Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
La reciente reunión del G-20 en Seúl fue un fracaso total. La pérdida de credibilidad de los Estados Unidos, como supuesta economía más poderosa del mundo, llegó a ser desgarradora, así como la forma en que intentó acusar a China de comportamientos monetarios tan proteccionistas como los de Estados Unidos. La reunión puso de manifiesto que el «orden» económico-financiero, creado al final de la Segunda Guerra Mundial y ya fuertemente sacudido tras la década de 1970, está colapsándose, siendo de prever la emergencia de graves conflictos comerciales y monetarios. Sin embargo, curiosamente, estos conflictos no se reflejan en la opinión pública mundial y, por el contrario, los ciudadanos están siendo bombardeados un poco por todos lados por las mismas ideas de crisis, de tiempos de austeridad, de sacrificios compartidos. Conviene examinar críticamente lo que se oculta detrás de esta unanimidad.
Quien tome por realidad lo que ofrecen como tal los discursos de los organismos financieros internacionales y de la gran mayoría de los gobiernos nacionales en las diferentes regiones del mundo tenderá a tener las siguientes ideas sobre la crisis económica y financiera y sobre la manera en que afecta a su vida: todos somos culpables de la crisis porque todos, ciudadanos, empresas y Estados, vivimos por encima de nuestras posibilidades y nos endeudamos en exceso; las deudas deben pagarse y el Estado debe dar ejemplo; dado que subir los impuestos agravaría la crisis, la única solución posible es recortar el gasto del Estado mediante la reducción de los servicios públicos, el despido de funcionarios, la disminución de sus salarios y la eliminación de prestaciones sociales; estamos en un período de austeridad que afecta a todos y para enfrentarlo tenemos que soportar el sabor amargo de una fiesta en la que nos arruinamos y ahora terminó; las diferencias ideológicas ya no cuentan, lo que cuenta es el imperativo de la salvación nacional, y los políticos y sus propuestas tienen que basarse en un amplio consenso, bien al centro del espectro político.
Esta «realidad» es tan evidente que constituye un nuevo sentido común. Y, sin embargo, sólo es real en la medida en que encubre otra realidad de la que el ciudadano común tiene, como mucho, una idea difusa y que reprime para no ser llamado ignorante, antipatriota o incluso loco. Esta otra realidad nos dice lo siguiente. La crisis fue provocada por un sistema financiero desmesurado, desregulado, indignantemente lucrativo y tan poderoso que, cuando explotó y causó un enorme agujero financiero en la economía mundial, logró convencer a los Estados (y, por tanto, a los ciudadanos) de que lo salvaran de la quiebra y le llenaran sus arcas sin pedirle cuentas. De este modo, los Estados, ya endeudados, se endeudaron más, tuvieron que recurrir al sistema financiero que acababan de rescatar y éste, como mientras tanto las reglas del juego no se cambiaron, decidió que sólo prestaría dinero bajo condiciones que le garantizasen fabulosos beneficios hasta la próxima explosión. La preocupación por la deuda es importante, pero si todos son deudores (familias, empresas y Estados) y nadie puede gastar, ¿quién va a producir, crear empleo y devolver la esperanza a las familias?
En este escenario, el futuro inevitable es la recesión, el aumento del desempleo y la miseria de casi todos. La historia de la década de 1930 del siglo XX nos dice que la única solución es la inversión del Estado, la creación de empleo, la presión fiscal sobre lo más ricos y la regulación del sistema financiero. Y hablar del Estado es hablar de conjuntos de Estados, como la Unión Europea y el Mercosur. Sólo así la austeridad será para todos y no sólo para las clases trabajadoras y medias que más dependen de los servicios estatales.
¿Por qué esta solución no parece posible hoy en día? Por una decisión política de quienes controlan el sistema financiero e, indirectamente, los Estados. Esta decisión tiene como objetivo debilitar aún más el Estado, liquidar el Estado del bienestar allí donde todavía existe, desgastar el movimiento obrero hasta el punto de que los trabajadores se vean obligados a aceptar las condiciones de trabajo y la remuneración impuesta unilateralmente por los empleadores. Como el Estado tiende a ser un empleador menos autónomo y como las prestaciones sociales (salud, educación, pensiones, seguridad social) se ejecutan a través de los servicios públicos, el ataque debe centrarse en la función pública y en los que más dependen de ella. Para los que actualmente controlan el sistema financiero es prioritario que los trabajadores dejen de exigir una cuota decente de la renta nacional, y para eso es necesario eliminar todos los derechos conquistados después de la Segunda Guerra Mundial. El objetivo es el de volver a la política de clase pura y dura, es decir, al siglo XIX.
La política de clases conduce inevitablemente a la confrontación social y la violencia. Como bien muestran las recientes elecciones de Estados Unidos, la crisis económica, en lugar de impulsar la disolución de las diferencias ideológicas en el centro político, las agudiza y empuja hacia los extremos. Los políticos de centro (entre los que se incluyen los que se inspiraron en la socialdemocracia europea) serían prudentes si pensaran que en la vigencia del modelo hoy dominante no hay lugar para ellos. Al adoptar este modelo están cometiendo un suicidio.
Tenemos que prepararnos para una profunda reconstitución de las fuerzas políticas, para la reinvención de la movilización social de resistencia, para la proposición de alternativas y, en última instancia, para la reforma política y la refundación democrática del Estado.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Fuente: http://www.cartamaior.com.br/
rCR