Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros. No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado. No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario. La clase obrera industrial, base social de los proyectos revolucionarios, realmente, nunca fue mayoritaria entre las clases sociales. Sin […]
Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros.
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.
La clase obrera industrial, base social de los proyectos revolucionarios, realmente, nunca fue mayoritaria entre las clases sociales. Sin embargo, su realidad numérica nunca fue óbice para que, sobre ella, los marxistas hicieran descansar las posibilidades de la realización del socialismo. De una parte, porque sus condiciones de vida, de cierto pauperismo, inseguridad, etc, la empujaban hacia una superación del capitalismo, y de otra, porque su posición central en la producción la hacían decisiva y determinante en la estabilidad y continuidad del mecanismo social. Sobre esta base social, pues, más dinámica, los partidos comunistas iniciaron su andadura, desgajándose de la socialdemocracia. Esta, aun contando en sus bases con importantes contingentes de la clase obrera industrial, sobre todo la aristocracia obrera, estaba, sin embargo, muy condicionada por otros sectores sociales populares, como el campesinado pobre, algunos sectores de la pequeña burguesía en proceso de proletarización, etc, y, en consecuencia, se muestra más estática, más conciliadora con el capitalismo (reformismo).
En la actual estructura de clases, sin embargo, ha emergido un nuevo sustrato de trabajadores asalariados, con una fuerte preparación técnica, que, aun alcanzando porcentajes significativos, no constituyen tampoco mayoría. El título universitario o su alta especialización los convierten en niños mimados del capitalismo; oscilan entre una inclinación sociológica hacia el proletariado industrial tradicional, con el que comparten hábitat laboral, y una aspiración a integrarse en las clases dominantes, aunque sólo sea en alguno de sus sectores de carácter secundario. Sin embargo, su significativo incremento cuantitativo provoca que ya no sea tan fácil, a través de una política sectorial y privilegiada de salarios, integrarlos en las clases dominantes. En efecto, su actual asalarización se practica en unos niveles bastante menguados, incapaz de sustentar el acceso a parcelas de propiedad, circunstancia que los separa definitivamente de sus aspiraciones burguesas. Se prepara el camino, pues, para que se aproximen, progresivamente, a las condiciones y aspiraciones vitales del proletariado tradicional. Pero ello no deja de tener consecuencias; al menos en lo que al modelo de partido se refiere.
El anterior esquema de un base obrera industrial acompañada de una elite intelectual marxista, entresacada de las clases dominantes; la unión orgánica entre estos dos elementos en el partido comunista de nuevo tipo, parece que se queda estrecho para estos nuevos integrantes del proletariado. En efecto, ellos mismos disponen de conocimientos, inclusive científicos, y, por sí mismos, pueden alcanzar un nivel de autoconciencia (predominantemente reformista). Estas circunstancias los sitúan, en principio, por encima de los trabajadores industriales, y por otra, los enfrenta a los intelectuales marxistas tradicionales, extraídos de las universidades y de la burguesía o pequeña burguesía. Estas contradicciones, se han ido resolviendo de distintas maneras: una primera, que consiste en que estos trabajadores de cuello blanco copan y coparon los puestos de dirección de los partidos comunistas, desplazándolos, política y programáticamente, hacia sus intereses vitales, que son, todavía, insuficientemente anticapitalistas, pues su ubicación en la producción, su grado de explotación, sus expectativas vitales y sus aún mejores niveles salariales, los colocan en posiciones conservadoras, más cercanas a la socialdemocracia, aunque, al tiempo, en contradicción con la misma. En algunos casos, consiguen desnaturalizar la organización comunista, se adueñan de ella y terminan por expulsar, tanto las ideas como a los hombres, a los obreros y a sus intelectuales. Es el caso ilustrado por los partidos comunistas de España, Francia e Italia, los cuales, bajo el paraguas del eurocomunismo, formularon la coartada ideológica para que ello sucediera: la alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura. La orfandad de la clase obrera industrial francesa es un claro ejemplo de lo que se afirma, a resultas de un organización comunista nacional que, abrazando (sobredimensionadamente) otras sensibilidades (cuestiones de género, etc), abandonó la centralidad capital/trabajo, dejando el campo abonado al fascismo social de los Lepen. Otra consiste, aun partiendo de la primera, como de hecho se lleva a cabo en Portugal, en la formación de otra fuerza política, tras el intento fallido de hacerse con la estructura partidaria comunista. Son los ejemplos del Bloc en Portugal, del NPA en Francia y de Podemos en España.
Estos nuevos trabajadores son, en principio, refractarios a la disciplina típica del centralismo, prefieren la democracia horizontal, no reconocen centros de decisión alejados, ni, por tanto, una estructura vertical. Su componente intelectual y carácter autónomo lo hace impracticable. Así, pues, su condición social y económica (y, consecuentemente, sus aspiraciones cuasianticapitalistas o tendencialmente anticapitalistas) y su preparación técnico- intelectual los hacen acreedores de una nueva estructura de partido, de organización, en principio, incompatible con los principios y maneras de los partidos comunistas. La base social de los partidos comunistas es otra: un sector del proletario industrial, el proletario agrícola, los excluidos y trabajadores de los sectores informales, y los intelectuales decididamente socialistas. No parece que este conglomerado pueda convivir bajo las mismas estructuras partidarias. Y ambos necesitan su espacio vital, sus propias estructuras orgánicas, sin las cuales, no podría desarrollar correctamente su proyección política. Pero, al tiempo, están obligados a confluir por su denominador común de una posición sustancialmente anticapitalista, que alcanza, progresivamente, a estos nuevos sectores, en la medida que su existencia se vuelve insegura con el funcionamiento en crisis del capitalismo.
Tenemos, pues, varios partidos obreros, en la anterior terminología, o varios partidos de trabajadores asalariados. Sigue siendo cierto todavía que sólo el partido comunista tiene claro el objetivo del socialismo, porque el anticapitalismo de los nuevos sectores proletarios puede no atacar la propiedad privada como tema nuclear. Y sobre estas nuevas circunstancias: ¿puede, no obstante, el partido comunista reivindicar su carácter de vanguardia? ¿El carácter decisivo en la producción que estos nuevos trabajadores ostentan, no les conferirá ese carácter de vanguardia a ellos mismos? Aunque no de una vanguardia decididamente socialista. Es evidente que las relaciones entre ambos destacamentos se sitúan en un nivel más problemático, más complejo. Ni uno ni otro aceptará, que, en sus necesarias relaciones, ninguno de ellos se abrogue el carácter de vanguardia, ni que actúe como tal. Sus relaciones son por ello conflictivas. Pero el conflicto se resuelve en la práctica, en el nivel ascendente de la lucha anticapitalista, en la medida en que estos nuevos partidos acepten, en su integridad, no la vanguardia del partido comunista sino que los hechos, las circunstancias históricas fuerzan al movimiento hacia posiciones resueltamente anticapitalistas y socialistas. Hasta entonces deberán caminar separados, manteniendo estructuras separadas, sin que ello impida que puedan confluir en procesos electorales, inclusive en un movimiento socio político flexible; pero, en el nivel de mayor intensidad de la lucha de clases, en el final, construyendo el socialismo o la revolución socialista, confluirán en el único partido del proletariado, cuyos perfiles no son objeto de este análisis, porque, sin duda, vendrán determinados, no ya por la lucha contra el capitalismo, sino por la construcción de una nueva sociedad, el socialismo, el cual, sin duda, tendrá como objetivo una tendencial eliminación de la división entre trabajo manual e intelectual, lo que destruirá, tendencialmente, las bases materiales que justifica la diferencia de expectativas y de organización.
La conclusión se nos antoja fácil; no deben sentirse los partidos comunistas aquejados por una crisis. Estos no aspiran sino al socialismo; de ninguna manera a construir un partido por el partido. El partido para los comunistas no es un fin en sí mismo; este instrumento, menguando cuantitativamente, por la pérdida de homogeneidad de la clase obrera, debe cumplir, no obstante, y, en otro escenario, su tarea. Además, es inconcebible que en el marco de la sociedad capitalista, en la que la ideología dominante es la burguesa, el partido comunista sea mayoritario, incluso, en el seno de clase obrera. Si, por el contrario, acaso alguna vez sucediera tal cosa, seguro que sería a condición de mantener, nominalmente, la denominación pero con un cuerpo ideológico y programático distinto (el caso del Partido Comunista ITALIANO).
De otro lado, estos nuevos partidos emergen, al parecer, con el propósito de desplazar a los antiguos partidos socialdemócratas, como, de hecho y, progresivamente, está ya sucediendo en Alemania, con el Dien Linke , en Portugal, en Francia (La France insumise) y España (Podemos y el declive electoral del PSOE); fenómeno, sin duda, altamente positivo, pues ensancha la base del movimiento anticapitalista. Si aceptamos estas nuevas circunstancias y les sacamos el mejor provecho, y, al tiempo, sabemos relacionarlos correctamente con el resto de los partidos emergentes, habremos cumplido nuestra tarea. En ello está la clave para el acierto hacia el socialismo. Así, pues, fortalézcanse los partidos comunistas; no se concite animadversión hacia la creación de los partidos anticapitalistas, porque están laborando por arrancar a amplias capas asalariadas del dominio socialliberal (no sin pasos atrás y, a veces, de forma inconsecuente y oportunista) y, juntos, respetando los distintos campos de actuación y estructuras organizativas, sin actuar como rivales, hacia el socialismo. Este es el sentido que debe recobrar hoy la afirmación de Marx de que los comunistas no son una partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros; nuestra obligación no es tanto atraer hacia nuestras filas a los destacamentos obreros o de asalariados (objetivo al cual, naturalmente, no se renuncia, en la medida que no reconocemos compartimentos estancos), como de dirigir a estos y sus organizaciones, hacia el socialismo. Esa es nuestra virtud: la humildad desde la organización, la grandeza en el objetivo.
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