Una economía ralentizada lleva a menores ingresos (menos ingresos = menor recaudación fiscal, puesto que el grueso de la recaudación fiscal procede del ingreso y de los tipos marginales bajos) y lleva a mayores gastos en la red de bienestar social.
Convenientemente camuflados tras todo este furor sobre el défict están los beneficiarios de esta reciente prodigalidad pública. No son, desde luego, los desempleados, ni la gran mayoría de la gente que no trabaja en el sector de los servicios financieros.
Y basta ya de ese meme ahora imperante (–el último en regurgitarlo ha sido John Heilemann en un artículo para el New Yorker Magazine: «Obama is from Mars, Wall Street is from Venus» [Obama es de Marte, Wall Street, de Venus], según el cual los costes del rescate financiero son mínimos gracias a las medidas «exitosas» emprendidas para «salvar» a nuestro sistema financiero (como si valiera la pena salvarlo en su presente configuración). Con la señalada excepción de Simon Johnson, virtualmente todos los analistas pasan por alto que nuestra deuda pública en relación con el PIB ha pasado en 2 años del 40% del PIB al 90% del PIB como consecuencia directa de la crisis de 2008.
Huelga decir que los terroristas del déficit se ven ahora reforzados por ese hecho, olvidando convenientemente sus causas subyacentes. Lo mismo vale, con la conspicua excepción del mencionado Meyerson, para los periodistas que cubren la actualidad económica. En una economía de mercado, en la que la mayoría de nosotros tiene que trabajar para tener una existencia material, las amenazas planteadas por los Pete Peterson [1] y la brigada de halcones del déficit representan un verdadero asalto a nuestro derecho a trabajar. Como observa mi amigo Bill Mitchell, «los neoliberales socavan deliberadamente el derecho a trabajar de millones de personas, forzándolas a una situación de dependencia para luego entrar a saco en el sistema de bienestar y negarles el pobre alivio que ese sistema les proporciona.»
Las elites que se desgañitan contra este gasto público (señaladamente las de Wall Street) vienen a ser como alguien que proporcionara a otro cinco cajetillas de cigarrillos al día para luego escandalizarse del hecho de que su beneficiario hubiera contraído irresponsablemente un cáncer de pulmón.
¿Qué pasará con el déficit cuando la economía mejore, si llega a hacerlo? El estímulo de Obama y el TARP, pase lo que pase, se desvanecerán en unos pocos años. El incremento de los ingresos fiscales y el gasto social caerán. Regresaremos a la «normalidad», con déficits entre el 2% y el 4%, según el estado de la economía, como así ha sido en los últimos 30 años, dejando de lado el período 1998-2001. Hasta la Oficina Presupuestaria del Congreso ( CBO) coincide en eso . ¿Pero qué pasará, en cambio, con los recortes fiscales de Bush? Pues que tendrán un impacto en el PIB de un +2% o -2%, según sean abrogados o prorrogados.
Lo cierto es que la mejor reforma para lograr la «estabilidad financiera» que podemos emprender es el pleno empleo, porque con un empleo creciente viene un crecimiento del ingreso y la consiguiente capacidad para servir la deuda. Eso significa menos impagos para los bancos y, consiguientemente, una menor necesidad de proceder a rescates públicos.
En cambio, la austeridad fiscal no recorta nada. Nuestras elites parecen pensar que se puede recortar «el gasto público despilfarrador» (es decir, reducir más la demanda privada) y recortar los salarios, y por lo mismo, los ingresos privados, sin esperar importantes efectos multiplicadores que empeoren significativamente las cosas. Se calla por sabido que ese gasto «despilfarrador» e «insostenible» nunca parece apuntar al del Departamento de Defensa, al que siempre hemos parecido ser capaces suministrar unos cuantos miles de millones de dólares: diríase que los principios de «asequibilidad» nunca han sido de aplicación para el Pentágono.
Las elites que toman decisiones políticas parecen haber adoptado la línea del FMI, según la cual los multiplicadores fiscales son relativamente bajos y los estabilizadores automáticos (que funcionan para incrementar los déficits a medida que cae el PIB) no se llevarán por delante los recortes discrecionales en el gasto neto dimanantes de los paquetes de austeridad. Hay pruebas empíricas abrumadoras de que esta hipótesis es falsa y de que la puesta por obra de políticas fundadas en esa hipótesis causan daños -que afectan a generaciones enteras- en términos de volumen de producción perdido, en términos de ingresos perdidos, en términos de bancarrotas y en términos de empleo perdido (especialmente, negando a los que salen del sistema educativo un robusto comienzo en su vida laboral).
Lo que realmente anda por detrás de todo esto es que las gentes de viso no quieren la menor intervención pública en los asuntos económicos, a menos que les beneficie directamente. Con característica ingratitud, Wall Street amenaza ahora con cortar las donaciones de campaña electoral para Obama y los demócratas a causa del propósito de éstos de promover una mayor regulación en el sector financiero. Sin embargo, cuando el gobierno interviene con rescates, Wall Street se pone a la cabeza de la cola, sombrero en mano. Nadie desea apechugar con la disciplina real de los mercados, s0i eso significa pérdidas. Quienes se hallan en el segmento superior de la distribución del ingreso no está contra cualquier tipo de intervención pública, pero están frecuentemente en contra de ciertos tipos intervenciones públicas que pudieran robustecer la posición de los trabajadores o fomentar una verdadera competencia entre las empresas privadas (en el caso de una opción pública en el caso de la reforma sanitaria, por ejemplo).
El principio del pleno empleo es el valor real que debería guiar la política económica, no el falso énfasis en unas proporciones financieras siempre en manos del sector financiero. Yo dudo mucho de que ese principio constituya la inspiración directriz de nuestro «consejo de sabios», que delibera sobre el futuro de la Seguridad y Medicare a puerta cerrada, mientras nosotros reflexionamos sobre el asunto abiertamente.
Marshall Auerback es un reconocido analista económico norteamericano. Investigador veterano del prestigioso Roosevelt Institute, colabora regularmente con New Economic Perspectives y con NewDeal2.0.
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench