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La guerra oculta contra los trabajadores americanos

La historia del desempleo de la que nadie se percata

Fuentes: TomDispacht

Juanita Borden, de 39 años y desempleada, espera que su currículum se abra metódicamente camino, línea a línea, a través de un fax de una oficina de empleo del centro de Filadelfia. Junto al currículum, yace sobre una mesa redonda de reuniones una carpeta cuidadosamente organizada. «Éste es mi currículum y las direcciones a donde […]

Juanita Borden, de 39 años y desempleada, espera que su currículum se abra metódicamente camino, línea a línea, a través de un fax de una oficina de empleo del centro de Filadelfia. Junto al currículum, yace sobre una mesa redonda de reuniones una carpeta cuidadosamente organizada. «Éste es mi currículum y las direcciones a donde lo he enviado por fax.» «Así es como sigo la pista del día en que lo he enviado, de modo que puedo llamar y pedir más información», dice, hojeando papeles cubiertos de pliegos de fax. «Habitualmente, espero cinco días antes de preguntar si lo han recibido o no, y si les interesa.»

Juanita fue despedida el pasado mes de octubre, cuando su empleador descubrió que le había caducado el permiso de conducir ─un requisito del trabajo─. «Era sólo una cuestión de veintiséis dólares. Creía que caducaba en noviembre de 2008, cuando en realidad caducó en noviembre de 2007, y como no había estado conduciendo, no me enteré.» La única ocasión en que se le requirió conducir, no pudo hacerlo y esto fue todo lo que necesitó su empleador para despedirla por no cumplir con sus responsabilidades laborales. Entonces se lo renovó y dice con un aire de futilidad, «me gustaría recuperar mi empleo, si me lo dieran».

No le han ofrecido la posibilidad de volver, a pesar de sus persistentes esfuerzos, ni ha recibido una sola llamada de algún posible empleador. «Lo bueno», dice, sorprendentemente optimista a pesar de su desgracia, «es que, cuando me entrevistan, consigo el trabajo». «De modo que espero una entrevista pronto.» Hasta que llegue ese momento, su carpeta, cuidadosamente organizada, sirve como pequeña medida de control sobre una, de otro modo segura, deriva hacia la pobreza y la indigencia.

Juanita no es la única en esta oficina de empleo que se encuentra en el precipicio de la necesidad aguda. Y no es la única que relata una historia de despido por algo que a muchos parecería una nimiedad. Chris Topher, de 25 años y que realiza su primera visita, fue despedido en marzo del año pasado. La compañía de telecomunicaciones en que trabajaba lo echó a la calle cuando, según cuenta, instaló un equipo por cable a un cliente que no lo había pedido. No importó que el error estuviera en la orden que se le dio. «Era el mejor empleo que he tenido desde que me gradué en la escuela superior, y he tenido unos cuantos: en la Comisión Turnpike, en la oficina del senador. Había tenido algunos buenos trabajos, pero con éste ha sido con el que más he disfrutado.»

Y tenía buenas razones para ello. Chris se hacía con 1200-1300 dólares cada dos semanas, además de recibir un paquete entero de prestaciones. Pensó en denunciar el despido, pero en ese momento le pareció que iría para largo, una batalla cuesta arriba que no tenía muchas ganas de librar. Una lucha que, vista retrospectivamente, cree que habría podido ganar, como también lo sabe probablemente su empleador. «Y por eso me despidió», dice.

Entre las condiciones necesarias para el despido, el empleador debe acreditar si el empleado cometió alguna «falta» en el trabajo que ocasionara el despido. Si dice que no hubo falta y el puesto requiere otras condiciones, incluyendo la aptitud física para el trabajo, el estado concede un subsidio de desempleo. En otras palabras, el ex empleador de Chris le hizo una pequeña concesión, ya que, si no, su vida se habría venido abajo en medio del peor mercado laboral desde 1983.

«El paro tiene bastante de agujero», dice Chris, cuya indemnización es sensiblemente menor a la mitad de lo que ganó como instalador de cable. Con todo, está en mejor posición que Juanita, que pidió dos veces la prestación de desempleo y en ambas ocasiones le fue denegada. Ahora ha recurrido, pero su empleador no le quiere dar nada. En una vista reciente, Juanita dice que su ex empleador alegó que ella sólo tenía que decir que el permiso le había caducado; le habría autorizado para que se lo renovara en su momento. Sólo eso.

Actualmente Juanita vive con su hermano y su cuñada, pero también ellos tienen problemas financieros. «Mi hermano trabaja a tiempo parcial, pero eso lo está volviendo loco, porque le está causando problemas de dinero con su esposa», explica. «Y conmigo aquí», vacila, «… es una situación algo embarazosa».

Miedo al alza

La corriente mediática dominante esboza un cuadro del mercado laboral en que, bajo la presión de la crisis económica, los trabajadores sucumben a dos tipos de recortes. Por un lado, una feroz recesión obliga, en malos tiempos, a las empresas a reducir costes desesperadamente, a despedir trabajadores. Éstos, a su vez, se enfrentan a sombrías perspectivas para el trabajo asalariado en todas partes. En una versión más amable, más suave, de lo mismo, los empresarios, desesperados por reducir costes en malos tiempos, optan por ofrecer ─o a veces obligan a los trabajadores a aceptar─ «permisos», recortes salariales, compensaciones sindicales, semanas de cuatro días o vacaciones impagadas, antes que suprimir un gran número de empleos.

En tal caso, por duro que pueda ser, los trabajadores se benefician, porque retienen al menos algo de su ingreso, mientras las empresas esperan a que pase la recesión. En ambos casos, las empresas son presentadas como expendedoras involuntarias de cartas de despido. Directores y jefes no hacen más que afrontar una realidad indigerible y presiones inevitables les son impuestas por el peor momento económico en la memoria reciente.

Una visita a una oficina de empleo difícilmente puede ser un estudio científico. Las experiencias de Juanita y Chris, de entre los parados con que he hablado en Filadelfia, pueden ser simples datos anecdóticos. Pero suscitan preguntas sobre una materia que no es de poca importancia y sobre la cual probablemente leerán en los periódicos ─de todos modos no aún─. Si bien preocupa una recesión cada vez más profunda y amenaza a las empresas, sin duda algunas de ellas también están haciendo un conveniente uso del momento para hacer cosas que podrían haber querido hacer, pero que no podían hacer en mejores condiciones.

En algunos casos, bajo la apariencia de la presión «recesiva» puede estarse librando una guerra oculta contra sus propios trabajadores, sirviéndose incluso de las más inocuas transgresiones de las normas en el puesto de trabajo como detonante de los despidos y poniendo así, huelga decirlo, el miedo en el cuerpo en los que se quedan. De este modo, las plantillas de las empresas no están siendo reducidas sólo por los despidos masivos, sino que también los trabajadores están siendo exprimidos mediante una productividad cada vez mayor a cambio de salarios cada vez menores, peores horarios y menos prestaciones. El arma elegida es el fantasma del desempleo, la muerte mediante un millar (o un millón) de recortes.

Las empresas están en condiciones de ganar mucho en estos días mediante tales acciones a pequeña escala pero decisivas. Al cabo, cosechan un beneficio doble. No sólo reducen el tamaño de sus plantillas, a menudo sin necesidad ─en el caso de Juanita─ de permitir indemnización por desempleo, sino que también crean un clima de miedo intensificado. Los trabajadores que permanecen en su puesto no están sólo al borde del despido o de la reducción horaria, sino que también saben que un retorno tardío del baño o una interrupción para el almuerzo puede significar que les muestren la puerta, pasando a engrosar la legión de parados (actualmente de 12,5 millones y en aumento).

Huelga decir que difícilmente puede considerarse nueva está dinámica. Innumerables críticos han escrito sobre ella desde el despertar de la era industrial. Pero en este momento, aunque las últimas cifras de paro produzcan titulares alarmantes, éste es un tema que escasamente sale a colación. Tengan en cuenta, sin embargo, que en diciembre, Wal-Mart, el mayor minorista del mundo, resolvió 63 demandas colectivas extraordinarias atinentes a salarios y violaciones de horarios. Temiendo el despido, los trabajadores de Wal-Mart, según su testimonio en las demandas, trabajaban durante las pausas para almorzar y más allá de las horas establecidas por apenas algo más que el salario mínimo, con escasa esperanza de obtener horas suficientes para acceder a las prestaciones sanitarias de la empresa.

Una de las condiciones del acuerdo es que Wal-Mart pague como mucho 640 millones a esos trabajadores. Si las empresas estaban en condiciones de ejercer tamaño poder coercitivo cuando la tasa de paro rondaba el 5%, ¿qué no podrán hacer en un mercado laboral donde el 14,8% no puede encontrar un trabajo adecuado?

En realidad, el mayor minorista del mundo es una de las pocas empresas americanas a las que les van bien en tiempos oscuros. Mientras las ventas al por menor caen en todas partes, las de cada sucursal de la compañía subieron un 5,1% en febrero (en comparación con las ventas de febrero de 2008). Pero en el mismo mes anunciaba medidas para «reordenar la estructura de la empresa y reducir costes». Reducirá entre 700 y 800 puestos de trabajo en las oficinas nacionales de Wal-Mart y Sam’s Club, actuando efectivamente de un modo en nada diferente a las empresas golpeadas por la cada vez más profunda recesión.

Zona de despido libre

Rodney Green, un hombre de 52 años y habla dulce, acude tres veces a la semana a la oficina de empleo a buscar listas de ofertas en línea. Describe su deriva de tres décadas desde empleado a jornada completa con prestación hasta trabajador precario a tiempo parcial y, finalmente, parado de larga duración.

Desde finales de los setenta hasta principios de los noventa trabajó para Bell Telecommunications, donde obtenía un buen salario y plenas prestaciones. Desde que Bell lo despidió, ha trabajado esporádicamente de operador de montacargas para diversas empresas, obteniendo colocaciones temporales a través de una agencia de empleo. Más recientemente, ganaba 12 dólares por hora trabajando para una empresa fabricante de productos de charcutería y queso artesanal. Ello no le proporcionó prestación alguna. Un trabajo de un año, explica, implicaría vacaciones de una semana, «pero no te mantienen durante tanto tiempo». «Te despiden o te desplazan a otro puesto antes.»

Hoy, como ha descubierto, incluso trabajos temporales de ese tipo se han convertido en escasos. «En los años ochenta, la cosa no estaba tan mal como ahora», comenta de una zona de paro como es, en 2009, la profundamente desindustrializada Filadelfia. «La ciudad tenía trabajo, pero después éste se ha desplazado a las afueras. Ahora se van al extranjero. Entonces, si podías hacer un trabajo, tal vez había cincuenta personas más que también lo podían hacer. Ahora tienes a centenares, quiero decir, a mil por un trabajo. Es duro. Es deprimente.»

Durante el pasado año y medio, Rodney ha estado cobrando esporádicamente la prestación por desempleo y en todo este tiempo no ha conseguido ni una sola entrevista. Recientemente, como la administración Bush tuvo que ceder a la presión de las bases y el Congreso para alargar las prestaciones de desempleo, ha obtenido una extensión de trece semanas, lo que le supondrá un pequeño amortiguador (a diferencia de la igualmente no entrevistada Juanita). «Eso me ayudó mucho. Los tiempos duros son justamente los de ahora. Oigo que hay más de cuatro millones de personas cobrando la prestación por desempleo. Una cifra bastante alta.»

Si Juanita y Chris son víctimas de una guerra de desgaste intensificada que las empresas están librando silenciosamente contra los trabajadores, Rodney representa el desmantelamiento de la seguridad en el trabajo por la mundialización económica que opone los trabajadores ya duramente presionados en su país a la mano de obra aún más barata de América Latina, Asia meridional, China e incluso el sur de EEUU. En un entorno laboral así, ¿qué puede hacer uno?

Alguien a quien entrevisté antes de visitar la oficina de empleo describía así su reacción al oír que su empresa había cerrado recientemente una planta en el Medio Oeste: «lo primero que pensé, y me sentí mal por ello», recuerda con algo de timidez, «fue que eso significaba más trabajo para nosotros, cuando menos en el período inmediato». Este comentario lo dice todo, tanto como su petición de anonimato. ¿Quién necesita a cazadores de sindicalistas, a delegados sindicales que siempre vigilan a los trabajadores o legiones de abogados bien pagados para pleitear por demandas salariales y horarias cuando una trabajadora está tan preocupada por la seguridad de su empleo que responde positivamente al despido de aquellos que imagina como competidores potenciales? Cuando los empleados vigilan su propio comportamiento por miedo al despido ─controlando el tiempo que pasan consultando el correo electrónico o en el lavabo─, los malos tiempos suponen una perspicua ventaja para la dirección.

En este entorno laboral es fácil no preocuparse de los demás, sino sólo de uno mismo. Pensando en lo que hará sin trabajo y sin prestación alguna de desempleo, Juanita se pregunta si el problema, lejos de estar en la economía, radica en las opciones que ha escogido en su vida.  «Me fui de casa con dieciséis años y viví en mi propia casa, tuve hijos y me casé», dice nerviosa, hojeando y rehojeando continuamente un periódico local. «Debería haber ido a la escuela y haber hecho más para mejorar mi empleabilidad. Ahora tengo que volver a empezar de nuevo.»

Una mirada a la oposición empresarial a la Ley de opción libre para el trabajador (EFCA), cuya aprobación por el Congreso es una reivindicación central del movimiento obrero organizado, arroja algo de luz sobre cómo las empresas intentan permanentemente poner en desventaja a sus trabajadores. La EFCA permitiría a los trabajadores formar un sindicato cuando una mayoría de ellos adquiera carnet sindical en un centro de trabajo determinado. El card check (listas de afiliación sindical) como se le llama habitualmente, les permite organizar sindicatos sin la necesidad de elecciones. En un artículo de noviembre sobre la respuesta de la elite empresarial a la Ley, el columnista de The Wall Street Journal Thomas Frank escribía que «el card check tiene relación con el poder». «La dirección tiene poder, pero los trabajadores, no, y la empresa no quiere que eso cambie.» A juicio de Frank, el conflicto actual sobre la EFCA es la última expresión de un conflicto en constante evolución entre trabajadores y empleadores. Para la multitud subempleada o desempleada hacinada en esta oficina de empleo de Filadelfia, la actual recesión no constituye ninguna interrupción del conflicto normal, sino que se asemeja más a una temporada abierta para ataques empresariales.

Justo ahora, para Juanita, Chris y otras personas en esta oficina se libran dos guerras y sólo una parece haber captado la atención de los periodistas especializados en economía y trabajo. En los titulares sobre el segundo se lee: «empresas desesperadas obligadas a recortar puestos de trabajo». Pero aquí hay muchos que parecen estar sufriendo una segunda guerra en que se utilizan los malos tiempos para actuar de modos que no podrían utilizarse en el mejor de los tiempos. ¿No deberían los periodistas salir a investigar este conflicto encubierto unilateral? ¿No es hora de que esta segunda guerra empresarial de nuestro tiempo produzca por sí propia algunos titulares?

Robert S. Eshelman es un periodista independiente en TomDispatch.com. Sus artículos han sido reproducidos en The Nation, In These Times y The National.

Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano