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Entrevista inédita a Daniel Bensaïd

«La hipótesis de un ‘leninismo libertario’ sigue siendo un desafío de nuestro tiempo»

Fuentes: Democracia Socialista

El siguiente reportaje fue realizado por Jorge Sanmartino con motivo de la visita de Daniel Bensaïd a nuestro país en abril de 2006.

-Jorge Sanmartino: En la conferencia que diste en Buenos Aires, en la sede de CLACSO, mencionaste que la globalización no elimina los paradigmas con los cuales pensamos la política pero sí sacude todo el sistema de conceptos de la modernidad abierta en el siglo XVII. ¿En qué medida estos conceptos han sido reformulados, o mejor dicho, qué debemos reformular y qué consecuencias tiene para la lucha de clases socialista?

-Daniel Bensaïd: Sólo quería destacar la amplitud del cambio de época. Desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, los historiadores hablan mucho del «corto siglo XX», como si simplemente se hubiera vuelto a cerrar un paréntesis abierto por la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa y acabado con lo que ellos consideran «el fin del comunismo». Esta periodización permite tratar a Marx y a su herencia como un perro muerto, presentando el retorno a los filósofos liberales del siglo XVII -Hobbes, Locke- o a Tocqueville y a los «padres fundadores» de Estados Unidos como la última palabra de la filosofía política. Es notorio además que los ’90 estuvieron marcados en el debate intelectual, al menos en Europa, por la vuelta de tuerca de esta filosofía que intenta reducir la política a una moral de gestión rechazando la carga conflictiva de la cuestión social. Alain Badiou lo subrayó mucho en ¿Podemos pensar la política? (1985) y en su Metapolítica (1998), así como lo hizo Jacques Rancière en Al costado de lo político.

En realidad el problema es mucho más profundo. Lo que trastorna la globalización es el conjunto del paradigma político de la modernidad tal como se constituyó y se sistematizó, de la Revolución Inglesa de Cromwell a la Revolución Francesa: los conceptos de soberanía, territorio, frontera, pueblo, nación, derecho internacional interestatal y guerras nacionales se articularon para proporcionar el marco del pensamiento político. Hay una ilustración muy interesante de esto en el curso de Foucault sobre Seguridad, territorio y población, que se refiere justamente a este período. Lo importante es que las políticas -revolucionarias- de subversión del orden establecido utilizaron prácticamente el mismo dispositivo conceptual dándolo vuelta: ciudadanía pero social, soberanía pero popular, liberación del territorio, socialismo estatal o nacional, etc. Es totalmente banal en las relaciones de subalternidad, tal como Gramsci las entendió bien. Pero es también lo que determinó las grandes hipótesis estratégicas resultantes de las experiencias de las revoluciones rusa, china, vietnamitas, así como de las derrotas de las revoluciones alemana y española de los años 20 y 30. La huelga general insurreccional -hipótesis de Octubre- tiene por desafío la toma de la sede de un poder oficial centralizado: la capital, «cabeza» de la nación, transformada en Comuna. No solo la de París en 1871, sino también la de Petrogrado en 1917, Hamburgo en 1923, Barcelona en 1937, etc. La «guerra popular prolongada» tiene por desafío la liberación de un territorio como desenlace de un doble poder institucionalizado territorialmente. Se trata obviamente de «modelos» límite o de ideales-tipo cuya realidad presenta siempre variantes híbridas, y es por eso que prefiero el término más flexible -por estar sujeto a la prueba de la práctica- de hipótesis estratégicas.

Ahora bien; desde el inicio del contraataque y la contrarreforma liberal -los años de Thatcher y Reagan-, el debate estratégico parece haber caído a su grado cero -lo que yo llamo un eclipse de la razón estratégica- en favor, por un lado, de las retóricas estoicas de la resistencia: «mantenerse», no ceder, seguir siendo fiel, ante lo inaceptable, incluso si no se cree más en otro mundo posible. Y por otro lado, en favor de lo que yo llamo una teología del milagro circunstancial: Badiou y, bajo formas más moderadas, Holloway o Negri. Es justamente porque las categorías en las cuales se teorizaron las últimas experiencias revolucionarias, sin ser completamente permitidas, y sobre todo sin ser sustituidas, se tornan insuficientes para pensar el presente de la política. No tomaré más que dos ejemplos.

Toda estrategia implica cuestiones de espacio y de tiempo, y de relación entre ambos -lo que resumía bien la fórmula de Mao: ceder espacio para ganar tiempo-. Desde hace dos siglos, las clases antagónicas se enfrentan principalmente, no exclusiva pero sí principalmente, en un espacio estratégico común que es el espacio nacional delimitado por sus fronteras y centralizado por un Estado. Por supuesto, vivimos desde hace tiempo una pluralidad de espacios: hogar, barrio o pueblo, región, nación, continente y mundo. Pero entre estos espacios había hasta cierto punto uno dominante: el nacional. Contrariamente a lo que tienden a decir Negri y Hardt, ese espacio no desapareció. Pero si por un lado se imbrica cada vez más estrechamente a espacios continentales o mundiales, a la vez se disgrega por las llamadas políticas de descentralización. Además los distintos estratos sociales de la población tienden a evolucionar en espacios de representación y representaciones del espacio diferentes: si las élites europeas que siguen el curso de la Bolsa de Tokio y Nueva York y circulan habitualmente por los aeropuertos internacionales tienen una experiencia vivida del espacio europeo o mundial, es probable que jóvenes relegados en los guetos de suburbio y surgidos de una reciente inmigración vivan en otra dimensión de espacio.

En particular, no es seguro -dada la crisis del sistema escolar y la precariedad masiva- que ellos conciban el espacio nacional como una referencia concreta o que el espacio europeo sea algo más que un espacio monetario: su espacio vivido está más probablemente encuadrado entre el horizonte limitado del barrio o la ciudad y el espacio imaginario del país de origen -que la mayoría no conoció y al que no volverán- o de un espacio también imaginario de una comunidad religiosa. Definir un espacio estratégico común, en el cual el nivel nacional sigue siendo probablemente el eslabón decisivo, supone entonces una especie de escala móvil de los espacios estratégicos que articulan estrechamente las acciones a nivel local, nacional e internacional, más todavía de lo que los articulaba la teoría de la revolución permanente, aun siendo pionera en la materia.

Por eso, habiendo más o menos asimilado al pensamiento revolucionario los conceptos de no contemporaneidad, contratiempo o discordancia del tiempo, me parece hoy igualmente necesario pensar la producción y la discordancia de los espacios. Los trabajos de Lefebvre o David Harvey pueden ayudarnos a eso.

El segundo ejemplo a debatir, aunque habría otros, sería el del «sujeto revolucionario». No pretendo aquí -lo intenté en otros lugares- tratar sobre la pluralidad y la unidad estratégica de los movimientos sociales, sino más bien de la representación en términos de sujeto, categoría también involucrada en lo que yo llamo el paradigma político de la modernidad surgido, entre otras cosas, con el ego cartesiano. Esta categoría es en cierta medida solidaria de la psicología clásica y de su vínculo con la política: la ciudadanía, la conciencia cívica, la opinión del elector, etc. En realidad los grandes sujetos del cambio revolucionario -sobre todo las tres P mayúsculas: Pueblo, Proletariado y Partido- fueron fantasmas como grandes sujetos colectivos, en consecuencia con una discutible dialéctica del en sí y el para sí, del consciente y el inconsciente. El problema hoy debería plantearse de otro modo: cómo de una multiplicidad de protagonistas que pueden reunirse por un interés negativo común -de resistencia a la mercantilización y privatización del mundo-, hacer una fuerza estratégica de transformación sin recurrir a esta dudosa metafísica del sujeto. No obstante, aclaro que para mí la lucha de clases no es una forma de conflicto entre otras, sino el vector que puede atravesar los otros antagonismos y superar los límites de clan, capilla, raza, etc. Abordé estos temas en Cambiar el Mundo, editado en español.

Todo esto para decir que el nuevo ciclo, aún balbuceante, iniciado desde hace una quincena de años, no reclama un retorno a las filosofías políticas pre (o contra) revolucionarias -incluso la vuelta a las Luces, cuando se opone su humanismo abstracto a la Revolución Francesa y al Terror, puede volverse reaccionaria-, sino una profundización y ampliación del legado de Marx, cuya actualidad es la del propio Capital, a la prueba de la globalización capitalista. Como decía Derrida: no hay futuro sin Marx; ¡con, contra, o más allá, pero no sin él! Esto no significa un peregrinaje religioso a las fuentes de un marxismo original, sino que no se pensará el presente sin pasar por allí; tan cierto es -como repetía Deleuze- que «se reinicia siempre por el medio».

-JS: ¿Cómo deberíamos pensar una «escala móvil de espacios estratégicos» y qué asociación puede hacerse con el concepto de la reformulación espacio-temporal estudiada por David Harvey?

-DB: Ya hice referencia a la utilidad que pueden tener a este respecto los trabajos de Harvey. Pero pienso que se trata de sacar las consecuencias políticas. Tomaré un ejemplo de esta escala móvil un poco misteriosa si uno se queda en las generalidades, en el caso de Francia y Europa. Creo, a diferencia de Negri, como lo dije en la pregunta anterior, que el eslabón nacional sigue siendo importante ya que el Estado-nación se debilita pero no desapareció. Sigue estructurando las relaciones de fuerzas sociales: el mercado laboral sigue segmentado nacionalmente y no tiene la fluidez de la circulación de las mercancías y capitales. Estas relaciones de fuerza están en parte incluidas en relaciones jurídicas -derechos sociales, sistemas de protección social, código laboral- determinadas por las historias nacionales y las luchas sociales correspondientes.

Por otra parte, incluso si una parte creciente del derecho es producida a nivel europeo, son aún los Estados los que deben decidir, por unanimidad en la mayoría de cuestiones o por mayoría cualificada. Asimismo más del 90% del derecho internacional sigue siendo un derecho de tratados, o sea un derecho interestatal, en ausencia de poder constituyente o legislativo supranacional. Así, si el referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo -en efecto, es un tratado ratificable por los Estados- hubiera tenido lugar por mayoría en un espacio europeo común, es probable que el Sí al Tratado liberal hubiese ganado y sido ley para todos los países miembros, incluso aquellos como Francia u Holanda donde el No era mayoritario. En cambio la victoria del No en Francia y Holanda revela -más que provoca- una crisis del proyecto liberal de la construcción europea, modifica la relación de fuerza, deslegitima las políticas liberales y puede servir de palanca o de aliento a la lucha en países vecinos cuya población percibía el Tratado sin entusiasmo como una fatalidad a la cual resignarse.

El nivel nación sigue siendo entonces importante, sobre todo como punto de apoyo para la defensa de conquistas sociales, y no es inevitablemente «nacionalista» o chauvinista» como parecía creer Negri. Al contrario: en Francia, el «No de izquierda» superó al «No de derecha» oponiéndose a él, en particular, sobre la cuestión de la inmigración, la solidaridad con los indocumentados, contra la guerra en Irak y oponiendo un proyecto de Europa social y democrática a la Europa liberal. Pero al mismo tiempo, cuando se trata de formular, más allá de la «defensa de las conquistas sociales», propuestas transicionales de contraofensiva -sobre los servicios públicos, la moneda común, las políticas presupuestarias, la armonización de los derechos sociales, las políticas ecológicas, etc.- es preciso tomar la iniciativa al menos a nivel europeo, ya que es a este nivel que hoy se puede iniciar eficazmente una reactivación económica y social, un ordenamiento ecológico del territorio, una red de transportes públicos, una política de energía, etc. A la vez, hay que oponer a la descentralización liberal competitiva en las regiones -que transfieren las cargas presupuestarias en materia de educación o equipamientos sociales a las provincias-, una descentralización autogestionaria y democrática. Lo mismo sobre cuestiones como las políticas de salud, los acuerdos sobre medio ambiente y hasta los temas militares.

Efectivamente, la discordancia de los espacios no se refiere a una escala política sino a la disociación de distintas funciones espaciales. Retomemos el espacio de la Unión Europea. Existe un espacio institucional -Comisión de Bruselas y Parlamento de Estrasburgo-, un espacio judicial y policial -llamado de Schengen-, uno e incluso varios espacios militares -la OTAN y también los pactos intra europeos-, un espacio jurídico -el Tribunal de Luxemburgo-, sin hablar de las «cooperaciones reforzadas» que asocian un número variable de países socios en función de los temas en cuestión. Estos distintos espacios no se superponen. En cada caso cubren conjuntos territoriales diferentes y asocian socios estatales diferentes. Por eso creo, aunque el nivel de los Estados nacionales sigue siendo determinante en la cadena de poderes, que debemos acostumbrarnos a una clase de gimnasia estratégica para intervenir simultáneamente a estos distintos niveles y establecer las alianzas estratégicas correspondientes desde el punto de vista de los oprimidos.

-JS: En los últimos años han tenido una importante repercusión dos espacios teóricos muy diferentes. Uno se refiere a lo que se denomina genéricamente el autonomismo, que ha hecho hincapié en la idea de la «dispersión del poder», el anti-poder y la celebración idealizada de la espontaneidad desorganizada y horizontal. El otro, revaloriza la acción política como momento del acontecimiento contingente. El posmarxismo en particular estructura su teoría mediante espacios articulatorios discursivos constitutivos de hegemonías, pero rechazan algún anclaje social para sus prácticas articulatorias. ¿Qué espacios quedan entre el territorio espontáneo y anti-estatal del autonomismo, y la política sin anclajes sociales o condicionantes estructurales, expresados tanto en el acontecimiento inesperado y a-condicionado de Badiou, como en el anteriormente mencionado «pluralismo contingente» de Laclau?

-DB: A menudo escribí, sobre todo en polémicas acerca de los libros de Negri y Holloway, que en esas retóricas del antipoder -o de cambiar el mundo sin tomar el poder- hay más bien la señal de una dificultad o una impotencia que de un comienzo de solución. La «dispersión de los poderes» tiene una parte, pero solo una parte de verdad, en la medida en que la fórmula abarca una multiplicación de las formas, lugares y relaciones de poder. Pero en esta dispersión todos los poderes no son equivalentes: el poder del Estado y el poder de la propiedad no se disuelven en las redes -o rizomas- de poderes, y siguen siendo los desafíos estratégicos centrales. Además, mientras que estos discursos sobre la espontaneidad, la acción descentralizada y una «lógica de las afinidades» opuesta a la «lógica de la hegemonía» -tema de un reciente libro de Richard Day publicado en Canadá-, la sociedad líquida contra la sociedad sólida, etc, pretenden superar las trampas de la hegemonía del capital sobre las formas de oposición de los dominados, en realidad los movimientos flexibles en red no hacen más que reflejar de nuevo la organización flexible y reticular del capital globalizado.

Más allá de tu pregunta sobre Badiou -he publicado en un reciente número de Contretemps una nota crítica hacia él sobre este tema -, creo que dos tipos de problemáticas filosóficas expresaron valientemente, desde los ’80, una negativa a capitular y a someterse al clima -liberal- del momento. Por una parte, un imperativo categórico de resistencia (en Francia, autores inspirados por Foucault como Françoise Proust y yo mismo si se observan los títulos de algunos de mis libros: Elogio de la resistencia al clima del momento, Teoremas de la Resistencia, Resistencias. Ensayo de topología general). Por otro lado, una apuesta sobre el acontecimiento no condicionado, surgido de la nada, a la luz de milagros, que me parece presente en Badiou incluso si él intenta atenuar esa observación. Además muchos textos de Negri o Badiou tienen un tono claramente teológico. Lo importante es que si el acontecimiento surge de la nada, si nada lo anuncia ni lo prepara, si no hay más que subjetividades post y no-pre-acontecimientos, entonces todo pensamiento y organización estratégica resultan imposibles. No queda más que «la fidelidad al acontecimiento» una vez producido éste.

JS: En tu libro Marx Intempestivo reconsiderás los temas fundamentales que Lenin abordara sobre las crisis nacionales, las oportunidades decisivas y en fin rescatás la política como arte frente al determinismo social o la filosofía de la historia. ¿En qué medida ese hincapié imprescindible para revalorizar la vigencia de la acción política revolucionaria no debilita la política en tanto espacios de poder cotidianos? Me explico: la moda de las políticas contingentes, atemporales, imprevistas, descuidan hasta extinguir las disputas de poder que todo acto cotidiano de la lucha de clases atraviesa. Rancière, por ejemplo, rechazando la idea de que «todo es política», considera que la dominación del capital en la vida cotidiana entra en la esfera de las normas de gobierno, pero no de la política propiamente dicha. En el campo del marxismo, ¿no tenemos el peligro de despolitizar las fuerzas y dispositivos de poder permanentes, resaltando sobre todo los momentos decisivos y las coyunturas revolucionarias? Después de todo, sólo una acumulación de fuerzas sociales y políticas de largo plazo, la educación política y la constitución de hegemonía según Gramsci pueden resolver favorablemente una crisis revolucionaria intempestiva. ¿Cómo conjugar la acumulación paciente de campos políticos de fuerza con la irrupción violenta de la crisis revolucionaria?

-DB: Tu pregunta es enorme y plantea muchos -demasiados- problemas al mismo tiempo.

1. La fórmula de Benjamin según la cual «desde ahora la política precede a la historia» está, en su brevedad, llena de consecuencias mayores. Elimina en efecto una concepción determinista de la historia, o una forma secularizada de predestinación hacia un paraíso reencontrado. Si la política precede a la historia, el resultado de la lucha nunca está dicho de antemano. El presente no es un simple eslabón de la cadena temporal que emanaría necesariamente del pasado y prepararía un futuro igualmente necesario: es un momento, plenamente político, de decisión entre varios posibles. De ahí la importancia del acontecimiento. Pero éste no es un milagro caído del cielo (del «Vacío», según Zizek o Badiou): se inscribe en un campo de posibilidades históricamente determinadas. Por eso el concepto de crisis, a diferencia del «Vacío», es un concepto estratégico esencial que articula lo necesario y lo contingente, las condiciones históricas y el acontecimiento impredecible, etc. Como lo destacaba pertinentemente Gramsci: no se puede prever más que la lucha y no su desenlace.

2. De allí se desprende la respuesta sobre la relación o vínculo entre el movimiento y el fin, entre la lucha diaria y el objetivo estratégico de la lucha por el poder. Cuando Rancière y Badiou hablan de escasez de la política, en oposición a «la policía» de la gestión ordinaria -Rancière- o a la institución que sea -Badiou, así como opone la verdad, que es precisamente del orden de la revelación circunstancial, al conocimiento-, reducen la política a momentos excepcionales, iluminaciones intermitentes, que vuelven difícilmente concebible la acción permanente cotidiana, la acumulación de fuerzas, la acción sobre las relaciones de fuerzas, en resumen la articulación entre estrategia y táctica. Prueba de esto es por ejemplo, en Badiou, la oposición de principio a toda participación electoral, mientras que si bien es cierto que el terreno electoral es tramposo no por eso es menos constitutivo de las relaciones de fuerzas de conjunto.

Marx a veces coquetea, a su estilo y en un contexto muy diferente, con esta concepción intermitente de la política reservada a momentos de ascenso del movimiento social o de crisis abierta (1848-1852, 1864-1872). Por eso es que en los períodos de reflujo, disuelve las organizaciones que se han vuelto nidos de intrigas mezquinas: la Liga de los Comunistas y luego la Primera Internacional. Se puede decir que su pensamiento, extraordinario en su potencia crítica del orden existente, permanece en estado embrionario -en relación al estado naciente del movimiento obrero en su época- a nivel estratégico: El 18 Brumario, los textos sobre La Comuna… La «revolución en la revolución» es Lenin, pensador de la continuidad política y organizativa entre el movimiento y el objetivo final. Sobre este punto, te remito a mi artículo sobre la política como arte estratégico en Cambiar el Mundo. Es él quien sistematiza los conceptos de crisis revolucionaria, doble poder y el partido como operador estratégico. Los debates de la Tercera Internacional sobre el frente único y las reivindicaciones transitorias -y el aporte decisivo de Trotsky sobre estos temas- y la problemática de la hegemonía en Gramsci se inscriben directamente en este legado.

3. Me preguntás «cómo combinar la acumulación paciente de fuerzas políticas con la irrupción violenta de la crisis revolucionaria». Es nuestro problema. No hay recetas ni «manuales de uso». Sería necesario aquí hacer intervenir la sociología de las organizaciones. Toda organización genera sus rutinas y sus conservadurismos, sus formas más o menos desarrolladas de burocratización. Podemos encontrar formas de resistirlo, pero no escapamos totalmente ya que son efectos del fetichismo, la enajenación y la división del trabajo que caracterizan a las sociedades en las cuales luchamos. Y se lucha siempre en concreto, y en parte en las condiciones de los sectores dominantes. Por eso la pregunta «cómo de nada hacer todo» es también riesgosa. El discurso revolucionario más intransigente no garantiza nada sobre el comportamiento, ante situaciones críticas, de quienes lo sostienen. Como prueba están las divisiones del Partido Bolchevique y sus cuadros más combativos en el momento de la decisión de Octubre.

4. Al mismo tiempo, sin la experiencia colectiva acumulada ni la educación de una red de cuadros, etc., el Lenin de las Tesis de Abril y la insurrección no hubiera podido sostener la decisión contra la inercia y la rutina de los «cuadros» formados en la acción clandestina. La crisis es un cambio de ritmo brutal. Por eso hablo del partido como de una «caja de velocidades».

-JS: El neoliberalismo con su globalización planetaria se parece mucho a lo que Marx describió en el Manifiesto Comunista. En estas nuevas circunstancias quizás las condiciones de la lucha revolucionaria sean distintas que en el pasado. Vos dijiste que el pensamiento estratégico desapareció de la agenda en el movimiento de la izquierda. ¿En qué condiciones deberíamos pensar hoy la revolución? ¿Sobre qué bases podemos pensar la idea de ruptura, que sea capaz de aprender las experiencias del pasado y conservar la idea de pluralidad como esencia de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora? Pienso sobre todo en «los peligros profesionales del poder», en el hiper-politicismo autoritario del estalinismo, que instrumentó desde los soviets hasta la ideología socialista en función de sus intereses de casta. En resumen, ¿cómo conjugar la lucha de poder y la aspiración libertaria que Lenin expresara en textos como El Estado y la Revolución? A la vez, ¿cómo pensar la política revolucionaria cuando la globalización reconstruye terrenos mundializados de acción política?

-DB: También es una pregunta enorme y múltiple.

1. Yo no dije que el pensamiento estratégico «desapareció» del orden del día: hablé de un «eclipse» de la razón estratégica desde, digamos, los ’80. ¿Cómo superarlo? Para eso será necesario acumular nuevas experiencias fundantes. Ninguna respuesta surgirá del cerebro fértil de algún genio. Basta pensar en el tiempo que hizo falta y en las experiencias acumuladas -1848, La Comuna, 1905, 1917, la Revolución Alemana de 1918-1923, la República de los Consejos de Baviera, etc.- para que tome forma la problemática estratégica de la Tercera Internacional. Ahora bien; no estamos más que al inicio de un nuevo ciclo en un nuevo contexto. Ya se ve, bajo el efecto de las situaciones en Venezuela y Bolivia, el balance -negativo- del gobierno de Lula y la explosión de 2001 en Argentina, que el debate se reaviva.

2. La retórica un poco hueca de Holloway, por ejemplo, parece ya en parte muy fija y envejecida. En todo caso, no permite siquiera entrar en la discusión concreta de las situaciones presentes. El giro de «la otra campaña» zapatista, cualquiera sea su resultado inmediato, es otro indicio de esta reactivación de las cuestiones políticas de orientación, tanto a nivel nacional -qué hacer en Bolivia o Venezuela en el contexto concreto de las relaciones de fuerza mundiales-, como qué alternativa continental al ALCA, etc.

3. Vos planteás más ampliamente la cuestión de la propia idea de revolución. La palabra evoca una historia larga y compleja. En parte se inscribe en el paradigma político de la modernidad que yo citaba: concepción dinámica de la aceleración, la nueva semántica de los tiempos analizada por Koselleck y el vínculo con la idea de progreso. Entonces se vuelve problemático cuando el paradigma mismo es quebrantado. Por eso me parece útil distinguir diferentes contenidos evocados por el concepto de revolución.

4. Lo más general es la aspiración milenaria a otro mundo -mejor- posible y un levantamiento contra la injusticia y la desigualdad. El objetivo revolucionario es la expresión, en el marco de la modernidad, de esta gran esperanza de larga data. Está cargada de un contenido más concreto durante el siglo XIX con el nacimiento de los movimientos socialistas, como lo prueba sobre todo la distinción establecida por Marx, desde Sobre la cuestión judía (1844), entre «la liberación solamente política» o cívica (la revolución política) y «la liberación humana» (o social), así como los revolucionarios franceses de la época oponían el tema de la República Social al de la mera República, que puede ser una República reaccionaria o colonialista. Este contenido programático de la revolución social se cristaliza, a través de las diferencias entre corrientes libertarias, socialistas o comunistas, en torno a la cuestión de la propiedad y la apropiación social -cooperativa, autogestionaria, nacionalizada- como alternativa al despotismo del mercado y la propiedad privada. Este tema sigue siendo más actual que nunca e incluso abarca desde la problemática de las empresas y servicios públicos hasta las cuestiones cruciales de los bienes comunes de la humanidad y la propiedad intelectual. En mi opinión, es el punto clave y el contenido que caracteriza a una política revolucionaria hoy y que da sentido a la palabra revolución, mientras que nuestros adversarios quieren hacerlo un sinónimo de violencia. La tercera dimensión más específicamente estratégica, de las formas de luchas por el poder, de la palabra revolución hoy está oscurecida tanto por los avatares del siglo XX como por las consecuencias de la globalización. Sobre este punto hay que observar «el movimiento real de abolición del orden existente», las nuevas formas que surgen de la lucha de los oprimidos, etc. Nadie había imaginado la Comuna antes de la Comuna, los Soviets antes de los Soviets, los Consejos Obreros de Turín o las Milicias de Cataluña antes de su aparición. Esta es precisamente la fuerza de innovación del acontecimiento a la cual los revolucionarios deben seguir estando atentos y abiertos. Por otra parte, aunque no es éste el lugar para abordarlo demasiado superficialmente, habría un debate específico importante sobre la violencia revolucionaria y la violencia social a la luz de las pruebas del último siglo.

5. Con respecto a la burocratización, ya mencioné anteriormente la cuestión de los «peligros profesionales del poder». Hoy tenemos la ventaja de saber que existen y de conocer mejor sus mecanismos para también intentar evitarlos mejor. Para nosotros las relaciones entre movimientos sociales independientes de los partidos y Estados, y organizaciones políticas, quedan más claras. Son las cuestiones de democracia sindical y también democracia en el seno de los partidos. De aquí en adelante consideramos el pluralismo político como un principio, conclusión a la que Trotsky mismo en verdad no llegó más que en La Revolución Traicionada. Más en general, la cultura democrática progresó y se apoderó de los nuevos medios de comunicación que permiten, en particular, romper el monopolio de los aparatos centralizados -políticos o sindicales- sobre la información. La diversidad de los movimientos sociales y el impacto del feminismo sobre el conjunto de la sociedad y la cultura juegan a nuestro favor. Eso no significa que no siga habiendo una tensión inevitable entre las lógicas de poder y las exigencias de la autoemancipación, entre lo colectivo y el individuo, entre la norma mayoritaria y el derecho de las minorías, entre el socialismo por la base y un grado necesario de centralización y síntesis. Es decir, la hipótesis de un «leninismo libertario» sigue siendo un desafío de nuestro tiempo.

Fuente original: http://www.democraciasocialista.org/?p=2562